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Una multitud de cinco personas. Eso éramos, ni más ni menos. En River había un tipo, Dani Russo, la reencarnación de Del Vecchio pero pelado −mismo perfil, misma actitud− que trabajaba de guardavida. Un día me vio en el agua y se acercó bamboleando los brazos. No hablaba, daba órdenes: la cultura física va de la mano con lo castrense.

Excelente estilo, dijo. Y movió las cejas dando a entender que después, cuando yo terminara, quería hablar conmigo. Tardé: en esa época, entrenaba el mayor tiempo posible, pero Russo era obstinado y me esperó en el banco del vestuario. Revisaba planillas: tenía alma de síndico; con una Bic punteaba cifras, cada tanto negaba con la cabeza como si los números no le cerraran. Exudaba cloro. Definitivamente, era un nadador de interiores. Su propuesta era sencilla: armar lo que él llamaba una brigada de entrenamiento. Tres mujeres y dos varones. Yo sería el quinto. Se cierra con usted, aclaró. No tutearme era señal de disciplina. Para él, solemnidad y obediencia eran la misma cosa. La luz artificial rebotaba en la piel de su cráneo. Llevaba un silbato amarillo colgado al cuello. Arrugó la frente y se frotó la nariz. ¿Fuma?, preguntó. No esperó respuesta. Más le vale que deje ya mismo. Me reí en su cara. Me habló del rendimiento. Volví a reírme en su cara.

*

Empezamos a entrenar un sábado a la mañana. El cielo no ayudaba; mi ánimo tampoco, pero el grupo me rescató. Cuatro personas: un varón, figura de peltre, y tres mujeres jóvenes que promediaban los veinticinco años. Las caras, redondas; las narices, respingadas. Tres versiones de lo mismo. Su edad no las excluía de nada, estaban siempre apuradas, como si se les hiciera tarde para llegar a algún lugar. Se insultaban cariñosamente y a cada rato. Eran pálidas, firmes, nada frágiles. Se movían como si fueran reinas.

Un día organizaron una salida. Un viernes. No, un viernes no, un jueves. Fuimos a Palermo, a un lugar en la calle Gorriti. Russo avisó que no llegaba y hubo alivio general. La mesa que reservaron –baja, ovalada− estaba en un patio grande con una higuera. Las chicas fueron puntuales. Llegaron con anillos, vestidos al cuerpo, eléctricas. Me sentí cómodo de entrada: todos fumaban, los cuatro, incluso la figura de peltre. Dentro del bar, un tipo alto pasaba música. Tenía puesta una remera negra que decía Descarga.

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