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Tenía una ceja más gruesa que la otra. Y cuando el asunto era grave, la arqueaba. Con ese gesto –distinguido a primera vista– subrayaba su inteligencia y, casi sin proponérselo, su autoridad. Amanda, mi madre, era imbatible. Se plantaba rígida, con la frente en alto, y miraba desde su torre. Entonces, nosotros, para esquivar su terrible atención, nos ocupábamos de cualquier asunto; mi padre, por ejemplo, tosía, se mordía una uña o se frotaba los ojos como si de golpe tuviera sueño. Improvisábamos estrategias con cierta resignación: por anticipado, nos sabíamos vencidos.

Amanda era dentista –odiaba la palabra odontóloga– y trabajaba en dos dispensarios. En uno atendía a chicos, pero su interés estaba en otro lado. Le apasionaba la Segunda Guerra Mundial. Y cuando tenía tiempo –por lo general, en verano, en las larguísimas tardes de verano−, pintaba bastidores con acuarela. Como todos, era contradictoria: amaba la cultura física, pero no movía un músculo. Valoraba más el esfuerzo que el talento. Por nada del mundo admitía la posibilidad del error. Se enojaba todos los días, rigurosamente. No gritaba ni hacía escándalo. Clavaba la mirada con esas cejas desparejas que tenía. Era un gesto severísimo. Daba a entender que no era ella la que desaprobaba, sino algo anterior a su juicio, que no aceptaba réplica.

*

Construyeron una muralla a nuestro alrededor. Afuera, el mundo era imprevisible, hostil. Con Emi, mi hermana, no nos quedó otra alternativa que organizar una vida puertas adentro, y creímos en eso con resolución. La palabra clave era autonomía. Nos divertíamos como locos con juguetes simples –cada uno tenía los suyos− y compartíamos el espacio; de esta manera, esquivábamos la soledad. Así, sin proyecto, casi sin darnos cuenta, nos volvimos dueños de casa. Teo nos cuidaba. Era angosta de hombros y se reía de todo. La recuerdo feliz, y esa particularidad −su aire despreocupado− también nos formó. Mi hermana y yo somos lo que somos por nuestros padres, pero también por Teo. Preparaba tartas de verdura: zapallo y espinaca. Después, nos servía un bol de arroz con leche. Mi hermana lo rechazaba siempre. A mí me daba lo mismo comer una cosa que otra. Teo jamás nos retó. Era la persona más buena que conocí en mi vida. Su actitud clásica: beso en la cabeza. A veces, mirábamos televisión con ella, programas infantiles. Teo se reía a carcajadas. No le gustaban las bebidas calientes. Las tardes de invierno, se paraba frente a la ventana de la cocina −la mirada fija en un punto− y soplaba con delicadeza su té digestivo.

Un verano –yo tendría unos 10 años– mis padres nos anotaron en un club a mi hermana y a mí. Nos resistimos, pero fue en vano: nos dejaban a la mañana y nos pasaban a buscar a la noche. Exhaustos, muertos de hambre. Cambio radical: ahora el mundo –el intercambio con el mundo− era clave para nuestro desarrollo físico e intelectual. ¿A quién discutirle? Las palabras de los mayores suelen funcionar como mandatos. Hagan caso, gritaron. Las clases de natación las daba un hombre parecido a un buey. Se llamaba Leonardo Del Vecchio, como el millonario italiano. Andaba en una Gilera 200 y se ponía cascos con visera y camperas de cuero.

Los fines de semana, Del Vecchio solía irse en moto a la costa con algún amigo. Una vez él y uno de sus acompañantes pararon en Dolores. Comieron asado a la sombra de un sauce. Después, metieron la nuca bajo un chorro de agua. Tomaron aire y siguieron camino. En el kilómetro 249 empezó a fallar una de las motos. El desperfecto fue insalvable, se interrumpió el viaje. Pasaron la noche a campo abierto. El repuesto llegó a las 10 de la mañana del día siguiente. Del Vecchio era meticuloso con sus relatos. Y ese exceso, la abundancia de detalles, los hacía inolvidables. Escucharlo era una experiencia única. Lo cotidiano, para él, era excepcional. En eso radicaba su secreto. Del Vecchio: narigón, patilludo, cara de prócer, San Martín en los billetes de cinco pesos.

Sodio

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