Читать книгу 1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - Страница 18
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ОглавлениеSaqué caballo y carricoche del establo de alquiler y fui al Palacio de Justicia. Myra se me echó encima nada más llegar; quería saber por qué había tardado tanto. Le dije que me había costado zanjar el tema con Amy.
—No lo entiendo —dijo Myra—. Se la veía muy tranquila cuando os habéis ido.
—Hay cosas que no comprendes —repliqué—. Por ejemplo, que tendrías que encerrar a Lennie por la noche para evitar líos como el de hace un rato.
—¡No empieces con Lennie!
—Te diré con qué me gustaría empezar —dije—. Me gustaría empezar llevando a Rose a su casa para que todos podamos dormir un poco esta noche.
Rose dijo que sí, que tendría que haberse ido ya. Le dio las gracias a Myra por la cena, le dio un codazo de camaradería y un beso de despedida. Me adelanté bajando la escalera para no entrar en más disputas; Rose llegó corriendo al cabo de un par de minutos y subió a la calesa.
—¡Uf! —dijo limpiándose la boca—. Cada vez que le doy un beso a esa zorra me entran ganas de lavarme la boca.
—Deberías tener cuidado con lo que dices, Rose —dije—. Algún día se te escapará algo sin que te des cuenta.
—Sí, tendría que hacerlo, me cago en la leche. La culpa la tiene Tom, el podrido hijo de puta, pero ten por seguro que haré lo posible por corregirme.
—Bien dicho. A la larga, saldrás ganando.
Habíamos salido ya del pueblo y Rose se desplazó en el asiento para apretarse contra mí. Me besó en la nuca, me metió la mano en un bolsillo y empezó a meneármela; poco después, se apartó y me dirigió una mirada de curiosidad.
—¿Qué te pasa, Nick?
—¿Qué? —dije—. ¿De qué hablas, Rose?
—Que qué te pasa.
—Bueno, nada —respondí—. Estoy cansado y hasta los huevos de jaleos como el de esta noche, pero la verdad es que no me pasa nada.
Se me quedó mirando en silencio. Se apartó, miró al frente y estuvimos un rato callados. Por fin habló ella, en voz tan baja que apenas la oía. Me hizo una pregunta. Me puse muy serio y le respondí:
—Virgen Santa, qué cosas se te ocurren. Sabes que Amy Mason no es de esa clase de mujeres, Rose. Todo el mundo lo sabe.
—¿Qué coño quieres decir con que no es de esa clase? —me espetó Rose—. ¿Quieres decir que está tan buena que no puedes acostarte con ella, no como yo?
—Quiero decir que apenas conozco a esa mujer —dije—. Lo suficiente para saludarla por la calle y basta.
—Pues esta noche has estado fuera lo suficiente para profundizar ese conocimiento.
—Cariño, ¿qué dices? A ti te ha parecido un buen rato, lo mismo que a mí. Ya sabes cómo son estas cosas. Como estábamos deseando estar juntos esta noche, se nos ha antojado que pasaba la hostia de tiempo. Estoy rabiando de ganas de estar contigo desde el instante en que has aparecido por casa.
—Bueno... —Se movió un poco en el asiento.
—Por el amor de Dios —dije—. ¿Para qué querría yo a Amy Mason teniéndote a ti? Es ridículo, ¿no te parece? ¡No hay punto de comparación entre las dos!
Rose acabó por recorrer la distancia que nos separaba en el asiento. Apoyó la cabeza en mi hombro y dijo que lo sentía, aunque yo me había comportado de manera un tanto extraña, y que la ponía enferma la conducta de algunos hombres.
—¡El cabrón de Tom, por ejemplo! El muy hijo de puta no paraba hasta que lo ponía caliente y luego se iba a joder con la primera que pillaba.
—¡Qué barbaridad! —exclamé—. No comprendo a los tipos que actúan así.
Rose se me apretujó y me besó en la oreja. Me dio un mordisquito en el lóbulo y me susurró todo lo que iba a hacerme cuando llegáramos a su casa.
