Читать книгу 1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - Страница 23
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ОглавлениеEl incendio se había declarado el viernes por la noche, y amanecía el sábado cuando llegué a casa. Me lavé a conciencia y me cambié de ropa. Fui a la cocina y empecé a prepararme el desayuno.
Myra apareció furiosa y echando pestes, preguntándome por qué cojones estaba levantado. Le conté lo del incendio, cómo me habían juzgado, y cerró la boca enseguida. No quería ser la mujer de un exsheriff más de lo que yo quería dejar de ser sheriff, y sabía que tenía que hacer algo sonado si no queríamos llegar a ese extremo.
Terminó de prepararme el desayuno, lo devoré y fui a darme una vuelta por el pueblo.
Al ser sábado, todas las tiendas estaban abiertas excepcionalmente temprano, y los granjeros que no estaban ya en el pueblo venían de camino. Paseaban por las aceras, aseados y con sus sombreros de fieltro negro cepillados, muy limpia la camisa de los domingos; el mono que llevaban había pasado de medianamente sucio a manifiestamente mugriento.
Sus mujeres llevaban papalinas almidonadas y batas de calicó o de guinga. La ropa de los críos —excepción hecha de los que estaban suficientemente crecidos para heredar prendas de los mayores— estaba hecha con tela de saco; en alguno que otro aún podía verse el letrero medio borrado. Hombres, mujeres y prácticamente todos los muchachos y chicas mayores de doce años mascaban y escupían tabaco. Los hombres y los muchachos se ponían el tabaco en la parte interior del labio inferior. Las mujeres y las chicas usaban palillos, varillas gastadas que hundían en las latas de tabaco y que luego se introducían por la comisura de la boca.
Deambulé entre los hombres, estrechando manos, palmeando espaldas y diciéndoles que acudieran a mí al menor problema que tuvieran. Dije a todas las mujeres que Myra había preguntado por ellas y que fueran a verla de vez en cuando. Acaricié la cabeza de los niños si no eran muy altos y les repartí monedas de uno y cinco centavos, según la estatura.
Por supuesto, anduve también con los del pueblo, buscando amistades como un loco y recuperando las que había perdido. No tenía la seguridad de que fuera a resultar mejor con ellos que con los granjeros y, por lo que tocaba a estos últimos, tampoco tenía ninguna certeza.
Por supuesto que todos eran la mar de agradables y ninguno se mostraba abiertamente hostil, pero muchos se comportaban con cautela y nerviosismo cuando les insinuaba algo relativo a los votos. Si yo sabía algo, era que un tipo que va a votarte no pierde mucho tiempo en darte su opinión.
Si intentaba hacer balance, me daba la sensación de que lo mejor que podía esperar era un empate aproximado con Sam Gaddis. Eso, como mucho, a pesar de todos los infundios que sobre él corrían. Si sobrevivía a los rumores, ¿cómo podía estar seguro de que no saldría vencedor en la carrera hacia el desempate?
Tomé galletas y queso e invité a los tipos con los que estaba hablando.
A eso de las dos tuve que ir al cementerio para el entierro de Tom Hauck. Como había un montón de gente para pasar el rato, no se podía decir precisamente que fuera una pérdida de tiempo.
Me arreglé con galletas y sardinas a la hora de cenar; también repartí entre los tipos con los que estaba hablando.
Cuando se hizo demasiado tarde para seguir trabajando, estaba tan hasta los huevos de hablar, tan cansado y deshecho, que me parecía que iba a reventar. Así que, en vez de irme a casa, me dirigí furtivamente a la de Amy Mason.
Entramos en el dormitorio. Me abrazó un minuto, algo fría e irritada, y de repente pareció cambiar de humor. Nos fuimos a la cama.
Todo fue más bien rápido, teniendo en cuenta lo cansado que estaba. Después, se me cerraron los ojos y me pareció que me hundía en un pozo negro y profundo y...
—¡Despiértate! —Amy me estaba zarandeando—. ¡Que te despiertes!
—¿Qué pasa, cariño? —dije. Amy insistió en que tenía que despertarme.
—¿No te parece un poco descortés que te quedes dormido como un cerdo en el estercolero mientras te estoy abrazando? ¿O es que quieres reservarte para tu preciosa Rose Hauck?
—¿Eh? ¿Qué? Por el amor de Dios, Amy...
—Rose ha ido a verte, ¿o no?
—Bueno, sí —dije—, por lo de la muerte y el entierro de su marido. Ella...
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué he tenido que enterarme por mi cuenta?
—Pero ¿por qué coño tendría que habértelo dicho? —pregunté—. ¿Qué tiene que ver con nosotros? Además, ya te conté lo que había entre Rose y yo, y no pareció molestarte.
Se me quedó mirando con los ojos chispeantes de rabia; de repente, me dio la espalda. En el mismo momento en que iba a rodearla con el brazo, se volvió hacia mí otra vez.
—¿Qué es eso que yo sé de ti y de Rose? ¡Cuéntamelo!
—Oye, cariño, yo...
—¡Responde! ¿Qué es lo que yo sé? ¡Habla!
