Читать книгу 1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - Страница 22
17
ОглавлениеEstuve un rato sin decir nada; me quedé como estaba, preguntándome adónde habría ido a parar la música de los violines y por qué había dejado de oler el perfume.
Por fin dije:
—¿De qué hablas concretamente, Amy?
Cuando me lo dijo, me tranquilicé un poco, pero solo un poco, porque era terrible.
—Hablo de los dos hombres que mataste, aquellos, bueno, creo que se les llama macarras.
—¿Macarras? ¿Qué macarras?
—Ya basta, Nick. Me refiero a la noche en que tú y yo volvimos a Potts County en el mismo tren. Sí, ya sé que no me viste, pero yo también estaba allí. Sentí curiosidad por saber qué ibas a hacer en el río a esas altas horas de la noche con tu mejor ropa, así que te seguí...
—Un momento —dije—, no pudiste seguirme a ninguna parte. Estaba tan terriblemente oscuro aquella noche que...
—Estaba muy oscuro para ti, Nick, que nunca has visto bien de noche, pero a mí no me pasa eso. Te seguí con bastante facilidad y vi con claridad meridiana cómo mataste a aquellos dos hombres.
Bueno...
Por lo menos era mejor que si supiera que también había matado a los otros dos. Aquello no me ligaba a Rose de manera que no pudiera zafarme.
Durante un par de minutos casi deseé fugarme con Rose y los treinta mil dólares llovidos del cielo, y que le dieran por saco a Amy, pero el casi me frenaba demasiado y acabó por disipar las dudas. Rose, por naturaleza, era demasiado acaparadora, demasiado exigente y posesiva, y tenía poco que dar a cambio. Era una tía cojonuda, pero dicho esto se había dicho todo. Cojonuda, sí, pero también desastrosamente inconsciente. Una mujer proclive a perder la cabeza cuando más la necesitaba, como había ocurrido en el caso de tío John.
Me di la vuelta y abracé a Amy. Se pegó a mí unos instantes, apretándoseme con cada centímetro de carne cálida y suave; luego emitió un quejido y se apartó.
—¿Por qué lo hiciste, Nick? Te dije que lo había aceptado y así es, pero... ¿por qué, cariño? ¡Haz que lo entienda! Nunca se me había pasado por la cabeza que pudieras matar a nadie.
—Yo tampoco lo pensaba —dije—, y no puedo decirte exactamente por qué obré así. Hicieron algo que no me gustó, que no me gustó en absoluto. Yo les iba dejando, como tantas otras cosas que uno consiente, hasta que pensé: «Basta. Hasta aquí hemos llegado». Hubo muchas cosas, cantidad, que no podía evitar, pero sí podía hacer algo con ellos, hasta que por fin... por fin lo hice.
Amy se me quedó mirando con el ceño levemente fruncido. Le di una palmadita en el culo y volví a besarla.
—Si te digo la verdad, cariño —proseguí—, incluso pensé que era lo mejor para aquellos tipos. No se beneficiaban ellos ni beneficiaban a nadie. Seguro que lo sabían; eso se sabe. Así que fue un bonito gesto por mi parte ayudarles a no tener que seguir viviendo.
—Entiendo —dijo Amy—. Entiendo. ¿También te parece un bonito gesto impedir que Ken Lacey siga viviendo?
—Pues, mira, sí —contesté—. Un fulano que se burla de sus amigos, que hace daño a la gente para divertirse... ¡Ken Lacey! ¿Qué sabes de él?
—Solo una cosa, Nick. Lo único que sé es que parece que arreglaste las cosas de modo que el sheriff Lacey sea acusado de los dos asesinatos que cometiste tú.
Tragué saliva y le dije que no sabía cómo podía haber llegado a aquella conclusión.
—No fue mi culpa, te lo aseguro, que Ken viniese, se emborrachase y fuese por todo el pueblo fanfarroneando. Supongo que si un fulano quiere jactarse de lo duro que es, no le queda más remedio que apechugar con las consecuencias.
—Yo no pienso así, Nick, y no voy a permitir que lo condenen.
—A ver, a ver —dije—. ¿Por qué no, Amy? ¿Qué significa Ken para ti?
—Un hombre que puede ser acusado injustamente de asesinato.
—Pero... No lo comprendo —dije—. Si no te importa que yo haya matado a los macarras, ¿por qué...?
—No me has escuchado, Nick. Lo de esos dos hombres me importa demasiado. Además, yo no podía saber que ibas a matarlos. En el caso del sheriff Lacey, conozco tus planes, y si dejo que los lleves a cabo, seré tan culpable como tú.