—Myra quiere que te quedes un rato, y yo estoy completamente de acuerdo. ¿No es estupendo? Podemos tardar el tiempo que queramos, estar juntos horas y horas. ¡Cariño, no voy a desperdiciar ni un minuto!
—¡Qué mujer!
—Lo pasaremos como nunca, cariño. —Se restregó contra mí—. Vida mía, esta noche voy a hacerte algo especial.
Siguió susurrándome cosas y frotándose con mi cuerpo. Según decía, jamás olvidaría aquella noche. Le respondí que apostaba a que ella tampoco, y lo decía en serio. Tal y como me sentía, vacío como una flauta y con los riñones hechos polvo, me temía que no habría fiesta cuando llegáramos a casa de Rose, lo que significaba que se enteraría de que yo había estado con Amy, lo que a su vez significaba que podía coger la pistola que había comprado aquel mismo día y dispararme en la zona del delito. Con semejante recuerdo, seguro que no olvidaría jamás aquella noche.
Buscaba excusas. Observé el cielo, que volvía a cubrirse como si fuera a llover, y vi un par de relámpagos. Pensé que bueno, que ojalá me alcanzase un rayo y me dejase frito para que Rose me liberase de mis obligaciones aquella noche. Luego pensé que bueno, que ojalá el caballo se desbocase y me arrojase a una cerca de alambre espinoso para que Rose me dejase en paz. Que ojalá se colase en el carricoche un insecto y me picase. Que ojalá...
Pero no ocurrió nada de eso. No se tiene suerte cuando hace falta.
Llegamos a la granja. Dejé el carricoche en el granero mientras me preguntaba cómo me afectaría un disparo donde iban a dármelo: en salva sea la parte. Me parecía que iba a quedar muy jodido, así que bajé de la calesa de un humor de perros.
Ayudé a Rose a bajar y le di una palmada en el culo, como siempre. Luego me incliné sobre el guardabarros del vehículo para desenganchar la lanza. El caballo estaba agitado y movía la cola; yo le decía «So, chico, so». Entonces se me ocurrió una idea.
Le di tal hostia al caballo que pegó un brinco. Me tiré contra el guardabarros, me golpeé el hombro y armé un escándalo de mil diablos, como si el caballo me hubiera coceado. Salí quejándome y frotándome la zona dolorida.
Rose llegó corriendo y me cogió de un brazo mientras yo daba traspiés, medio doblado.
—¡Cariño, vida! ¿Te ha coceado ese penco de mierda?
—Justo ahí, donde tú sabes —gemí—. Nunca había sentido tanto dolor.
—¡Me cago en su madre! ¡Voy a coger una hoz y lo voy a destripar!
—No, no, déjalo en paz —dije—. El caballo no lo ha hecho con mala intención. Ayúdame a engancharlo otra vez para que pueda volver a casa.
—¿A tu casa? En tu estado no vas a ir a ninguna parte —dijo—. Vamos a mi casa y no discutas.
Le dije que oye, mira, no es necesario que te molestes tanto.
—Me voy a casa y me echaré con unas cuantas toallas frías en la entrepierna y...
—Te vas a quedar aquí y ya veremos lo de las toallas en cuanto vea el golpe. A lo mejor necesitas otra cosa.
—Escucha, cariño, escúchame —insistí—. Es demasiado íntimo. Es casi imposible que lo pueda arreglar una mujer.
—¿Desde cuándo? —dijo Rose—. Anda, deja de discutir. Apóyate en mí y vayamos despacio.
Obedecí. No podía hacer otra cosa.
Fuimos hasta la casa. Me ayudó a entrar en el dormitorio, me tendió en la cama y empezó a desnudarme. Le dije que no hacía falta que me lo quitase todo, porque me dolía precisamente la parte que cubrían los calzoncillos. Dijo que no era ningún problema y que me encontraría mejor si me desnudaba del todo en vez de quedarme en paños menores, y que dejara de meterme en sus cosas.
Dije que el dolor era cosa mía; ella contestó que bueno, que mis cosas eran sus cosas y que en aquel momento mandaba ella.
