Читать книгу Sodio - Jorge Consiglio - Страница 21

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Un día, siguiendo un mal consejo, compré un canario. Hice lo que indicó el criador: puse la jaula en un lugar seco y luminoso, a resguardo de temperaturas extremas. Por la mañana, el pájaro cantaba orientado hacia el Este, con los ojos negros y minúsculos clavados en la distancia, como si estuviera ciego. Cuando se me ocurría dormir hasta tarde, le tapaba la jaula con un trapo, pero igual su actividad seguía siendo frenética. Saltaba de la percha al bebedero y del bebedero a la percha, comía, se sacaba los piojos. La oscuridad no lo tranquilizaba; al contrario, parecía ponerlo nervioso. Hacía un ruido rarísimo con el pico.

Pasaron dos meses y no aguanté más. Lo quise regalar: el rechazo de parientes, vecinos y amigos fue unánime. No supe qué hacer. Soy un tipo afectivo, pero necesitaba resolver el asunto rápido y de la mejor manera. Ya no soportaba más limpiar la bandejita, cambiar el agua y barrer el alpiste. Un lunes de octubre tomé la decisión. Abrí la ventana y alenté al pájaro para que se fuera. Planeó hasta una medianera, miró el cielo –su cabeza amarilla giró de izquierda a derecha− y, con un impulso eléctrico, se largó a volar: su cuerpito amarillo desapareció entre los edificios. Comenté el asunto en el instituto con otros dentistas y me criticaron como si fuera un asesino. Me dijeron que los canarios nacen y viven en cautiverio, que cuando están en libertad se mueren de hambre o se los comen los gatos. No pude imaginar peor destino para el pobre animal y me sentí culpable por un tiempo.

Sodio

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