—Pero... —vacilé— ¿si no tengo más remedio, Amy? ¿Si se trata de elegir entre él y yo?
—Entonces, lo lamentaría mucho, Nick, pero tendrías que ser tú. Sin embargo, no hay por qué llegar a ese extremo, ¿no crees? ¿Verdad que no hay modo de que te puedan inculpar?
—Bueno, no. Así, de improviso, no se me ocurre. Además, hay muchas probabilidades de que los cadáveres no se encuentren nunca.
—¿Entonces?
—Entonces, entonces... a la mierda, Amy, es mucho mejor que las cosas salgan como las he planeado —dije—, infinitamente mejor. ¡Bueno! Si conocieras a ese jodido de Ken Lacey como yo, si supieras algunas de las cabronadas que ha hecho...
—Que no, Nick, te digo que no.
—¡Me cago en todo!
—Que no.
—Escucha, Amy, escucha —dije—. No me parece que estés en situación de dar órdenes. Eres culpable de encubrimiento, como dicen los abogados. Sabías que había matado a los dos tipos y te callaste, así que prueba a hablar y resultarás también acusada.
—Ya lo sé —Amy asintió con firmeza—, pero lo haría igualmente, Nick, y sé que sabes que lo haría.
—Pero...
Pero sabía que lo haría aunque la colgaran. Así que no había más que hablar.
Me la quedé mirando. Tenía el pelo desparramado por la almohada, y su cuerpo, con el calor del mío, estaba tibio. Pensé: «Joder, vaya forma de estar en la cama con una mujer guapa». Allí, discutiendo de asesinatos y amenazándonos el uno al otro cuando se suponía que estábamos enamorados y que tendríamos que estar entregados a otras cosas. Pensé: «Bueno, quizá no sea tan raro. Quizá le ocurra igual a la mayoría de la gente: venga a hacerse reproches a pesar de tener el paraíso al alcance de la mano».
—Lo siento, cariño —dije—. Por supuesto, haré lo que quieras. No quiero hacer otra cosa.
—Yo también lo siento, querido. —Me selló la boca con un beso—. Haré lo que tú digas. En cuanto las cosas se arreglen un poco, nos iremos.
—¡Fantástico, cariño!
—Te quiero mucho y lo haré, en cuanto nos aseguremos de que no quedan cabos sueltos.
Volví a decirle que fantástico mientras rumiaba qué iba a hacer con el enorme cabo suelto llamado Rose Hauck. Pensé: «Bueno, ya afrontaré el problema cuando se presente», y aparté de mi cabeza todo lo que no fuera Amy. Me di cuenta de que ella apartaba de su cabeza todo lo que no fuera yo. Fue como al principio, quizá un poco mejor.
Fue como ninguna otra cosa, pero un poco más.
Volvimos a quedar uno al lado del otro, respirando al unísono, latiéndonos el corazón acompasadamente. De repente, Amy apartó su mano de la mía y se incorporó.
—¡Nick! ¿Qué es eso?
—¿Qué? ¿Qué es qué?
Miré a la ventana que me señalaba Amy, a la persiana echada con el borde levemente iluminado.
Entonces me levanté de un salto, corrí a la ventana y aparté la persiana. Gruñí en voz alta.
—¡Maldita sea! —dije—. ¡Maldito sea todo!
—Nick, ¿qué pasa?
—El barrio de los negros. Está ardiendo.
Tenía que haber esperado algo así. Tom Hauck era un blanco, fuera como fuese, y todo el mundo decía que lo había matado un tipo de color. De modo que a algún idiota se le había ocurrido pensar que «hay que dar una lección a esos negros» y habría hecho correr la voz entre otros idiotas. Pronto empezarían los líos.
Me vestí delante de una Amy que me miraba con preocupación. Me preguntó qué iba a hacer y le dije que no lo sabía, pero que tenía que hacer algo, porque una cosa así, el sheriff pescando mientras estallan los conflictos, puede echar a perder una campaña electoral.
—Nick... ¿Qué importa eso ahora? ¿No vamos a irnos juntos?
—¿Cuándo? —Me calcé las botas—. No me has dicho una fecha concreta, ¿recuerdas?
—Bueno... —Se mordió el labio—. Ya sé lo que quieres decir, cariño.
—Pueden pasar un año o dos —dije—, pero aunque pasaran seis meses, sería mejor que continuase en mi trabajo. Podremos atar esos cabos sueltos que has mencionado mucho mejor que si soy un ciudadano corriente.
Acabé de vestirme y me abrió la puerta trasera.
Regresé por el camino de ida, hasta el río; después, seguí la orilla. Por supuesto, me había dejado la caña de pescar.
