Читать книгу 1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - Страница 19

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Eché mano de los pantalones, pero las perneras estaban del revés. Dada la situación de Rose, no quise entretenerme. No eran pantalones lo que yo necesitaba: el puerco de Tom había vuelto. Por el contrario, cogí la pistola seguro de que sí la necesitaría y corrí a la puerta.

Tropecé con una silla en la cocina y casi me estampo contra la pared. Me levanté y fui corriendo al porche. Allí vi lo que pasaba, y aunque la cosa estaba mal, no era tanto como había creído.

Lo que estaba allí no era Tom, sino su cadáver. Lo habían dejado en el porche, boca arriba, con la escopeta al lado. La barba le había crecido un poco, porque el pelo les sigue creciendo a los muertos durante un tiempo. Estaba cubierto de barro y en mitad del cuerpo tenía un enorme agujero rebosante de tripas. Tenía los ojos bien abiertos y miraban fijamente. La maldad había desaparecido de ellos, pero el miedo que había ocupado su lugar era mucho peor. Cualquiera que fuese el aspecto de la muerte, estaba claro que a Tom no le había gustado.

Os aseguro que no era un espectáculo agradable. No se habría llevado el primer premio en un concurso de tíos guapos. La parca había pintado a Tom Hauck con sus auténticos colores, y la verdad es que el retrato no era muy favorecedor.

La verdad es que no podía culpar a Rose por sentirse mal. Cualquier mujer habría hecho lo mismo si hubiera visto volver al marido a las tantas de la noche y en semejantes condiciones. Estaba en su derecho de armar un alboroto, aunque no solucionase nada ni me ayudase particularmente a pensar, lo que, obviamente, tenía necesidad de hacer y enseguida. La rodeé con un brazo e intenté calmarla.

—Tranquilízate, querida, tranquilízate. No es para tanto, aunque...

—Maldito seas, ¿por qué no lo mataste? —Me apartó de un empujón—. ¡Me dijiste que habías matado al hijo de puta!

—Y lo hice, cariño. No parece que esté vivo ahora, ¿verdad? No podría estar más muerto si...

—Entonces, ¿quién lo ha traído? ¿Qué cerdo bastardo lo ha hecho? Si cojo al hijo de puta...

Escrutaba a su alrededor con los ojos dilatados como si escuchara algo. Le dije que también yo quería atrapar al tipo y que no sabía por qué habían hecho aquello. Rose me respondió que cerrase la sucia bocaza.

—Cariño —le reproché—, esa no es forma de hablar. Tenemos que tranquilizarnos y...

—¡Allí! —gritó, señalando con el dedo—. ¡Allí está! ¡Ese es el hijo de puta que lo ha hecho!

Saltó del porche y echó a correr a toda hostia por la vereda que iba de la casa a la carretera. Su blanco cuerpo desnudo se perdió en la oscuridad. Dudé, preguntándome si no debería ponerme los pantalones, por lo menos; me dije que qué leches y eché a correr tras ella.

No sabía qué había visto Rose. Apenas podía ver nada, tan oscuro estaba, pero sí oí una cosa: el chirrido de las ruedas de un carromato y los cascos de un caballo por la vereda emparrada.

Seguí corriendo hasta que cesó el ruido y vi el blanco cuerpo de Rose. La oí volver a gritar y a maldecir, ordenando que bajara del carromato a quienquiera que estuviese en él.

—¡Baja, negro mamón! ¡Baja, muerto de hambre! ¿Cómo se te ha ocurrido traerme al hijo de puta de mi marido?

Señá Rose. Por favor, señá Rose. Yo... —Era la voz asustada de un hombre.

—¡Yo te enseñaré, hijo de puta! ¡Ya te enseñaré yo! ¡Te voy a despellejar ese culo negro hasta que se te vean los huesos!

Cuando llegué, intentaba frenéticamente soltar una correa de los jaeces. La aparté y ella me miró fuera de sí mientras señalaba con un dedo tembloroso al tipo que estaba junto al carromato.

Era tío John, el fulano de color del que ya he hablado. Estaba de pie, con las manos medio levantadas; en la oscuridad, sus ojos asustados parecían completamente blancos. Había apartado la mirada, naturalmente, porque a un tipo de color se le podía matar por mirar a una blanca desnuda.

—¡Él, él ha sido! —gritaba Rose—. ¡Él ha traído al hijo de puta, Nick!

—Venga, vamos, estoy seguro de que no pretendía ofender a nadie —dije—. ¿Qué tal, tío John? Hermosa noche.

—Gracias, señó Nick. Estoy bien, gracias. —La voz le temblaba de miedo—. Sí, tie usté razón, es una noche hermosa.

