Читать книгу Sodio - Jorge Consiglio - Страница 18
ОглавлениеEn el agua, el cuerpo no pesa. Con la octava brazada se activa algo y el nadador entra en estado primordial. Cuantas menos cosas me unan a lo corriente, más fuerte va a ser la experiencia, pensé. El alumno de Del Vecchio –Toni, Cuti o Facu− organizó la salida: consiguió el guía y procuró los equipos. Flamantes, profesionales. Nos encontramos en un bar, frente a la estación del Mitre, en Tigre. Era una noche fría de otoño. El coordinador discutía con la imagen que yo tenía de un buzo. Gordo, pelado, un poco bizco. Pidió una tónica y se puso a hablar. Algo quedó en claro: lo que íbamos a hacer era muy peligroso –una verdadera locura− y no se hacía responsable por lo que nos pudiera ocurrir. En este punto, giré la cabeza y le hice un comentario a la persona que tenía al lado. Era una mujer. Hay cosas que uno tendría que esquivar, comenté. Ella –cuarenta años, nariz aguileña− respondió con un gesto. Pensé: Cada uno escucha lo que quiere. Tenía un pañuelo estampado en la cabeza.
Nos trasladamos en dos camionetas hasta un recreo. Atravesamos un descampado y entramos a un galpón lleno de pertrechos náuticos. Nos pusimos los trajes de neoprene; el frío en ese lugar era terrible. Después subimos a una lancha que navegó por el Capitán. Iba a la deriva o, al menos, eso parecía. Fueron cuarenta minutos por esa intemperie: mi reloj de cuadrante flúo era espléndido. Arriba, tres estrellas. Tres o cuatro. Nadie decía palabra. La clausura era absoluta: el ruido del motor y las plantas, un contorno en la oscuridad, cortaban el aliento. De golpe, se oyó un pájaro y se movieron unas ramas. Fue la señal. La lancha obedeció y se detuvo. Nos calzamos los tanques y las máscaras. Había olor a río, a perro, a gasoil. El coordinador hizo una seña y nos tiramos al agua. Medio desesperados, nos atamos las muñecas con una soga larga, quedamos enlazados como cuentas de un rosario. Buceamos en absoluta oscuridad. Eso no se puede narrar. Era una ebullición. Borboteos, sonidos de succión: el barro se pegaba a los trajes, a las antiparras, a todo. Cada tanto nos rozaba una lengua: peces, babas, reptiles, la más cerrada incertidumbre.
El mundo es irremediablemente caótico, tiende a la divergencia. Pero cuando se altera cualquiera de sus variantes, se dispara la ilusión de que todo puede destruirse y organizarse otra vez de acuerdo a un sistema armónico. Eso me pasó con aquella ceguera brutal. Fueron unos minutos −quince, veinte−, pero algo me quedó. No sé cómo llamarlo. En adelante, aprendí a vivir con esa dicha en el corazón.