Читать книгу Sodio - Jorge Consiglio - Страница 11

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En el instituto me encargaba de Ortodoncia. Quería juntar plata para instalar un consultorio con un par de colegas. Uno de ellos tenía contactos para conseguir prepagas. Nuestra idea era prosperar rápido y con el menor esfuerzo posible. En esa época, estaba asentado en una felicidad tan elemental que no me alcanzaba ningún revés: mi padre, en la costa, había condensado su pensamiento; ahora, para él, la comida, el pan concretamente, era metáfora de todo.

Buenos Aires me trataba bien. Nadaba dos veces por semana, compraba comida hecha y dormía estupendamente. Había una pileta en la calle Paraguay que me quedaba de paso. Cuando salía de entrenar, tomaba un café en un barcito de Azcuénaga y entraba relajado –con el ambo sobre el cuerpo y olor a coco en el pelo− al instituto. Todo era simple en mi existencia; la logística de los días me resultaba placentera. Cumplía ocho horas frente al sillón, pero ni lo sentía. Cada tanto, cruzaba al estacionamiento del Clínicas y fumaba como un gran señor. La brasa del cigarrillo se volvía un punto rojo y yo pensaba en lo bien que me estaba saliendo todo. Las personas, que iban de un lado a otro en la calle, parecían sensatas y metidas en sus asuntos. De alguna manera, ese automatismo las preservaba; sin embargo, la resolución que mostraban en su andar se esfumaba apenas abrían la boca en el consultorio.

Mi momento preferido del día era el atardecer. Fumaba el último cigarrillo y, no sé si porque ya me faltaba poco para irme a casa, sentía que el aire se volvía cortante y definitivo.

Sodio

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