Читать книгу 1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - Страница 16

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Llovió toda la noche y yo dormí la mar de bien, como me ocurre cuando llueve. A eso de las diez del día siguiente, mientras tomaba el segundo desayuno del día, llamó Rose Hauck; el primero había consistido solo en unos cuantos huevos y algunos bollos.

Había intentado comunicarse conmigo, pero no lo había conseguido por el chismorreo que se traía Myra con lo de Sam Gaddis. Myra estuvo hablando con ella un par de minutos y luego me pasó el auricular.

—Me temo que le ha pasado algo a Tom, Nick —dijo Rose como si no supiera lo que había ocurrido—. Esta mañana ha regresado su caballo solo.

—¿Estás preocupada? —le pregunté—. ¿Te parece que salga a buscarlo?

—La verdad, Nick, no sé —dudó—. Si no le ha pasado nada, le dará algo cuando vea que he mandado al sheriff en su busca.

Dije que eso, seguro, que a Tom no le gustaba que nadie se metiera en sus asuntos.

—Quizá se haya refugiado en algún sitio por la lluvia —dije—. Es posible que espere a que se seque un poco la humedad.

—Seguramente será eso —asintió fingiendo alivio—. No podría guarecer a la yegua y dejó que volviera sola a casa.

—Sí, habrá sido eso. Después de todo, no te dijo que volvería anoche, ¿verdad que no?

—No, no lo hizo. Nunca me dice cuánto tiempo va a estar fuera.

—Bueno, no te preocupes. Es decir, aún no. Si Tom no ha vuelto a casa mañana, empezaré a buscarlo.

Myra ponía caras y hacía gestos para preguntar qué pasaba. Le pasé el auricular, hubo otro rato de parloteo y acabó pidiéndole a Rose que cenara con nosotros.

—Mira, querida, tienes que venir, porque tengo un montón de cosas que contarte. Puedes coger el correo de las cuatro y después Nick te llevará a casa.

Colgó, sacudió la cabezota y murmuró:

—Pobre Rose. Pobre, querida y dulce mujer.

—Querida —dije—, Rose no es pobre. La granja que tienen ella y Tom está muy bien.

—Venga, cierra el pico. Solo con que fueras medio hombre, hace tiempo que le habrías ajustado las cuentas a Tom Hauck. Lo habrías metido en la cárcel, que es donde debe estar, en vez de dejarlo en libertad para que pegue a esa mujercita que tiene, tan desvalida, la pobre.

—Oye, yo no puedo hacer una cosa así —dije—. Nunca me entrometería en los asuntos de un hombre y su mujer.

—¡No puedes, no puedes! ¡Nunca puedes hacer nada! ¡Si ni siquiera eres medio hombre!

—Oye, mira, yo no entiendo de esas cosas. No digo que te equivoques, pero no estoy seguro de que digas...

—¡Oh, cierra el pico! —repitió—. Lennie es mucho más hombre que tú, ¿verdad, Lennie, cariño? —Le dedicó una sonrisa a su hermano—. ¿Verdad que eres el chico valiente de Myra? No un borrego acobardado como Nick.

Lennie soltó una carcajada y me señaló con el dedo.

—¡Borrego acobardado, borrego acobardado! El sheriff Nick es un borrego acobardado.

Le eché tal mirada que se le quitaron las ganas de reír y de señalarme. Se quedó mudo como una piedra y hasta palideció un poco.

Después miré a Myra. La sonrisa se le tensó y acabó por desaparecer. Se quedó tan pálida y callada como Lennie.

—Ni... Nick. —Myra rompió el largo silencio con una risa temblorosa—. ¿Qué... qué ocurre?

—¿Ocurrir? —dije.

—Es por la cara que pones. Parece que fueras a matarnos a Lennie y a mí. Nun... nunca nos habías mirado de esa manera.

Me esforcé por reír y porque la risa pareciera ligera y bobalicona.

—¿Yo? ¿Yo matar a alguien? ¡Venga ya!

—Pero... tú...

—Pensaba en las elecciones. Pensaba que no está bien que se gasten bromas a mi costa con unas elecciones por delante.

Myra asintió rápidamente y dirigió una mirada seria a Lennie.

—Por supuesto, no lo haríamos nunca en público. Probablemente no esté bien, aunque sea solo una broma.

Le agradecí su comprensión y me dirigí a la puerta.

Me siguió unos metros, algo nerviosa aún, marcada con la cicatriz que le había provocado accidentalmente.