—¿Serás hijo de puta? —gritaba Rose—. ¿Por qué lo has traído? ¿Cómo se te ha ocurrido que podíamos querer a ese cochino bastardo?

—¡Rose! —grité—. ¡Rose! —Los ojos de tío John parecían electrizados.

—Por favor, señá Rose —dijo como si rezara.

Había visto mucho, mucho más de lo que le convenía, y estaba claro que no quería oír nada que pudiera lamentar. Rose volvió a zafarse y abrió la boca para gritar de nuevo: tío John se tapó los oídos con las manos. Sabía que no le convenía. Oía cosas y sabía que yo me daba cuenta.

—¡No aguanto más, Nick! ¡Matas al muy hijo de puta y ahora este bastardo nos lo trae!

Le di en toda la boca. Ella se giró, se me tiró encima y me clavó las uñas. La cogí del pelo, la levanté en el aire y le aticé dos leches, con la palma y con el dorso.

—¿Te has enterado? —dije dejándola en el suelo—. Ahora cierra el pico y vuelve a la casa o te daré la mayor paliza que hayas recibido en tu vida.

Se llevó la mano a la cara. Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda. Sufrió un escalofrío y quiso cubrirse con las manos, al tiempo que miraba asustada a tío John.

—Ni... Nick. ¿Qué... qué vamos a hacer?

—Anda, haz lo que te he dicho. —La empujé hacia la casa—. Tío John y yo arreglaremos esto.

—Pe... pero ¿por qué lo habrá hecho?

—Tampoco lo sé —dije—. Ahora, andando y no te preocupes por nada.

Vaciló y al momento echó a correr por la vereda. Esperé hasta asegurarme de que se había ido y me volví hacia tío John.

Le sonreí y él se esforzó por devolverme la sonrisa, pero le castañeteaban tanto los dientes que no pudo hacerlo.

—Bueno, no tengas miedo, tío John —dije—. No tienes nada que temer. Siempre te he tratado bien, ¿no? ¿No he hecho siempre lo mejor por ti?

—Sí, sí, claro que sí, señó Nick —respondió angustiado—, y yo siempre me he portado bien con usté, ¿verdá, señó Nick? ¿No es verdá? ¿No he sido un negro bueno para usté?

—Claro, claro. Tienes toda la razón.

—Sí, sí, señó Nick. Cuando los negros malos se meten en líos, yo voy y se lo cuento a usté. Si roban un pollo, o juegan a los dados, o se emborrachan, o hacen todo lo que hacen los negros malos, yo siempre voy a contárselo a usté, ¿verdá que sí?

—Claro, claro —dije—, también tienes razón en eso y no me he olvidado, tío John. Pero ¿qué harías en este caso?

Tragó saliva, se atragantó y ahogó un gemido.

Señó Nick, no diré nada de... de lo de esta noche. De verdá, señó Nick, no diré nada a nadie, así que déjeme ir y... y...

—Toma, claro que te dejo ir. No te estoy reteniendo, ¿verdad?

—¿Lo... lo dice de verdá, señó Nick? ¿De verdá no está cabreao conmigo? ¿Puedo irme a casa y tener la bocaza cerrada por siempre jamás?

Le dije que claro que podía irse, pero que yo me sentiría muchísimo mejor si me contara antes cómo se le había ocurrido traer el cadáver de Tom Hauck.

—Si no lo haces, a lo mejor empiezo a sospechar de ti. Puede que hasta piense que has hecho algo malo y quieres ocultarlo.

—¡No, qué va, señó Nick! Si yo no he hecho nada malo. Quería hacer una cosa buena y lo he hecho mal, tonto de mí, y... y... ¡Ay, señó Nick! —Se tapó la cara con las manos—. No me trate mal... Tío John no sabía na y... y... Por favó, no me mate, señó Nick. Por favó, no mate al viejo John.

Le palmeé la espalda y le dejé llorar un minuto. Le dije que sabía que no había hecho nada malo, así que no tenía por qué suponer que yo iba a hacérselo a él, pero que le estaría muy agradecido si me contaba lo que había pasado.

Usté... usté... —Apartó las manos de los ojos para mirarme—. ¿No va a matarme, señó Nick? ¿De verdá?

—Me cago en la leche, ¿me estás llamando mentiroso? —dije—. Venga, empieza a hablar, y solo quiero oír la verdad.

Me contó qué había pasado, por qué había devuelto el cadáver de Tom Hauck a la granja.

Fue más o menos como me había figurado.

