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VI

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Dos días más tarde, el mismo en que recibió respuesta de la Secretaría de Indias, indicándole que don Juan Rodríguez de Fonseca lo recibiría a las diez del día siguiente de la festividad de Todos los Santos —fecha en la que se recordaba a los fieles difuntos y se elevaban por todas partes oraciones y plegarias por la Benditas Ánimas del Purgatorio—, María Vidaurreta le permitió que la acompañara, mientras iba hasta el Patio de Carranza, adonde llevaba un par de camisas y un jubón a los que había bordado una cruz de la Orden de Santiago.

El jueves pasearon por los puestos del mercado y, aunque María ya sabía que el hombre que la cortejaba era marino y eso no le gustó —era mujer de tierra adentro—, permitió que siguiera acompañándola. La atraían sus formas de comportarse y, pese a que Elcano estaba todavía muy lejos de recuperar su fortaleza física, después de las penalidades y padecimientos sufridos a bordo de la Victoria, se sentía segura cuando caminaba a su lado.

Al instalarse la Corte en Valladolid habían acudido a la ciudad, además de importantes nobles, altos personajes y los cada vez más numerosos funcionarios que atendían a las crecientes necesidades del Estado, muchos pícaros, ladrones, delincuentes y gentes de malvivir. También la mancebía acogía a un número creciente de prostitutas, además de las cantoneras que ejercían por su cuenta, saltándose las estrictas normativas por las que se regía el prostíbulo.

Elcano se acercó al tenderete del pergaminero y tuvo que aguardar a que terminase con un cliente que había acudido acompañado de su esposa, que se mostraba melindrosa y no se decidía entre los pliegos de papel y los pergaminos. Cuando finalmente se decidió por estos últimos y el marido, que era calatravo, según podía deducirse de la venera que lucía en su pecho, efectuó el pago, aún estuvo a punto de arrepentirse y deshacer la compra.

—Un cliente complicado —comentó Elcano cuando los vio alejarse.

—La complicada es ella —señaló el comerciante mirando de reo- jo a María y esbozando una sonrisilla—. Tengo aquí el encargo de vuesa merced. Las vitelas son excelentes y la unión está hecha con tanto esmero que parecen una sola pieza. No verá muchas como estas. ¡Mirad que tacto! —exclamó al tiempo que se las mostraba—. ¡Qué suavidad!

Aquel sujeto era un vendedor nato, pero no era menos cierto que las vitelas eran de excelente calidad.

—¿Son de cordero?

—¡Naturalmente! Ni las de cabrito ni las de becerro pueden tener este tacto. ¡Palpad, palpad! ¡Es tan suave como los pechos de una moza casadera! —Miró con el rabillo del ojo a María y vio que se sonrojaba—. ¡Habéis hecho una buena adquisición! Si os parece bien, peso los pigmentos.

Con una balanza de precisión, como las de los joyeros y los vendedores de especias, fue pesando aquellos valiosos polvos que echaba en unos cucuruchos de papel. Puso especial cuidado a la hora de pesar el lapislázuli.

Elcano pagó los siete ducados pendientes y tuvo que reclamar las dos plumas de ganso y la de faisán que habían entrado en el trato.

Se despidió del comerciante y apenas se habían alejado unos pasos cuando María le preguntó:

—¿Para qué queréis todo eso? ¿También sois pintor?

Elcano dudó si responderle, pero pudo más el corazón de un enamorado que hacía méritos para alcanzar su objetivo.

—Son para un cartógrafo. Quiero que me confeccione un mapa, pero tengo que aportar los materiales…, además de pagarle el trabajo.

Dejó a María en la esquina de la calle de la Sierpe. Se negaba a que la acompañase hasta la puerta de su casa. En la vecindad ya habían comenzado las habladurías y no deseaba que algunas vecinas trabajaran con la lengua más de lo que ya lo hacían.

Aguardó hasta que la vio entrar y sólo entonces encaminó sus pasos hacia la casa del cartógrafo. La localizó rápidamente. La puerta, gruesa y reforzada con tiras de metal, estaba cerrada. En el centro, un pesado aldabón con forma de mano que apretaba una bola.