Dije que había sido una equivocación involuntaria al hablar y que no había nada que contar. Evidentemente, ella no quería saber lo que había entre nosotros. Ninguna mujer que se acueste con un hombre quiere saber que otra también lo hace.
—Me refería a la otra noche —dije—. Ya sabes, cuando estuviste soltándome pullas de Rose y yo te dije que no había nada entre nosotros. Eso es lo que he querido decir cuando he dicho que ya sabías todo lo que había entre nosotros.
—Bueno... —Quería creerme—. ¿No me mientes?
—Toma, claro que no —dije—. Hostia, joder, ¿no estamos igual que cuando éramos novios? ¿No íbamos a irnos juntos en cuanto supiéramos qué hacer con mi mujer y estuviéramos seguros de que no quedaban indicios de los dos macarras que liquidé? Es así, ¿no? Entonces, ¿para qué iba a liarme con otra mujer?
Sonrió. Le temblaban los labios. Me besó y se acurrucó entre mis brazos.
—Nick... No la veas nunca más. Quiero decir, después de que vuelva a su casa.
—Te doy mi palabra —dije—. No voy a intentarlo siquiera. Te aseguro que no la veré, Amy, a menos que no tenga más remedio.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que es amiga de Myra. Antes de que mataran a Tom, Myra estaba siempre con que le echara una mano a Rose, y como a mí me daba pena, lo hacía. Será raro cuando deje de hacerlo de repente, sin esperar siquiera a que contrate a un bracero.
Amy calló un momento, pensando en lo que le había dicho. Después hizo un leve movimiento de cabeza.
—Muy bien, Nick, tendrás que verla... pero solo una vez más.
—Bueno, no sé si bastará —dije—. O sea, probablemente sí, pero...
—Una sola vez, Nick. Lo necesario para decirle que le conviene buscarse ayuda porque tú no vas a verla más. No —y me tapó la boca con la mano cuando quise hablar—, ya está decidido, Nick. Una sola vez y nunca más. Si me quieres, harás lo que te digo. Si no, me enfadaré mucho pero que mucho contigo.
Dije que de acuerdo, que así sería. Realmente, no podía añadir gran cosa, pero lo que pensaba era que Rose iba a poner algunas pegas y que podía meterme en un atolladero por no hacerle tanto caso como a Amy.
Amy no me dejaba salida, ¡maldita sea! Por otra parte, yo tenía tantas ganas de librarme de Rose como ella de conservarme, pero eso requería tiempo, y si no tenía, si solo podía ver a Rose una vez más...
—Nick, querido... sigo aquí.
—Sí —dije—, que me cuelguen si no me doy cuenta.
La abracé, la besé y la acaricié con mucho entusiasmo, pero, siendo franco, no era del todo sincero; no lo era porque estaba tan cansado que apenas podía mover un dedo.
Estaba muy cerca de urdir un plan, uno que no solo solventara lo de Rose sin que tuviera que verla más de una vez, sino que al mismo tiempo iba a remediar lo de Myra y Amy. Pero Amy hablaba y hablaba y el plan se desmontaba, cada pieza por su lado. Yo sabía que me iba a costar recomponer los pedazos, si es que alguna vez lo lograba.
—¡Nick! —Empezaba a cabrearse otra vez—. No habrás vuelto a dormirte, ¿verdad?
—¿Yo? —dije—. ¿Dormirme yo al lado de algo tan bonito como tú? Vamos, qué cosas tienes.
Me abrió la puerta ella misma. Estaba tan agotada que apenas podía mantener los ojos abiertos. Me escurrí por el pueblo y, creedme, el verbo exacto es escurrirse, porque estaba tan seco que ni saliva me quedaba para remojarme el gaznate.
Llegué al Palacio de Justicia y me quité las botas al pie de la escalera. Subí sigilosamente, llegué a mi habitación y me desnudé. Acto seguido, me metí en la cama, cuidando al máximo que no crujieran los muelles. Suspiré y pensé: «Señor, ¿cuánto durará esta cruz? Una ya jode lo suyo: ¿cómo coño voy a soportar este calvario?».
Rose me cogió por banda. Se me montó encima y sentí que le ardía el cuerpo.
—¡Hostia, Nick! ¿Por qué has tardado tanto?
Me esforcé por no quejarme.
—Oye, Rose —dije—, ahora no podemos. ¡Ya es domingo por la mañana!
—¡Pues que le den por el culo al domingo por la mañana! —contestó—. ¿A quién coño le importa qué día sea?
—Pero es que no está bien, no está bien fornicar el domingo por la mañana. Anda, piénsalo y verás que tengo razón.
Rose dijo que no quería pensarlo, que solo quería hacerlo.
—¡Vamos, hostia! —jadeó—. ¡Vamos! Ya te enseñaré yo si está bien o no.
La verdad es que no podía, os lo aseguro; al menos, creía que no podía. Supongo que me las ingenié para hacerlo solo porque el Señor me dio fuerzas. Él se dio cuenta de que yo estaba bien jodido, obviamente, porque si se percata hasta del gorrioncillo que cae, no tuvo más remedio que darse cuenta del apuro en que me encontraba yo.
Así que me dio fuerzas, supongo. No quiero parecer desagradecido, pero era lo mínimo que podía hacer.