—No creo que tengas que preocuparte por las elecciones, querido. Por lo menos, después de los chismes que se cuentan de Sam Gaddis.

—Nunca he creído en la suerte —dije—. Siempre he pensado que un tipo tiene que doblar la espalda y ponerse a bregar. No se pueden contar los polluelos hasta que no hayan roto el cascarón.

—La señora de Robert Lee Jefferson dice que su marido dice que tú dijiste que no crees lo que se cuenta de Sam Gaddis.

—Y es verdad: no creo ni una maldita palabra —afirmé.

—Pero... también dice que su marido dice que tú dijiste que ibas a hablar en favor del señor Gaddis. Dice que dijiste que vas a estar a su lado en la tribuna el domingo que viene.

Le dije que le había dicho la verdad y que así estaban las cosas.

—Cuando vuelvas a verla, dile que, cuando dice que Robert Lee dijo que dije que iba a hablar en favor de Sam Gaddis, tiene todita la razón.

—¡Idiota...! —Se contuvo—. Cariño, Gaddis es tu oponente. ¿Por qué ibas a hacer algo que lo favoreciera?

—Bueno, ese es el problema, ¿no? Sí, señor, es un problema serio. Te daría la solución, pero es demasiado jodida.

—Pero...

—Lo mejor será que vuelva a la oficina —dije—. Tengo que saber qué ha ocurrido mientras he estado fuera.

Bajé por la escalera fingiendo que no la oía llamarme. Entré en el despacho, me senté y puse los pies en el escritorio. Me tapé los ojos con el sombrero y dormité un ratito.

Todo estaba la mar de tranquilo. El barro mantenía a casi todo el mundo en casa y los pintores se habían tomado el día de fiesta por la humedad, de modo que no se oían golpes, trastazos, chillidos y contestaciones a gritos. Se podía descansar y recuperar el sueño perdido durante la noche.

Descansé y dormí hasta mediodía, momento en que subí a comer.

Myra se había cubierto la cicatriz y estaba próxima a la normalidad. Me miró y dijo que se veía a la legua que había tenido una mañana muy ajetreada y que esperaba que no estuviera demasiado cansado.

—Bueno, eso espero —le respondí—. Un tipo como yo, del que dependen la ley y el orden de todo el condado, tiene que cuidar su salud. Eso me recuerda que tengo que llevar a su casa a Rose Hauck esta noche.

—¡Tendrás que hacerlo! —me soltó Myra—. Tendrás que hacerlo, y ni siquiera intentes negarte.

—Pero ¿qué ocurre si Tom está allí? Suponte que se cabrea porque llevo a su mujer a casa y... y...

Agitado, bajé los ojos, pero notaba que Myra me miraba fijamente. Cuando volvió a hablar, la voz le temblaba de odio y repugnancia.

—¡Bicho, que eres un bicho! ¡Qué pretexto tan miserable! ¡Te voy a decir una cosa, Nick Corey! Si Tom está y tú dejas que le haga daño a Rose, haré que seas el hombre más infeliz del condado.

—Vamos, cariño mío —dije—. ¡Vida mía! ¡Tesoro! No tienes motivo para hablarme así. No voy a quedarme para ver cómo pegan a Rose.

—Eso está mejor. Es cuanto tengo que decirte. ¡Eso está mejor!

Empecé a comer mientras Myra me iba fulminando con miradas suspicaces. Al cabo de un rato, levanté la vista y le dije que se me había ocurrido algo relacionado con Rose: si Tom volvía después de que yo la dejara en su casa, ella se quedaba sin nadie que la protegiese.

—Es un tipo muy ruin —añadí—. Con tanto tiempo fuera, lo más seguro es que vuelva el doble de borracho y bruto de lo normal. Tiemblo solo de pensar lo que le puede hacer a Rose.

—Bueno... —Myra vaciló, considerando lo que acababa de decirle y sin encontrar por dónde cogerme—. No me parece bien que pases toda la noche en la casa, pero...

—Quita, quita. Eso es imposible. Completamente imposible — dije—. Además, no sabemos cuándo regresará Tom. Puede que tarde dos o tres días. Lo único que sabemos es que será muy difícil aguantarlo cuando vuelva.

Myra empezó a echar pestes contra mí, frunció el ceño y dijo que hacía tiempo que tendría que haber hecho algo con Tom Hauck; que, de haber tomado medidas, Rose no se encontraría en semejante situación. Le respondí que probablemente tenía razón, y que era muy triste que no se nos ocurriera nada para dar cierta protección a Rose.