Se había encontrado el cadáver a primeras horas de la noche, mientras cazaba zarigüeyas. Al principio, había pensado ir al pueblo para comunicármelo, pero como había tantos bichos por allí, creyó que lo mejor era llevarse el cadáver. Así que lo puso en su podrido carromato, junto con la escopeta, y se dirigió al pueblo.

Estaba a mitad de camino cuando se le ocurrió que a lo mejor no era conveniente que lo vieran llegar al pueblo con los restos; en realidad, podía perjudicarle. Mucha gente podía pensar que tenía razones sobradas para cargarse a Tom. A fin de cuentas, Tom le había dado una paliza de miedo y quería volverle a pegar si le echaba el guante otra vez. No lo pasaría muy bien mientras Tom andase por allí, así que no habría sido nada raro que lo hubiese matado. Además, como tío John era de color, ni siquiera podía contar con el beneficio de la duda.

Tom Hauck no tenía buena fama y la comunidad estaba hasta las pelotas de él, pero, aun así, habrían ahorcado a tío John. Tal como se concebía, el linchamiento era una especie de deber cívico, una manera más de tener en un puño a la población de color.

El caso es que el viejo tío John se había metido en un lío. No podía llevar el cadáver de Tom al pueblo, ni siquiera podía dejarse ver con él. Además, como Tom era blanco, tampoco podía tirar el fiambre a una zanja cualquiera. Tal como estaban las cosas, solo tenía una opción: lo único que aceptarían el fantasma blanco de Tom y el Dios Omnisciente en que le habían enseñado a creer. Llevaría el cadáver a su casa y lo dejaría allí.

—¿Verdá que no era mala idea, señó Nick? ¿Entiende por qué lo he hecho? Ahora sé que no ha estado bien, porque la señá Rose se ha puesto como se ha puesto y...

—Bueno, deja de preocuparte por eso —dije—. La señora Rose se ha alterado al ver muerto a su marido y, por cierto, con un aspecto muy desagradable. Le costará recuperarse, así que creo que lo mejor será trasladar el cadáver a otro sitio hasta que llegue el momento.

—Pe... pero usté dijo que podía irme, señó Nick. Usté dijo que le contase la verdá y...

—Sí, señor, es lo mejor que podemos hacer —dije—. Así que date prisa y dale la vuelta al carromato.

Se quedó donde estaba, la cabeza vencida, moviendo la boca como si quisiera decir algo. Sonó un largo pedorreo de truenos y luego brillaron la hostia de relámpagos que iluminaron su cara durante unos segundos. Tuve que apartar la mirada.

—¿Me has oído, tío John? —le pregunté—. ¿Has oído lo que te he dicho que hagas?

Vaciló, suspiró y subió al carromato.

—Sí, claro que le he oído, señó Nick.

Volvimos a la casa. Empezó a llover mientras cargábamos el cadáver de Tom. Dije a tío John que se guareciera en el porche mientras me vestía y no se mojara más de lo que ya estaba.

—Tendrás hambre —dije—. ¿Quieres que te traiga una taza de achicoria caliente? ¿Un panecillo? ¿Alguna cosa?

—De verdá que no, gracias. —Negó con la cabeza—. Seguro que la señá Rose no tendrá encendío el fuego a estas horas.

—Bueno, pues lo encendemos. Eso no es problema.

—Gracias, pero mejor no, señó Nick. No... No tengo nada de hambre.

Entré en la casa, me sequé con una toalla que me dio Rose y me sentí la mar de bien cuando me puse la ropa. Mientras me vestía, ella me cosía a preguntas: qué íbamos a hacer, qué iba a hacer yo y tal. Le pregunté que qué pensaba, si se sentiría segura mientras alguien supiera lo que tío John sabía.

—Bueno... —Se humedeció los labios, la vista apartada—. Podríamos darle dinero, ¿no? Entre los dos. Así... bueno, así no tendría ganas de hablar, ¿no te parece?

—Bebe de vez en cuando —dije—. Nunca se sabe lo que un tipo puede hacer cuando bebe demasiado.

—Pero él...

—Es un tipo muy creyente. No me sorprendería que rezara por nosotros.

—Mándalo a alguna parte —propuso Rose—. Móntalo en un tren y envíalo al norte.

—¿En el norte no podría hablar? ¿No se sentiría más libre de hacerlo estando lejos de nosotros que estando aquí?

Me reí, le hice una mueca y le pregunté de qué tenía miedo.

—Pensaba que eras una tía con el coño bien puesto. Al fin y al cabo, no te importó lo que le pasó a Tom.

—¡Porque odiaba al muy hijo de puta! Además, no es lo mismo con tío John, un pobre negro que se ha limitado a hacer lo que ha creído conveniente.

