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Mi padre trabajaba en un banco. A la semana de aquel episodio, pidió el traslado e, insólitamente, le salió enseguida. Antes del año, estábamos en Mar del Plata, en un chalet a diez minutos del puerto. La realidad no se predice, le gustaba decir a mi viejo. Yo tenía 11 años y estaba desesperado: cambiaba de escuela. Repito: cambiaba de escuela. Además, los pies me habían crecido una barbaridad –ahora calzaba 43− y mi hermana Emi no hacía más que hablar de las cosas que se perdía de vivir.

En la costa, mi viejo fue otro. Se dejó una barba que le enmarcaba la boca y le resaltaba los ojos. Era un Conrad de cabotaje. Nos llevaba a la escuela en auto. A primera hora. Todas las mañanas. Yo viajaba adelante; mi hermana, callada, ausente, en el asiento de atrás. Teníamos una rural bordó con paragolpes de metal. A mi derecha, indefectiblemente, se abría el mar con su inmensidad. Durante aquellos viajes, escuchábamos la radio como si fuera un rito. Del parlante salía una mezcla de música, voces y ruido. Siempre pasaban las mismas canciones. Era una de las pocas felicidades del día: el consuelo de la repetición. Con sus compromisos comerciales, las emisoras certificaban nuestra estabilidad emocional.

*

Iba a una escuela que de afuera parecía una fábrica. Miraba a mis compañeros desde una enorme distancia; desde una nube. Yo estaba fijo en el pasado, en un pasado a mi medida, diseñado con todo lo necesario para perdurar. Me entusiasmaba la idea de la reedición de mis mejores momentos. ¿Por qué no podría suceder? Hay un modelo cosmológico: el universo es cíclico; mi vida no sería una excepción. Pensaba: Todo es cuestión de tiempo. Uno se entusiasma con lo que puede. Me decía: Hay que estar a la altura de las circunstancias. La cabeza se me iba en todas las clases; en particular, en la de matemática y en la de física. Las mañanas corrían lánguidas y yo pensaba en cualquier cosa. Mi rescate era el recuerdo de ese tiempo en el que, ahora me enteraba, había sido feliz.

Teníamos gimnasia los martes a las tres. Íbamos a un club del centro. La escuela terminaba a la una y yo me refugiaba en uno de los bares de la ciudad que se llamaba “El pasillo”. Estaba frente al Hotel Provincial. El mozo, un tal Nelson, había sido doce años guardavidas de La Perla. Un día se compadeció –mi cara de desolación habrá sido evidente– y me invitó a entrenar. Venite al natatorio, dijo. Usó esa palabra: “natatorio”. A la semana, empecé: lunes, miércoles y viernes de 16 a 18.

Nadaba crol y espalda. También, trabajé la patada de mariposa. De un día para otro, me transformé en deportista, que es igual de absurdo que convertirse en astronauta. Lo sentía al caminar, cuando movía los brazos o giraba la cabeza. La pileta me dio más de lo que esperaba. Salía con la sensación de haber visitado el paraíso. El agua era algo difícil de entender. Se presentaba como una irrealidad.

Nelson me miraba cuando yo pataleaba. Decía que tener los pies grandes me daba velocidad. Antes de que terminara el año, me había anotado en tres torneos; dos los gané y en el tercero salí segundo. Mi madre, en esa época, se teñía el pelo de rubio platinado. En las carreras, cuando sacaba la cabeza para tomar aire, distinguía su melena blanca en medio del público. Era un faro. Me distraía y orientaba al mismo tiempo.

Sodio

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