—Oye —dije—, ¿qué te parece si le buscamos un perro guardián o...?

—¡Calla, loco! Tom lo mataría al segundo. Ha matado a todos los perros que han tenido.

—¡Es verdad! Que me ahorquen si no lo había olvidado. Pensemos otra cosa. El caso es que yo sabría qué hacer si Rose fuera otra clase de persona. Con más empuje, quiero decir, y no tan mansa y tan blanda. Tal como es ella, no creo que dé resultado.

—¿Qué no daría resultado? ¿De qué hablas?

—De una pistola, claro —dije—. Ya sabes, uno de esos trastos que disparan. Pero tal como es Rose, que se asusta de su propia sombra, no daría resultado...

—¡Eso es! —saltó Myra—. ¡Le conseguiremos una pistola! Sola como está, hay que conseguirle una como sea.

—Pero ¿de qué le va a servir? Rose no le dispararía a nadie ni aunque corriera peligro de muerte.

—Yo no estaría tan segura... No si estuviera en peligro de muerte. De todos modos, puede usarla para intimidar, hacer que el bestia que tiene por marido se asuste un poco.

—Bueno, yo no entiendo de esas cosas —dije—. Si me preguntaras...

—¡No voy a preguntarte nada! Acompañaré a Rose para que se compre una pistola hoy mismo, así que acábate la comida y cierra el pico.

Acabé de comer y volví a la oficina. Descansé y dormité otro poco, aunque no tan bien como por la mañana. Estaba un tanto intrigado, ya me entendéis, porque me preguntaba qué haría Rose Hauck con una pistola. Por supuesto, yo quería que tuviese una.

Intentaba convencerme diciéndome que era solo para protegerse en caso de que alguien intentara molestarla, pero yo sabía que ese no era el verdadero motivo. En mi cabeza, la idea aún no había tomado forma. Formaba parte de un plan que tenía respecto al futuro de Myra y de Lennie... aunque tampoco tenía demasiado claro en qué consistía.

Seguramente no es muy sensato que un tipo actúe por motivos que desconoce, pero he estado comportándome así toda mi vida. La razón por la que había ido a ver a Ken Lacey, por ejemplo, no era la que yo había dicho. Lo había hecho porque había urdido un plan donde él encajaba... Y ya sabéis en qué consistía. Pero yo mismo lo desconocía en el momento en que recurrí a él.

Tenía una ligera idea y había supuesto que un fulano como Ken podría ayudarme a realizarla, pero no tenía del todo claro cómo iba a servirme de él.

En ese momento me encontraba en la misma situación; con respecto a Rose y la pistola, quiero decir. Lo único que tenía claro era que probablemente las haría encajar en un plan dirigido contra Myra y Lennie, pero no tenía ni la menor idea de en qué consistía; ni puta idea.

Solo que sería un poco desagradable...

Rose llegó al Palacio de Justicia a eso de las cuatro de aquella tarde. Yo estaba al tanto y la hice pasar al despacho antes de que subiera.

Estaba más guapa que nunca, lo que ya era decir mucho. Dijo que había dormido como un bebé, sin preocupaciones, toda la santa noche, y que se había despertado riendo, pensando que el hijo puta de Tom estaba muerto, tendido en el barro.

—¿He hecho bien en llamar esta mañana, cariño? —preguntó—. ¿Parecía preocupada por ese puerco bastardo?

—Has estado muy bien —dije—. Una cosa, cariño...

Le conté lo de la pistola, qué tenía que decir para que pareciera que estaba preocupada por la paliza que Tom le daría en cuanto regresara... Eso demostraría que ella ignoraba que estuviera muerto. Dudó un segundo y me dirigió una mirada rápida y desconcertada, pero no discutió.

—Lo que tú digas, Nick, cariño, siempre que creas que es una buena idea.

—La verdad es que se le ha ocurrido a Myra —respondí—. Yo no he hecho más que mencionarlo de pasada, porque de lo contrario habría parecido que sabía que Tom no iba a volver.

Rose asintió y dijo:

—¡Conque esas tenemos! —Y cambió de tercio—. Quizá algún día te pegue un tiro si no me tratas bien.

—Eso no pasará nunca —anuncié. Le di un rápido abrazo, un pellizco y se fue escaleras arriba.

Ella y Myra salieron al poco rato a comprar la pistola. No regresaron hasta pasadas las cinco.