—Quizá Tom también hiciera lo que mejor sabía hacer. Me pregunto si no lo habremos superado nosotros.

—Pero... ¡Nick! Ya sabes cómo era ese bastardo.

Dije que sí, que lo sabía, pero que no sabía de nadie que hubiera matado a la mujer de Tom, ni que Tom se hubiera acostado con la prenda antes y después del hecho. Entonces me eché a reír y la corté antes de que me interrumpiera.

—Esta situación es bien distinta, querida —dije—, y tú eras consciente antes de que ocurriera. No lo has sabido después, así que dime, bueno, qué puedo hacer, puesto que no lo he organizado yo.

—Nick... —Me rozó el brazo un tanto asustada—. Lamento haber perdido la cabeza hace un rato, cariño. No puedo culparte por haberme hecho daño.

—No se trata de eso. Lo que pasa es que estoy un poco cansado de hacer cosas que todo el mundo sabe que voy a hacer, cosas que realmente se quiere y espera que yo haga, cosas por las que he de cargar con toda la responsabilidad.

Me comprendió; por lo menos dijo que lo comprendía. Me abrazó, estuvo así un rato y hablamos un par de minutos de lo que había que hacer. Después me fui, porque tenía toda una noche de trabajo por delante.

Hice que tío John se internara por los plantíos, unos cinco kilómetros detrás de la granja. Dejamos allí el cadáver de Tom, junto a unos árboles, y tío John y yo nos refugiamos donde pudimos, a unos metros de distancia.

Se sentó al pie de un árbol; las piernas le temblaban demasiado para sostenerle. Yo me coloqué a unos metros de él y abrí la recámara de la escopeta. Parecía limpia, lo suficiente para funcionar. Soplé un par de veces para asegurarme y la cargué con los cartuchos que había cogido de los bolsillos de Tom.

Tío John me observaba; en sus ojos se reflejaban todas las súplicas y plegarias del mundo. Cerré la recámara, apunté y él se echó a llorar otra vez. Fruncí el ceño un tanto irritado.

—Bueno, ¿por qué te pones así ahora? —dije—. Sabes que no tengo más remedio que hacerlo.

—No, señó, yo le creí a usté, señó Nick. Usté es distinto de los demás blancos. Yo creí todo lo que usté me dijo.

—Bueno, me parece que mientes, tío John —dije—, y me duele oírte. En la Biblia pone que mentir es pecado.

—También es pecao matar a la gente, señó Nick. Un pecao peor que mentir. Y usté... usté...

—Te voy a decir una cosa, tío John. Te voy a decir una cosa y espero que te tranquilice: todos los hombres matan lo que aman.

Usté... usté no me ama, señó Nick...

Le contesté que decía la puta verdad, la jodida verdad. Yo solo me amaba a mí mismo y estaba dispuesto a hacer lo que fuera. Tenía que seguir mintiendo, valiéndome de chanchullos, bebiendo whisky, jodiendo con tías y yendo a la iglesia los domingos con las demás personas respetables.

—Y aún te diré algo más —añadí—. Algo más sensato que todas las tonterías que he leído. Es mejor el ciego, tío John, es mejor el ciego que se mea por la ventana que el listillo que lo engaña para que lo haga. ¿Sabes quién es el listillo, tío John? Bueno, hay muchos: todos los hijos de puta que se vuelven cuando cae una moneda al suelo; todos los cabrones que van con los huevos por delante, con un dedo en el culo y otro en la boca, creyendo que no les pasará nada; todos los chulo putas que piensan que la orina se les volverá limonada; todas las almas cándidas hechas, al parecer, a imagen y semejanza de Dios y a quienes lamentaría profundamente encontrarme en una noche oscura, incluido tú, particularmente tú, tío John; la gente que se queda oliendo la mierda con la boca abierta y finge que se sorprende cuando le meten la boñiga. Sí, tú sabes lo que eres: apenas un pobre y viejo negro, porque eso es lo que dices tú, tío John. Pero ¿sabes qué digo yo? Yo digo que te den por el culo, que no tienes más remedio que ser lo que eres y que yo no puedo evitar ser lo que soy; y sabes jodidamente bien lo que soy y lo que va a ocurrir. Sabes rematadamente bien que no tienes amigos blancos. Debes saber condenadamente bien que no vas a tener ninguno porque apestas, tío John, y porque vas por el mundo pidiendo que te jodan bien jodido. ¿Cómo se puede tener un amigo así?

Le vacié los dos cañones de la escopeta.

Casi lo parto en dos.

1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida.

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