Se inclinó sobre la zona en la que había recibido la coz, o, mejor, donde fingía que la había recibido, alumbrándola con la lámpara para poder inspeccionarla mejor.
—Mmmmm —dijo—. No veo moraduras, cariño, ni rasguños.
Dije que bueno, que me dolía y bastante.
—No hace falta un golpe muy fuerte en esa zona para que duela cantidad.
—Veamos —dijo—, dime dónde te duele. ¿Aquí, aquí, aquí...?
Lo hacía con suavidad, tanta que no me habría hecho daño aunque me doliera realmente. Le dije que tocara un poco más fuerte para estar seguro. Así que apretó, apretó un poco más y me preguntó si me dolía aquí o allí. Yo soltaba un «¡oh!» y un «¡ah!» de vez en cuando. Pero no de dolor, precisamente.
Ya no importaba lo de Amy; quiero decir, que hubiera estado con ella aquella noche. Estaba tan dispuesto como siempre y, por supuesto, Rose no tardó en advertirlo.
—¡Eh, oiga! —dijo—. ¿Qué le pasa a usted, caballero?
—¿Por qué lo dices? —dije.
—Me parece que ha habido una recuperación casi total.
—¡Coño! Justo después de un golpe tan duro en la economía. ¿No te parece que deberíamos celebrarlo?
—¿Qué pensabas? Espera a que me quite la ropa y verás.
Después dormité un poco, no más de quince minutos, probablemente porque había descansado mucho durante el día y no estaba realmente fatigado.
Me despertó Rose pellizcándome el brazo. Noté el miedo en su voz.
—¡Nick! ¡Nick, despierta! Hay alguien ahí fuera.
—¿Qué? —murmuré dándome media vuelta—. Bueno, pues que se quede fuera. Seguro que no quiere entrar.
—¡Nick! Está en el porche, Nick. ¿Qué... quién puede ser?
—Yo no oigo nada —dije—. Será el viento.
—No... ¡Escucha! ¡Se oye otra vez!
Entonces lo oí: pasos suaves, cautos, de alguien que anda de puntillas. También distinguí un ruido sordo, como si arrastrasen algo pesado por la escalera.
—Ni... Nick. ¿Qué podemos hacer?
Me incorporé y dije que iba a coger la pistola y a echar un vistazo. Ella asintió, pero alargó una mano y me retuvo.
—No, cariño, mejor que no se sepa que estás aquí a estas horas. Las luces están apagadas y tu caballo desenjaezado.
—Solo echaré una miradita —dije—. Me esconderé.
—Pero pueden verte. Será mejor que te quedes aquí y no hagas ruido. Iré yo.
Saltó silenciosamente de la cama y fue a la otra habitación sin hacer más ruido que una sombra. Yo estaba un poco nervioso, naturalmente, preguntándome quién o qué estaría en el porche y qué tendría que ver conmigo y con Rose. Tal y como había encarado ella la situación, tomando la delantera y dejándome a mí en segundo plano, me tranquilicé bastante. Recordé lo que Myra pensaba de Rose: que era una individua timorata y tímida, dispuesta a asustarse de su propia sombra, y casi me eché a reír. Si se lo proponía, Rose podía plantarle cara a un lince. Quizá se había dejado sacudir por Tom, pero aquello era otra cosa: juego sucio.
Oí el ruido de una llave en la puerta de fuera.
Me levanté y me quedé sentado en el borde de la cama, listo para entrar en acción si me llamaba.
Esperé conteniendo la respiración. Oí un chasquido cuando Rose corrió el pestillo del cancel, y acto seguido escuché el agudo chirrido cuando la empujó. Entonces...
Era una casa pequeña, como ya he dicho, pero nos separaba una estancia de unos diez metros o más. A pesar de la distancia, lo oí: el boqueo, el sonido de su boca tragando aire asustada.
En aquel momento lanzó un grito. Gritó y maldijo de una manera que preferiría no oír nunca más.
—¡Nick, Nick! El hijo de puta ha vuelto. ¡Ha vuelto el cabrón de Tom!