Iban a dar las seis cuando me llamó Myra. Cerré la oficina y subí a cenar.

Myra llevaba la voz cantante, como siempre, y me interrumpía cada vez que yo iba a abrir la boca. Rose se limitaba a darle la razón, dejando caer de vez en cuando que Myra era maravillosa y listísima, también como de costumbre. Acabamos de cenar y Myra y Rose se pusieron a fregar los platos. Lennie me miró para comprobar si le vigilaba —cosa que hacía, aunque él no se diera cuenta— y se escabulló camino de la puerta.

Carraspeé para llamar la atención de Myra y señalé a Lennie con la cabeza.

—¿Qué me dices, cariño? —dije—. Recuerda lo que convinimos.

—¿Qué convinimos? —dijo—. ¿De qué hablas, si puede saberse?

—De que salga por las noches —le recordé—. Ya sabes lo que va a hacer, y no me parece prudente, con las elecciones encima.

—Venga ya. El chico solo va a tomar el aire. ¿O es que también eso te molesta?

—Pero acordamos que...

—¡Yo, no! Me confundiste tanto que no sabía ni lo que decía. Además, sabes perfectamente que Sam Gaddis está fuera de juego.

—No me gusta aprovecharme de las oportunidades y...

—¡Cierra el pico de una vez! ¿Has visto un hombre igual en tu vida, Rose? ¡No sé cómo no me he vuelto loca viviendo con él! —Myra me fulminó con la mirada y le dedicó a Lennie una sonrisa—. Puedes irte, querido. Pásalo bien, pero no vuelvas muy tarde.

Lennie se fue después de dirigirme una sonrisa babosa. Myra dijo que sería mejor que me fuera a mi cuarto, si no me gustaba aquello, y estaba segura de que no. No tuve más remedio que obedecer.

Me tumbé en la cama con la colcha vuelta para no ensuciarla con las botas. La ventana estaba abierta y podía oír el canto de los grillos, que siempre aparecía después de la lluvia. De vez en cuando se oía el ruidoso croar de una rana, que parecía un tambor que marcara el tiempo. Al otro lado del pueblo, alguien manejaba una bomba de agua, plum, fisss, plum, fisss, y hasta podía oírse a una madre que llamaba a su hijo: «¡Henry Clay, eh, Henry Clay Houston! ¡Ven enseguida!». En el aire flotaba el aroma de la tierra limpia, el olor más agradable que hay por aquí. Y... y todo era hermoso.

Era todo tan condenadamente hermoso y apacible que volví a dormirme. Sí, señor, me quedé dormido aunque no había tenido un día ajetreado y ya me las había apañado para descansar un poco.

Creo que llevaba dormido aproximadamente una hora cuando me despertaron la voz de Myra, que gritaba, la de Lennie, que se desgañitaba, y la de una tercera persona que se dirigía a los otros dos: era Amy Mason, que decía lo que pensaba de una manera contundente. Con suavidad, pero firme y tajante, como solo Amy podía hacerlo cuando se cabreaba. Lo mejor entonces era escuchar sus palabras; lo mejor era escuchar y aprenderse de memoria lo que dijera, porque de lo contrario uno podía pasarlo pero que muy mal.

A pesar de sus gritos y de su actitud desafiante, noté que Myra estaba muy afectada. Gemía y se quejaba, diciendo que Lennie no pretendía nada al espiar por la ventana de Amy, que era muy curioso y le gustaba observar a la gente. Amy dijo que sabía muy bien lo que pretendía Lennie y que sería mejor que se dejara de obscenidades, si es que sabía lo que le convenía.

—Ya se lo he advertido a su marido —dijo— y ahora se lo advierto a usted, señora Corey. Si vuelvo a sorprender a su hermano en mi ventana, la emprenderé a latigazos con él.

—¡No... no será usted capaz! —gritó Myra—. ¡Y deje de hacerle daño! ¡Suéltele la oreja a la pobre criatura!

—Con mucho gusto —dijo Amy—. Solo rozarle me repugna.

Abrí la puerta un par de centímetros y eché un vistazo al exterior.

Myra rodeaba con un brazo a Lennie, que parecía avergonzado, furioso y confuso mientras ella le acariciaba la cabeza. Rose estaba a su lado, haciendo lo posible por parecer preocupada y protectora, pero yo sabía, conociéndola como la conocía, que se estaba riendo por dentro, divertida al ver a Myra atrapada por una vez. En cuanto a Amy...

