Читать книгу Sodio - Jorge Consiglio - Страница 15

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La tercera vez que Raisa vino al consultorio, me invitó a uno de sus conciertos. Es algo chico en el Colegio de Escribanos, aclaró. Y se miró las manos como si fueran alhajas. Agendé la cita: miércoles a las diecinueve. Esa tarde, en la sala del Colegio de Escribanos, Raisa se sentó al piano con displicencia. Nada de lo que pasaba le importaba demasiado: ni la luz cenital, ni el público, ni el presentador. Yo me había puesto un traje moderno que usaba en contadas ocasiones y me dio la sensación de que todos me miraban. Al final de la función, cuando me acerqué a saludar, me encontré con Abel Kreimer, que me abrazó con mucho cariño. Los vínculos de la infancia suelen ser eternos: a los diez minutos habíamos recuperado la intimidad. Me dijo que se iban a La Biela a tomar una copa y, nobleza obliga, me invitó. No nos podés decir que no, exigió y le temblaron las mejillas. Nos sentamos al lado de una ventana por la que entraba el olor de la plaza. Pedí un Martini seco con aceituna –copa que había visto en la escena de alguna película− y otra vez me sentí el centro de las miradas. Éramos cinco en dos mesitas redondas. Uno de los tipos, creo que era un director de orquesta o algo así, empezó a hablar de la importancia de la mano izquierda en las composiciones de Schönberg. Todo lo que decía me parecía estúpido.

Raisa estaba silenciosa e inmóvil, a mil kilómetros de distancia. Tenía los ojos clavados en el ombú de Quintana, lo usaba como punto de apoyo de algún pensamiento, y dejaba que el pelo le cayera sobre la cara. En ese momento, vi algo que me llamó la atención: en su cuello de valquiria latía una arteria. Y ese dinamismo tan callado, tan recóndito que ni ella misma notaba, se me presentó como una invitación, un llamado, algo extraordinario a lo que debía responder con velocidad y elegancia.

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