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Un día, Raisa, la hermana de mi antiguo amigo Kreimer, se presentó en el instituto. Hacía más de una década que no la veía. Había llegado a mí por recomendación de un conocido. Ortodoncistas como vos hay pocos, me dijo. Tenía una dentadura perfecta, pero quería corregir un diastema casi imperceptible. De un momento a otro, nos sentimos cómodos. Hablamos de Mar del Plata y de Ariel, mi compañero, que ahora era dueño de un negocio en la avenida Luro. Ella, en cambio, se había dedicado al piano. Acababa de llegar de Europa. Por lo que contó, seguía la técnica de Mendelssohn: tocaba con las muñecas alzadas para lograr un sonido redondo. Conservaba la misma mirada –la atención no coincidía con el objeto enfocado por los ojos− que yo había registrado la primera vez que la vi. Al igual que los peces, casi no pestañaba. Tenía boca grande y sonrisa gingival. El turno que había tomado era el de las 12.30, el último de la mañana; después yo hacía un receso para almorzar. No pude resistirme y la invité a la cafetería, no quería interrumpir el flujo de la charla. Aceptó antes de que terminara de hacerle la propuesta.

*

Raisa –llevaba el pelo planchado y las uñas pintadas de rojo cereza– cuando hablaba, sonreía. Disfrutaba los Preludios de Chopin –dijo que era el pianista más revolucionario y el más clásico− y los paisajes tropicales. Por esa razón –porque últimamente había decidido organizar su vida de acuerdo al placer− había aceptado dar una clínica musical en dos ciudades de Brasil. Nos despedimos. Me quedó una sensación de frescura en el cuerpo. El mar, dije en voz alta. Pensé en Brasil. En mi última visita, una bahiana me había adivinado la suerte. Yo no había entendido el idioma, un portugués hermético, ni las predicciones. Oché: sangre en las venas. Usted no tiene destino, había dicho la mujer para despedirme.

Caminé hasta Pueyrredón y compré un atado de Marlboro. La humedad –eran exactamente las 14.10− hacía de Buenos Aires un pantano. En la puerta del instituto, me sumé a una rueda de fumadores, había colegas y personal administrativo. Estaban cerca de uno de esos ceniceros metálicos de pie. Con el cigarrillo entre los dedos, dije algo sobre el clima y largué una columna de humo hacia al cielo. Imaginé a Raisa frente al piano y, con algo que no sé si llamar intuición o capricho, percibí que esa mujer, a diferencia del resto del mundo, tenía un finísimo registro de sí misma y de su prójimo.

Sodio

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