Читать книгу Sodio - Jorge Consiglio - Страница 9

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Un día falté a la escuela. Me compré unas pastillas Halls de menta, un paquete de Derby y un encendedor. No había fumado en mi vida, pero creí distinguir en los que lo hacían una resolución absoluta y pensé que si los imitaba podría alcanzarla. Los fumadores sabían qué era lo que querían. Y, sobre todo, cómo lograrlo. Había una destreza en el movimiento de sus manos. Era un acto que expresaba manejo del placer: distinción, gracia, administración del tiempo, resolución o, más precisamente, autonomía.

Prendí mi primer cigarro frente al mar. Dos pitadas y lo tiré. Me pareció espantoso. Sentí gusto a metal y a tierra al mismo tiempo. La frustración fue tan grande que descarté el paquete y pensé que lo que acababa de sufrir era una muestra de mis limitaciones; al fin y al cabo, un rasgo de personalidad. Soy flojo, me dije. Lamenté el hallazgo profundamente.

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Con desesperación, volví a nadar. Tuve la certeza de que esa actividad me iba a hacer bien o, mejor dicho, que era la única ocupación que podía ofrecerme algún beneficio. Nelson habló con mis viejos y me anotó en una competencia provincial. Entrené todos los días. Me sentía más grande que el mundo que me contenía. Yo, con mis discretas habilidades, manejaba las cosas a mi antojo, y esa experiencia me confirmó en un rumbo. Incierto, es verdad, pero rumbo al fin.

El segundo martes de junio, Abel Kreimer, un compañero de colegio, accedió a explicarme trigonometría: yo estaba más perdido que nunca. Saqué fuerza de donde pude y fui a su casa, que era muy lujosa: tenía fondo y pileta. Creo que el padre trabajaba en astilleros o incluso él mismo era dueño de uno. Entré, y lo primero que vi fue una chica que tocaba el piano como los dioses en un living inmenso. Al rato, me enteré de tres cosas. Una: era la hermana menor de Kreimer. Dos: tenía un nombre excéntrico, Raisa. Tres: practicaba una Fantasía de Schumann.

Con Kreimer nos pusimos a estudiar en la mesa de la cocina. No duramos mucho, cualquier cosa nos distraía. Salimos al jardín y nos tiramos al sol. Raisa también había abandonado su tarea. Ahora fumaba sentada en el pasto. Mi amigo me convidó un Marlboro y le dije que sí. El destino me ponía a prueba y esta vez no podía fallar. Agarré el cigarrillo entre el índice y el mayor y esperé a que me lo encendiera. Disimulé el asco todo lo que pude. El humo me raspó la garganta y bajó hasta los pulmones. Supe que no quedaba otra: había que insistir. Pensé que, más allá de lo que se diga, los vicios son, definitivamente, triunfos de la voluntad.

Sodio

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