Читать книгу 1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - Страница 21

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Myra nos esperaba al final de la escalera cuando llegamos Rose y yo. Cayeron, prácticamente, una en brazos de la otra. Myra exclamó: «¡Pobrecita, pobrecita mía!», y Rose dijo: «¡Oh! ¿Qué haría sin ti, Myra?» Las dos se pusieron a berrear.

Myra hacía más ruido que la viuda, por supuesto, aunque eso le correspondiera a Rose, pero había estado haciendo prácticas por todo el pueblo. Myra no tenía rival cuando se ponía a meter ruido. Empezó por acompañar a Rose a su cuarto, con los ojos fijos en ella y no donde ponía los pies, de modo que se dio un trompazo con Lennie. Se giró y le dio tal hostia que casi me dolió a mí. Luego volvió a atizarle porque se quejó.

—¡Cierra el pico! —le advirtió—. Cierra el pico y compórtate. La pobre Rose tiene ya demasiadas preocupaciones para encima tener que aguantar tu alboroto.

Lennie apretó los dientes para no gritar; casi me dio pena. Es cierto, sentí verdadera pena por él, aunque al cabo de un rato ya habían cambiado mis sentimientos. Supongo que porque yo soy así. Me compadezco de alguien, de Rose, por ejemplo, y hasta de Myra y tío John o... bueno, de mucha gente, pero pasado un tiempo, creo que es mejor no sentir lástima por nadie. Mejor para ellos, por supuesto. A mí me parece que es bastante normal, ¿no? Cuando te apenas por alguien, quieres ayudarle, y cuando ves que no puedes, que hay demasiada gente que necesita ayuda, que dondequiera que mires te sale uno nuevo, millones, que estás solo y que nadie más se preocupa y... y...

Aquella noche la cena iba para largo. Empezó cojonudamente: Myra estuvo la tira en el dormitorio con Rose. Por fin salieron. Le di unas palmadas a Rose en el hombro y le dije que fuera valiente. Ella me apoyó la cabeza en el pecho un instante, como si no pudiera resistirlo, y le di otra palmadita.

—Muy bien hecho, Nick —dijo Myra—. Cuida de Rose mientras sirvo la cena.

—Claro que sí —dije—. Lennie y yo nos ocuparemos de ella, ¿no, Lennie?

Lennie frunció el ceño. Naturalmente, culpaba a Rose de que Myra le hubiera pegado. Myra le fulminó con la mirada y le dijo que se andara con ojo. Después, se retiró a la cocina para servir la cena.

Cenamos bastante bien. Había carne con guarnición. Rose se acordaba de echarse a llorar de vez en cuando y decía que no podía probar bocado, pero la verdad es que no le habría cabido ni una aceituna si no se hubiera aflojado el vestido.

Myra nos sirvió el café y el postre: dos tartas y un pastel de chocolate. Rose tomó un poco de cada, vertiendo unas cuantas lágrimas para demostrar que se estaba esforzando por comer.

Terminamos de cenar. Rose se levantó para ayudar, pero Myra, claro está, no quiso ni escucharla.

—¡No, señor! ¡No, no y no! ¡Vete al sofá y descansa, que buena falta te hace!

—¿Cómo lo vas a hacer todo tú, Myra, querida? —dijo Rose—. Podría por lo menos...

—¡Nada, absolutamente nada! —Myra la apartó suavemente—. Te he dicho que descanses y es lo que vas a hacer. Nick, entretén a Rose mientras estoy ocupada.

—Toma, claro —dije—. Nada me gusta más que entretener a Rose.

Rose tuvo que morderse el labio para no echarse a reír. Nos sentamos en el sofá mientras Myra cogía una pila de platos y se dirigía a la cocina.

Lennie estaba recostado en una silla con los ojos cerrados, pero yo sabía que nos veía. Era uno de sus trucos: fingir que estaba durmiendo. Le gustaba hacerlo, porque aquella era la enésima vez que intentaba utilizarlo conmigo.

—¿Qué tal un besito, nena? —le murmuré a Rose.

Rose echó un rápido vistazo a Lennie y a la puerta de la cocina y dijo:

—Un besazo. —Y nos dimos un besazo.

Lennie abrió los ojos y la boca al mismo tiempo mientras daba un alarido.

—¡Myra! ¡Myra! ¡Ven corriendo, Myra!

A Myra se le cayó algo, porque hubo un alboroto de mil demonios. Una pila de platos, a juzgar por el ruido. Entró corriendo, asustada, como si hubiera un incendio.

—¿Qué? ¿Qué, qué? —preguntó—. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre, Lennie?

—¡Se estaban abrazando y besando, Myra! —Lennie nos señalaba con el dedo a Rose y a mí—. Los he visto abrazarse y besarse.

—Hostia, Lennie —dije—. ¿Cómo puedes decir una animalada así?

—¡Tú también! ¡Te he visto!

—Hostia, pero si sabes que no es verdad —dije—. Sabes perfectísimamente bien qué ha ocurrido.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Myra, mirándonos desconcertada a Rose y a mí—. Estoy... estoy segura de que tiene que ser un... un error, pero...