Tragué saliva al verla, preguntándome qué podría ver en Rose si estuviera con una hembra como Amy.

No es que fuera más guapa que Rose ni que estuviera mejor hecha. Se la comparara con quien fuera, no se podía encontrar defecto alguno en Rose en materia de belleza y constitución. La diferencia, supongo, radicaba en algo que salía del interior, algo que llegaba directamente al corazón y dejaba una huella como un hierro de marcar ganado, de tal manera que uno se sentía perseguido por aquella emoción y su recuerdo.

Asomé medio cuerpo por la puerta y miré a mi alrededor con cara de sorpresa.

—¿Qué pasa aquí, caramba? —pregunté sin darle a nadie la oportunidad de responder—. Oh, buenas noches, señorita Mason. ¿Algún problema?

Amy dijo que no, que no había ningún problema; lo diría para tomarme el pelo, supongo.

—Ya no, sheriff. El problema ha podido resolverse. Su mujer le dirá cómo evitar que haya otro en el futuro.

—¿Mi mujer? —Miré inquisitivo a Myra y a Lennie, y me volví hacia Amy—. ¿Ha hecho algo el hermano de mi mujer, señorita Mason? Dígamelo enseguida.

—Claro que no ha hecho nada —soltó Myra—. Solo estaba...

—¿Eres tú la señorita Mason? —le pregunté—. ¿Lo eres?

—¿Q... qué? ¿Qué?

—Le he hecho una pregunta a la señorita Mason. Por si no lo sabías, la señorita Mason es una de las jóvenes más destacadas y respetadas de Potts County, y si le pregunto algo es porque sé que me dirá la verdad. De modo que será mejor que no contradigas sus palabras.

Myra se quedó con la boca abierta. Pasó del rubor a la palidez y luego volvió a sonrojarse. Sabía que me montaría un número de mil diablos cuando estuviéramos a solas, pero por el momento no iba a replicarme. Sabía que no era conveniente, habida cuenta de la proximidad de las elecciones y la buena reputación de que gozaba Amy. Sabía que una mujer como ella podía armar un lío gordo, que a su vez podía influir en la opinión pública, y el período electoral no era el mejor momento para buscar jaleos.

De modo que Myra se mantuvo al margen, por mucho que deseara intervenir, y Amy quedó la mar de complacida por mi mediación. Dijo que lamentaba si había dicho algo molesto.

—Me temo que no he sabido dominarme —dijo sonriendo un poco envarada—. Si no les importa, me voy a casa.

—La acompañaré personalmente —dije—. Es demasiado tarde para dejar que una joven vaya sola por la calle.

—No hace falta, sheriff. Yo...

Dije que era absolutamente necesario; así lo creíamos yo y mi mujer.

—¿Verdad que sí, Myra? ¿Verdad que insistes en que acompañe a la señorita Mason a su casa?

Myra profirió un sí rabioso entre dientes.

Asentí y le guiñé un ojo a Rose; ella me devolvió el gesto. Salí con Amy.

Vivía en el pueblo, de manera que no tuve que sacar el caballo ni la calesa, como habría ocurrido de vivir en las afueras. De todas formas, quería hablar con ella y no iba a dejar que se me escapara. Es bastante difícil que una mujer se dé aires de superioridad mientras se la acompaña a casa en una noche oscura por las calles llenas de barro.

Tuvo que escucharme cuando empecé a contarle cómo me había pescado Myra. Dijo que no le interesaba, que no era asunto suyo y cosas por el estilo. Pero, como fuera, escuchó, porque no tenía más remedio. Al cabo de un par de minutos, dejó de interrumpirme y empezó a acercárseme; supe que se creía lo que le estaba contando.

En el porche de su casa me abrazó; yo hice lo propio. Así estuvimos en la oscuridad un rato. Luego me apartó con suavidad; no podía verle la cara, pero me di cuenta de que estaba enfadada.

—Nick —dijo—, Nick, ¡eso es terrible!

—Sí —acepté—, supongo que no tengo las cosas muy claras. Creo que fui un idiota al dejar que Myra me coaccionase para que me casase con ella y...

—No me refiero a eso. Lo que dices podría arreglarse con dinero y yo lo tengo. Pero... pero...

—¿Qué es lo que te preocupa, pues? ¿Dónde está el problema, cariño?