Fui a un extremo del barrio negro y me tizné con un poco del carbón que encontré. Luego me mezclé con la multitud y me puse a sofocar las llamas con un trozo de saco que alguien había tirado.
En realidad, no había tanto peligro; en total, eran unas seis o siete las chabolas quemadas. Con la reciente lluvia y la ausencia de viento, al fuego le costaba prender y no había peligro de que se propagase demasiado.
Reuní a unos cuantos tipos de color y les dije lo que tenían que hacer. Después me quedé rezagado un minuto para quitarme el sudor de los ojos; alguien me palmeó en el hombro.
Era Robert Lee Jefferson; tenía la expresión más adusta que había visto nunca.
—¡Maldita sea! ¿Qué te parece, Robert Lee? —dije—. No quiero ni pensar lo que podría haber ocurrido si yo no hubiera estado aquí, como un ciudadano ejemplar, en el momento de declararse el incendio.
—Acompáñame —dijo.
—Gracias, Robert Lee —dije—, pero creo que no puedo. El incendio...
—El incendio está totalmente controlado. Lo estaba mucho antes de que llegaras. Ahora, ven conmigo.
Subí al coche, a su lado. Fuimos a su tienda. Había carruajes, calesas y caballos atados en el exterior, y una media docena de hombres esperando en la acera; hombres importantes, como el señor Dinwiddie, director del banco; Zeke Carlton, propietario de la desmotadora de algodón; Stonewall Jackson Smith, director de la escuela, y Samuel Houston Taylor, propietario del bazar Taylor, MUEBLES Y ATAÚDES.
Entramos todos. Nos sentamos en el despacho de Robert Lee, aunque debería decir que se sentaron todos menos yo, porque allí no había sitio para que yo me sentara.
Zeke Carlton comenzó la asamblea dando un puñetazo en la mesa y preguntando qué coño de condado dirigíamos.
—¿Sabe lo que puede suponer una cosa como la de esta noche, Nick? ¿Sabe usted lo que ocurre cuando se achicharra a un montón de negros pobres y desvalidos?
—Tengo una ligera idea —dije—: Los tipos de color se asustarán y no estarán por aquí para la cosecha del algodón.
—¡Ha dado en el clavo, sí, señor! Asustar a los pobres negros podría costarnos una animalada de dinero.
—Tu mujer nos ha dicho que habías ido a pescar esta noche —dijo Robert Lee Jefferson—. ¿En qué punto del río estabas cuando se declaró el incendio?
—No he ido a pescar —contesté.
—Vamos, Corey —dijo con firmeza Stonewall Jackson Smith—. Lo vi con mis propios ojos camino del río con los aparejos de pesca. Me atrevería a decir que es una prueba concluyente de que iba a pescar.
—Creo que no puedo estar de acuerdo con ustedes —dije—. No me atrevería a decir que están equivocados, pero tengan la seguridad de que tampoco voy a afirmar que estén en lo cierto.
—¡Oh, ya está bien, Nick! —me espetó Samuel Houston Taylor—. Nosotros...
—Pongamos un ejemplo de la otra noche —proseguí—. Vi que un tipo subía a un vagón de mercancías con cierto profesor del instituto. No pensé que fuera la prueba concluyente de que fueran a viajar a ninguna parte.
Stonewall Jackson se puso rojo como la grana. Los demás lo miraron con los ojos entornados, como si lo estuvieran viendo por vez primera. El señor Dinwiddie, director del banco, se volvió hacia mí. Era más amable que los demás. Desde que lo saqué del pozo ciego de la letrina pública, se venía comportando conmigo de una manera muy cordial.
—¿Dónde estaba usted realmente y qué estaba haciendo, sheriff? —dijo—. Le aseguro que estaremos encantados de oír sus explicaciones.
—¡Yo, no, válgame Dios! —dijo Zeke Carlton—. Yo...
—Silencio, Zeke. —El señor Dinwiddie hizo un ademán—. Adelante, sheriff.
—Bien, remontémonos a primeras horas de la noche —dije—. Yo ya imaginaba que podrían intentar algo contra la población de color, así que saqué mi caña y mi sedal e hice como que iba de pesca. El río pasa exactamente por detrás del barrio de color, ya lo saben ustedes, y...
—Sí, maldita sea, sabemos muy bien por dónde pasa —dijo Samuel Houston Taylor con el ceño fruncido—. Lo que queremos saber es por qué no estaba usted allí para evitar el incendio.