Rose se echó otra vez a llorar y ocultó la cara entre las manos. Se levantó diciendo que se iba, que no podía estar ni un segundo más en una casa en que se decían barbaridades de ella.

Myra levantó una mano para detenerla y dijo:

—Nick, ¿quieres hacer el favor de explicarme qué pasa?

—¡Se estaban abrazando y besando, eso es lo que ha pasado! —gritaba Lennie—. ¡Yo los he visto!

—¡Chitón, Lennie! ¿Nick?

—A la mierda —dije con voz cabreada—. Puedes creer lo que te dé la gana, pero te advierto que es la última vez que intento consolar a alguien.

—Pero... ¡Oh! —dijo Myra—. ¿Quieres decir que...?

—Quiero decir que Rose se estaba derrumbando otra vez. Se ha puesto a llorar y le he dicho que se apoyara en mí hasta que se sintiera mejor. Le he dado unas palmaditas en el hombro como haría un tío decente. ¡Me cago en la puta! He hecho lo mismo hace un rato, cuando tú estabas aquí en el comedor, y has dicho que estaba muy bien hecho, que me ocupara de ella, y, ¡joder!, mira cómo te pones ahora.

—Por favor, Nick. —Myra estaba nerviosa y como un tomate—. Ni por un momento he pensado que... bueno...

—Es culpa mía —dijo Rose irguiéndose muy digna—. Myra, no puedo culparte por pensar cosas tan horribles de mí, pero tendrías que saber que yo nunca jamás haría nada que pudiera perjudicar a mi mejor amiga.

—Pero ¡si lo sé! ¡Si en ningún momento he pensado nada malo, Rose, querida! —Myra hablaba prácticamente a gritos—. Nunca dudaría de ti ni un segundo, querida.

—¡Te están engañando, Myra! —aulló Lennie—. Los he visto abrazarse y besarse.

Myra le arreó. Señaló con el dedo la puerta de su cuarto y fue tras él atizándole un par de hostias más.

—¡Adentro! ¡No quiero verte en toda la noche!

—Pero yo he visto...

Myra le dio un guantazo que prácticamente lo tiró al suelo. Lennie entró en su dormitorio dando un traspiés, murmurando y escupiendo. Myra cerró de un portazo.

—Lo siento mucho, mucho, Rose, querida. —Myra se dio la vuelta—. Yo... ¡Rose! Suelta ese sombrero porque no te vas a mover de aquí.

—Cre... creo que será mejor que me vaya —dijo Rose llorando, pero sin que en su voz hubiera verdadera determinación—. Es muy embarazoso después de una escena como esta.

—Pero ¡si no hay ningún motivo, querida! ¡No hay ninguna necesidad! ¿Por qué...?

—Se siente confusa —me entrometí—, y no la culpo. Yo también me siento igual. Es más, ¡hostia!, ahora hasta me da reparo estar en la misma habitación que Rose.

—Muy bien. Entonces, ¿por qué no te vas? —me soltó Myra—. ¡Santo Dios! ¡Sal a que te dé el aire o lo que sea! No tienes que comportarte como un idiota solo porque el pobre Lennie lo haya hecho.

—Muy bien, me iré —dije—. El cabrón de Lennie arma el lío y soy yo el que tiene que irse de su propia casa. ¡Que nadie se sorprenda si tardo!

—Será una agradable sorpresa. Estoy segura de que ni Rose ni yo te echaremos de menos, ¿verdad, Rose?

—Bueno... —Rose se mordió el labio—. Me siento culpable por...

—Venga, deja de preocuparte, querida. Ven a la cocina conmigo. Nos tomaremos una taza de café.

Rose la siguió, un poquito frustrada, naturalmente. En la puerta de la cocina se volvió un segundo para mirarme. Yo me encogí de hombros, con las manos extendidas y cara de circunstancias, como si le dijera: «La cosa está mal, pero ya pasará. ¿Qué le vamos a hacer». Rose asintió, dándome a entender que lo comprendía.

Saqué una caña y un hilo de pescar de debajo de mi cama. Salí del dormitorio y llamé a Myra para preguntarle si podía prepararme un bocadillo, porque me iba a pescar. Imagino que suponéis lo que me contestó. Así que me fui.

No había mucha gente en la calle a aquella hora de la noche, casi las nueve, pero prácticamente todos con los que me crucé me preguntaron si iba de pesca. Yo decía que de ningún modo, qué va. ¿Cómo se les había ocurrido eso?

—Entonces, ¿cómo es que llevas una caña de pescar con hilo y todo? —me preguntó un tipo—. ¿Qué vas a hacer, si no vas de pesca?

—Es para rascarme el culo —contesté—. Por si me subo a un árbol y no llego desde el suelo.

—Oye, tú... —El tipo vaciló frunciendo el ceño—. Eso no tiene sentido.