Golpeó con fuerza, pero no obtuvo respuesta. Al llamar una segunda vez lo hizo con menos intensidad. Tampoco nadie respondió. Empezó a dudar que fuera la casa de Reinel y se disponía a llamar una tercera vez cuando un pequeño crujido en la madera y el chirriar de unos goznes poco engrasados le indicaron que abrían la pesada puerta. En el umbral apareció una mujer con el pelo canoso y peinado muy tirante para recogerlo en un moño en la nuca. Llamaba la atención un lunar grande en la mejilla y la abundante pelusa que cubría su bigote. Era mujer entrada en carnes y vestía de forma poco elegante.

—Buenos días nos dé Dios, señora. —La saludó quitándose el bonete.

—¿Qué queréis? —preguntó ella con cara de pocos amigos y sin tomarse siquiera la molestia de saludar.

Todo apuntaba a que aquella visita era inoportuna.

—¿Está vuestro esposo en casa?

—¿Quién pregunta por él?

—Mi nombre es Juan Sebastián Elcano.

La mujer, con cierto descaro, lo midió con la mirada.

—¿Vuesa merced…, vuesa merced es el que regresó en el único barco de la escuadra que mandaba don Fernão da Magalhães?

—Ese soy yo.

Su desdén se suavizó algo.

—Pasad. Avisaré a mi esposo.

La vivienda era modesta, pero podían percibirse algunos detalles —el velón de ocho picos y un bargueño finamente labrado—, que señalaban la posición desahogada de sus moradores. Los cartógrafos eran gente que recibía una importante remuneración por realizar un trabajo que requería muchos conocimientos y una notable especialización.

Doña Constanza —era el nombre de la esposa de Reinel— le indicó que aguardase en una pequeña sala a la que entraba luz de la calle a través de una ventana fuertemente enrejada. Un cuadro que colgaba en la pared mostraba una imagen de san Antonio; era de buena factura y señalaba el origen lusitano de quienes vivían en la casa. El lienzo estaba renegrido.

La espera fue breve. El cartógrafo debió dejar lo que estaba haciendo porque apareció limpiándose los dedos con un paño cuyo color era difícil de determinar. Tenía las manos, muy finas y huesudas, manchadas de tinta.

—¿Os ha ofrecido mi esposa algún refrigerio?

—No es necesario. Sólo he venido a traeros el material.

Reinel miró la vitela que Elcano tenía en sus manos y, al cogerla, palpó su suavidad.

—¿Dónde la habéis conseguido? —preguntó interesado.

—En un mercado que se celebra los jueves, en la plaza de los Leones.

—¿Quién vende vitelas como esta?

—Un pergaminero de Tordesillas. La ha traído por encargo.

El cartógrafo la examinó más detenidamente.

—¡Es extraordinaria! Son dos vitelas. Quien las ha unido conoce bien su oficio. Hay que tener el ojo muy fino para descubrir la unión.

—Eso explica el elevado precio que he tenido que pagar por ella. ¡Sabed que ha sido mucho dinero!

—No me extraña. Vitelas de esta calidad no se encuentran fácilmente. ¿Cuánto…, cuanto os han costado?

—He pagado catorce ducados. En esa suma también entran los pigmentos. Os diré que el azul es de lapislázuli.

Reinel exclamó sin ocultar su sorpresa.

—¡Azul lapislázuli! ¡Vale una fortuna!

—Aquí tenéis otros pigmentos para obtener tinta roja, amarilla, negra… También os he traído las plumas. Dos de ganso y una de faisán.

—¿Dónde habéis dicho que está ese pergaminero?

—En el mercado de la plazuela de los Leones.

El cartógrafo tomó nota mentalmente de aquel lugar.

—Venid conmigo, por favor. Os mostraré donde trabajo.

Salieron a un patio al que en verano daba sombra un hermoso laurel. En un rincón asomaba el brocal de un pozo y enfrente se alzaba una crujía que ocupaba el fondo y era el taller de Reinel. Se trataba de un espacio amplio y con buena luz. Había dos mesas de gran tamaño y sobre una de ellas trabajaba un joven que interrumpió su tarea. Eran pocos los que entraban en aquel sanctasanctórum.

—Jorge, este caballero es Juan Sebastián Elcano.

El marino saludó al joven cartógrafo.

—Señor, es todo un honor conoceros.