—Pues porque he tenido que dar un pequeño rodeo —dije—. He visto a un tipo que salía a hurtadillas de una casa y he pensado que quizá no estuviera haciendo nada bueno. Me ha parecido que tenía que investigar para salir de dudas. Así que me he acercado a la casa de marras, y estaba a punto de llamar cuando he considerado que no era necesario y que incluso podía resultar embarazoso. En el interior había un ama de casa que parecía tan contenta que no daba la sensación de que hubiera ningún problema. Además, la mujer no estaba del todo vestida.
Fue ni más ni menos que un golpe en la oscuridad, por supuesto. Un golpe doble. Supuse que, con tantos ciudadanos como hay en Potts County, alguno habría que pusiese los cuernos a la mujer, que por su parte engañaba al marido. Además, el marido del relato era mucho más sospechoso que la esposa.
Como fuera, di en el blanco, porque os habríais muerto de risa si hubieseis visto cómo se comportaron aquellos individuos. Todos —casi todos, debería decir— se miraron entre sí procurando al mismo tiempo mantener la cabeza gacha. Todos estaban en la misma tesitura.
El señor Dinwiddie preguntó a qué casa en concreto me refería, pero los demás le lanzaron tal mirada que el tipo cerró la boca al instante.
Robert Lee carraspeó y me pidió que continuara con mi relato.
—Entendemos que finalmente llegaste al río y que estabas allí cuando se declaró el incendio. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Qué hacías mientras los demás luchábamos con las llamas?
—Hacía lo posible por atrapar a los tipos que lo habían provocado —dije—. Bajaban corriendo por la maleza. Pretendían escapar. Les he gritado que se detuviesen, que estaban detenidos, pero no ha dado resultado. Han seguido corriendo y yo he ido tras ellos. Les he advertido que si no se detenían dispararía, pero sabían que no iba a hacerlo, que no me atrevería a disparar, y por eso se han escapado.
Robert Lee se humedeció los labios y vaciló.
—¿Has visto quiénes eran, Nick?
—Bueno, hablemos claramente —respondí—: No creo que importe mucho quiénes eran o no. Puesto que no los atrapé, sus nombres carecen de interés y, la verdad, decirlos solo originaría hostilidades.
—Pero, sheriff —dijo el señor Dinwiddie—, no comprendo... este... —Se interrumpió al ver la mirada que le dirigía Zeke Carlton, al ver la mirada de sus mejores clientes.
Acababa de dar otro golpe a ciegas y había dado más en el blanco que el primero.
Salvo un par de excepciones, no había hombre allí que no tuviera un hijo adulto o casi adulto, y ninguno de aquellos jovenzuelos valía la mierda que cagaba. Haraganeaban por el pueblo, haciendo ver que trabajaban para sus padres. Iban de putas, se emborrachaban y tramaban cabronadas. Dondequiera que hubiera un conflicto, alguno de ellos estaba implicado.
Se levantó la sesión. Cuando se marcharon, apenas se despidieron de mí.
Seguí a Robert Lee hasta la acera y estuvimos hablando un minuto.
—Me temo que no has hecho ningún amigo esta noche, Nick —dijo—. Tendrás que espabilarte en serio y trabajar de ahora en adelante, si es que quieres conservar el empleo.
—¿Trabajar? —Me rasqué la cabeza—. ¿En qué?
—¡En lo tuyo, naturalmente! ¿En qué, si no? —dijo apartando los ojos cuando lo miré—. De acuerdo, es posible que hayas tenido que transigir esta noche, y puede que tengas que hacerlo más veces, pero una o dos excepciones no justifican que no hagas absolutamente nada para aplicar la ley.
—Bueno, te voy a decir algo, Robert Lee —dije—: Prácticamente todos los individuos que infringen la ley tienen una buena razón para hacerlo, según su forma particular de pensar, y eso convierte en excepcionales todos los casos, no uno ni dos. Ponte tú mismo como ejemplo. Mucha gente podría considerar que fuiste culpable de agresión cuando golpeaste a Henry Clay Fanning en...
—Voy a hacerte solo una pregunta —me interrumpió Robert Lee—: ¿Vas a aplicar la ley o no?
—Claro que sí —dije—. No pienso hacer otra cosa.
—Estupendo, me tranquiliza oírtelo decir.
—Sí, señor —dije—. Voy a ponerme a castigar sin contemplaciones. Todo el que a partir de ahora infrinja la ley se las tendrá que ver conmigo; siempre, claro está, que sea un negro o un blanco desgraciado que no tenga donde caerse muerto.
—¡Nick, esa afirmación es un poco cínica!
—¿Cínica? Vamos, vamos, Robert Lee. ¿Por qué tendría yo que ser un cínico?