—¿Cómo que no? —dije—. Todos mis conocidos hacen lo mismo. ¿Insinúas que nunca has cogido una caña de pescar para rascarte el culo en caso de que te subas a un árbol y no llegues desde el suelo? ¡Hostia! ¡Tú eres retrasado!

Dijo que qué va, que él también lo hacía siempre. Es más, había sido el primero a quien se le había ocurrido.

—Lo que quería decirte es que no tendrías que ponerle hilo ni anzuelo. Eso es lo que no tiene sentido.

—Toma, pues claro que lo tiene —dije—. Es para subirte la parte trasera de los calzoncillos después de rascarte. ¡Joder! Estás muy anticuado, compañero. ¡Que no te enteras! ¡El mundo pasa por delante de tus narices y tú ni te das cuenta!

Se alejó arrastrando los pies con rostro compungido. Seguí calle abajo, camino del río.

A otro tío le dije que no, que no iba de pesca, que iba a colgarme con un gancho del cielo y me iba a columpiar hasta cruzar el río. A otro tío le dije que no, que no iba de pesca, que el municipio daba una prima por lanzar mierda al aire y que iba a ver si pescaba una poca en caso de que se vaciasen los retretes cuando el tren pasara. A otro tío le dije...

Bueno, no importa. No eran más que tonterías.

Llegué al río. Esperé un rato y empecé a remontar la orilla hasta que estuve más o menos a la altura de la casa de Amy Mason. Retrocedí hasta el pueblo otra vez, evitando las casas iluminadas y ocultándome siempre que podía, hasta que llegué a mi destino.

Amy me hizo pasar por la puerta trasera. Estaba oscuro; me cogió de la mano y me condujo al dormitorio. Allí se quitó el camisón, me abrazó y me apretó bien durante un minuto, pasándome la boca por la cara. Empezó a murmurarme porquerías, porquerías maravillosas. Me arrancó la ropa. Yo pensaba: «Hostia, no hay ninguna como Amy. ¡Ninguna como ella!».

Y estaba en lo cierto.

Me lo dejó muy claro.

Al acabar, nos quedamos uno junto al otro, cogidos de la mano, respirando al unísono, ambos corazones latiendo acompasadamente. Notaba cierto perfume en el aire, aunque sabía que Amy no usaba. También oía música de violines que, suave y dulcemente, ejecutaban una pieza que no existía. No había sido como el día anterior, como en ninguna otra ocasión, y me pregunté por qué tenía que ser de otra forma.

—Amy —dije, y volvió la cabeza para mirarme—. Vayámonos de este pueblo, cariño, vayámonos juntos.

Estuvo un rato callada, como si meditara. Me dijo que yo no pensaba demasiado en ella, porque, de lo contrario, ni se lo habría sugerido.

—Estás casado, y me temo que divorciarte puede ocasionarte infinidad de problemas. ¿Qué tengo yo para que quieras fugarte conmigo?

—Verás, cariño —dije—. Así no estamos muy bien, que digamos, y no creo que podamos seguir mucho tiempo, ¿no?

—¿Tenemos otra alternativa? —Se encogió de hombros—. Claro que, si tuvieras dinero... Pero no lo tienes, ¿verdad, querido? No, creo que no. Si lo tuvieras, podrías llegar a un acuerdo con tu mujer y entonces podríamos abandonar el pueblo, pero sin dinero...

—Bueno, ejem, sobre ese tema... —Me aclaré la garganta—. Sé que hay muchos tíos demasiado orgullosos para aceptar dinero de una mujer, pero tal y como yo lo veo...

—Yo no tengo nada, Nick, a pesar de que la gente diga lo contrario. Tengo algunas propiedades que me proporcionan una renta que me permite vivir bastante bien en Potts County, pero me darían muy poco por ellas si las vendiera. Ni mucho menos para mantener a dos personas el resto de su vida, sin mencionar la satisfacción que requerirían los sentimientos heridos de una esposa como la tuya.

Apenas supe qué responder. Me sentí un poco ofendido, porque estaba bastante bien informado del patrimonio de Amy y sabía que era más de lo que ella pretendía.

Lo que pasaba es que no quería arreglar las cosas y fugarse conmigo. O fugarse tan solo, como haría cualquier mujer enamorada. Pero era su dinero, así que ¿qué coño podía hacer yo?

Amy me cogió una mano y se la llevó a un pecho. La apretó, intentando hundirla, pero yo no mostré ningún entusiasmo y acabó por apartarla.

—Está bien, Nick —habló—. Te diré el verdadero motivo por el que no quiero irme contigo.

Le dije que no importaba, que no quería molestarla. Ella me espetó que ni me atreviera a ser grosero con ella.

—¡Ni lo intentes, Nicholas Corey! Estoy enamorada de ti, o eso creo. Me parece que es amor. Por ese motivo, voy a aceptar algo que en la vida se me había pasado por la cabeza que pudiera aceptar. Pero, te advierto, no seas violento conmigo, porque pueden cambiar las cosas. ¡Y puedo dejar de amar a un hombre que sé que es un asesino!

1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida.

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