Allí trabajaban el padre y el hijo rodeados de frascos de tinta de diferentes colores y plumas de dibujo. En una de las paredes había dos baldas donde podían verse una veintena de libros. Estaban el Almagesto, la Geographia y el Tetrabiblos, las grandes obras de Ptolomeo. También había un ejemplar de La faz de la Tierra de Ibn Hawqal. Un compendio de los viajes de Ibn Battûta que contenía numerosas descripciones de gran parte de la tierra conocida por aquel incansable viajero. Estaba la Cosmographiae Introductio, de Mathias Ringmann. Llamó la atención de Elcano el Calendario de Johannes de Monterregio, conocido también como Regiomontano; él poseía un ejemplar. Igualmente se encontraba allí La Gran Composición, de Abraham Zacuto. Una obra de mucho mérito, como las otras, porque contenía una serie de tablas astronómicas en las que estaba recogida la posición del Sol día por día.

En otra de las paredes había dos reproducciones de mapas. Uno era el Planisferio de Juan de la Cosa, donde podía verse con mucha precisión el contorno de África y el mundo Mediterráneo, a diferencia de las imprecisiones que había en las tierras de Asia. El otro mapa era obra de un cartógrafo alemán que había representado las costas de las tierras que había al otro lado del Atlántico, a las que denominaba como América.

Había también un arca de tres llaves. Allí guardaban lo más valioso. Abrirla resultaba muy complicado para quien no tuviera las llaves.

—Compruebo que están vuesas mercedes bien pertrechados. ¿No os preocupa que alguien trate de hacerse con algunos de esos mapas?

—Ese es un riesgo que acompaña nuestro trabajo. Las cartas de navegación y los mapas son un codiciado objeto de deseo. No solemos tener más que los trabajos que estamos realizando. Vos sois la primera persona que visita esta sala. La puerta es muy sólida. Esa ventana grande está protegida por gruesos barrotes y cuando cerramos también la protegen unos postigos de mayor grosor de lo que es normal. Además, el arca, como podéis comprobar, está empotrada en la pared.

—No resultará fácil robar alguno de vuestros mapas.

—Hasta ahora san Antonio nos ha protegido. Mi esposa le tiene mucha devoción y no deja de ponerle velas a una imagen que tenemos en la salita.

Eso explicaba por qué la imagen estaba tan oscura: el humo de las velas que le ponía a san Antonio. Doña Constanza apareció en el taller.

—No debéis entretener más a este caballero. ¡Es hora de almorzar!

Estaba claro que aquella mujer no se andaba con miramientos.

—Creo que debo marcharme.

—No sin antes ver el boceto de vuestro mapa.

Era un mapamundi. La mayor parte de las líneas de costa se encontraban perfiladas y, convenientemente marcadas, las islas Cabo Verde y las de las Especias.

—Quedan por señalar el ecuador y los meridianos; los que separan los hemisferios de Castilla y Portugal.

Elcano no pudo evitar la pregunta.

—Con los datos que os he facilitado, ¿dónde señalaría vuesa merced el contrameridiano?

—He medido cuidadosamente las distancias. Con esos datos sabemos que un grado son unas veinte leguas. El contrameridiano estaría por… aquí. —Reinel trazó sobre el pergamino una línea con el dedo que quedaba claramente a la izquierda de la Especiería—. No hay duda de que las especias quedan dentro de los dominios de su majestad el rey Carlos I. Cuando en Lisboa se tenga conocimiento de esto…

Elcano se acordó de Pigafetta.

—Supongo que en Lisboa ya estarán al tanto de todo esto.

—¿Por qué lo decís?

—Porque un italiano que venía a bordo de la Victoria y que ha estado en Valladolid…

—¿Os referís a Antonio Pigafetta? —lo interrumpió Reinel.

—¿Lo conoce vuesa merced?

—No, pero he oído decir que no os tiene en mucha estima.

Elcano resopló con fuerza.

—Ha estado aquí contando algunas medias verdades y muchas mentiras, antes de irse camino de Portugal. Allí soltará las patrañas que más convengan a sus intereses.

—Entonces no se referirá a la posición de las islas de las Especias.

—No hablemos más de ese sujeto. El hecho de que el contrameridiano quede tan al oeste es magnífico.

Elcano sabía que no debía permanecer allí. Se despidió del joven Reinel y el padre lo acompañó hasta la puerta. El cartógrafo, antes de que se marchase, le dijo:

—Con la vitela que me habéis traído vuestro mapa será de una calidad extraordinaria.

—¿Para cuándo podré recogerlo?

—Estará terminado pasada la Navidad. Es mucho el trabajo a realizar. Un buen mapa no sólo ha de ser preciso, ha de ser hermoso. La decoración es muy importante y, además de contener los datos geográficos, ser una obra de arte.

La travesía final

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