—No... No estoy segura —dijo moviendo la cabeza—. Sé qué es, pero no sé por qué, y no estoy segura de que fuera diferente si lo supiera. ¡No... No puedo hablar de eso ahora! Ni siquiera quiero pensarlo. Yo... ¡Oh, Nick! ¡Nick!

Ocultó la cara en mi pecho. La abracé con fuerza, le acaricié la cabeza y le murmuré que todo iba bien, que todo sería maravilloso si volvíamos a estar juntos.

—Ya verás, cariño —dije—. Dime qué te preocupa y te demostraré que no tiene ninguna importancia.

Se me pegó un poco más, pero siguió callada. Yo dije que bueno, ¡al infierno con todo!, que quizá podríamos solucionarlo en otra ocasión, cuando no tuviera tanto jaleo como aquella noche.

—¿Recuerdas que solía ir a pescar por la noche? —dije—. Estaba pensando que quizá podría ir mañana por la noche, y si en vez de ir al río viniera aquí, sería una confusión muy normal, puesto que no vives tan lejos.

Amy emitió un ruido por la nariz y se echó a reír.

—¡Oh, Nick! ¡No hay otro como tú!

—Bueno, espero que no. El mundo sería un desastre, si lo hubiera.

Dije que la vería la noche siguiente, tan pronto como oscureciera del todo. Se apretó contra mí y dijo que estupendo.

—Cariño, ¿tienes que irte ahora?

—Será lo mejor. Myra se estará preguntando qué ocurre y aún tengo que acercar a su casa a la señora Hauck.

—Entiendo. Me había olvidado de Rose.

—Sí, tengo que acompañarla —dije refunfuñando—. Myra se lo prometió.

—¡Pobre Nick! —Amy me acarició la mejilla—. Todo el mundo te da órdenes.

—Bueno, a mí no me importa. Después de todo, alguien tiene que hacerse cargo de la pobre señora Hauck.

—¡Es verdad! Es una suerte que cuente con alguien que se preocupa por ella. ¿Te has dado cuenta, Nick, de que la pobre señora Hauck parece sobrellevar con mucha entereza sus preocupaciones? Está incluso radiante, me atrevería a decir que como una mujer enamorada.

—¿Tú crees? No lo he notado.

—Quédate un poco más, Nick. Quiero hablar contigo.

—Creo que será mejor dejarlo para mañana por la noche —dije—. Es un poco tarde y...

—¡No! Ahora, Nick.

—Pero Rose, es decir, la señora Hauck... está esperando, y yo...

—Déjala estar. Tampoco pasa nada porque espere un poco. ¡Ahora, adentro!

Abrió la puerta, entró y yo la seguí. Me cogió la mano en la oscuridad y me condujo por la casa hasta su dormitorio. Tenía gracia que dijera que quería hablarme, porque no dijo ni una palabra.

O casi ninguna.

Cuando acabamos, se tumbó boca abajo, bostezó y se estiró. Era un poco incómodo, porque yo no veía bien en la oscuridad y tardaba en vestirme.

—¿Querrías darte un poco de prisa, cariño? Estoy a gustísimo, relajada y soñolienta. Me gustaría dormir.

—Bueno, ya me falta poco. Por cierto, ¿qué querías decirme?

—Es tu forma de hablar. No eres un paleto, Nick. ¿Por qué hablas como si lo fueras?

—Por costumbre, supongo. Una especie de rutina de la que me he hecho esclavo. Sé que es muy importante hablar bien. Cuando no hace falta, se olvida, y enseguida se pierde la costumbre. Lo que está mal parece bien y al revés; vamos, digo yo.

La cabeza de Amy se movió en la almohada. Los grandes ojos resaltaban en la palidez de su rostro mientras me observaba.

—Creo que sé a qué te refieres, Nick. En cierto modo, me pasa lo mismo.

—¿Sí? —pregunté mientras me ponía las botas—. ¿Qué quieres decir, Amy?

—Está empezando a pasarme lo mismo —dijo—. ¿Y sabes una cosa, cariño? Creo que me gusta.

Me levanté y me remetí los faldones de la camisa.

—Amy, ¿qué querías decirme?

—Nada que no pueda esperar a mañana por la noche. Es más, hasta entonces no tengo nada que decirte.

—Pero me habías dicho...

—Muchas cosas, cariño. Quizá no me escuchabas. Ahora tienes que irte; espero que la señora Hauck no haya perdido la paciencia.

—Sí —dije—. Eso espero.

Me daba en la nariz que la había perdido.

1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida.

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