Читать книгу La travesía final - José Calvo Poyato - Страница 23

XVII

Оглавление

Bustamante ocupaba la misma mesa en la taberna de Antolínez. Había poca gente y el ambiente era igual de espeso. La moza, al verlo aproximarse donde estaba el cirujano barbero, cuya mesa parecía un mostrador de boticario por la cantidad de botecillos que allí tenía, se acercó y le preguntó:

—¿Una jarrilla de vino?

—Sí, una jarrilla. Dios os guarde, Bustamante.

—También guarde a vuesa merced.

Elcano aguardó a que la moza trajera el vino.

—¿Habéis averiguado algo?

—En realidad, nada. Aunque… es posible —el cirujano barbero se acarició el mentón— que tengamos una pista, según me diga un pastor al que ayer recoloqué el hombro del que se le había salido un hueso.

—¿Puede daros alguna información?

—Nada sobre el enano. Pero me dijisteis que lo acompañaba un gigantón. Puede ser que tirando de ese hilo encontraremos algo. Me dijo que vendría hoy por aquí. No sé si a vuesa merced le apetece aguardar… Puede que venga o que no aparezca.

Elcano dio un sorbo a su vino y se quedó mirando los botecillos.

—¿Qué son esos botes?

—Hay de todo…, elixires, polvos, filtros, narcóticos…

—Más que barbero parecéis boticario.

—Olvidáis que, además de barbero, soy cirujano. Eso supone saber de plantas y tener conocimientos para procurar algunos remedios que calmen el dolor a quienes saco una muela o adormecer las partes donde tengo que hacer una costura. Por otro lado —señaló dos pequeños frascos que estaban algo separados de los demás—, hay mozas que necesitan enamorar a sus hombres y utilizan filtros. Hay quien desea una pócima de belladona.

—Tengo entendido que eso es… un veneno. ¿También sois perito en la elaboración de venenos?

—Pssssss…, bajad la voz. No sea vuesa merced impertinente. Sé cómo se confeccionan algunos y, por cierto, muy efectivos. La belladona, aunque puede resultar peligrosa, se utiliza para dar hermosura a los ojos. Dilata las pupilas y las pone brillantes. Lo aprendí cuando estuve en Roma. Allí lo utilizan las cortesanas de más fuste. Las que se acicalan para engatusar a obispos y cardenales.

En aquel momento, dos mujeres, embozadas con negros mantones con los que también se cubrían la cabeza, se acercaron a la mesa.

—Buenos días os dé Dios, maese Hernando.

—Buenos días.

—¿Tiene vuesa merced preparado lo nuestro?

—Aquí está. —Cogió los dos frascos—. Soy hombre de palabra.

La mujer que había preguntado dejó sobre la mesa el dinero que llevaba en la mano. Era lo que habían acordado.

—Tomad y administradlo con cuidado. Sazonad su comida con una pizca, sólo una pizca. Vuestros esposos se portarán como verracos.

—¡Dios y su santa madre os escuchen! —exclamó la que había permanecido callada hasta entonces.

Las dos mujeres aseguraron los embozos y abandonaron la taberna tan silenciosamente como habían llegado.

—¿Qué clase de porquería es esa que le habéis dado?

—Polvo de cantárida.

—¿Polvo de qué?

—De cantárida. Esos polvos se obtienen de triturar un insecto, la Lytta vesicatoria que…

Elcano esbozó una sonrisa burlona. Sabía de las habilidades de Bustamante. Recordó que, cuando navegaban por el mar del Sur, antes de llegar a las islas de las Especias, confeccionó, con unas lentes de las que usaba para ver mejor cuando suturaba heridas y un canuto de caña que forró de cuero, un artilugio que permitía ver las cosas más de cerca. Les sacó sus buenos dineros a quienes querían ver lo que estaba lejos.

—Veo que andáis sobrado de latines, como si fuerais clérigo o galeno.

—¿No os he contado nunca que acudí a las aulas de Salamanca?

—Jamás.

—Allí estuve dos años, pero me entretuvieron demasiado las mujeres y los naipes. Una pelea me obligó a poner tierra de por medio. Regresé a Mérida y con lo que me enseñó un hermano de mi madre, que era un reputado barbero y tenía conocimientos de cirugía, obtuve carta certificada para ejercer la profesión. Con ello y con el latín que aprendí en Salamanca…

—¿Cómo habéis dicho que se llama ese bicho?

—Lytta vesicatoria. Da vigor sexual a quienes flaquean. Pero en cantidades excesivas provoca vómitos y diarreas.

—¿Podéis mostrarme ese polvillo?

—¿Anda vuesa merced necesitado de ayuda? —preguntó, burlón.

—¡Pardiez que no! ¡Es curiosidad!

Abrió la caja donde guardaba sus ungüentos, polvos y pomadas y sacó un saquillo de tela muy fina y, sobre un cristalillo que tenía para aquellos menesteres, vertió un poco de polvo de un color verde amarillento.

—¿Con eso…?

—Con muy poco. Basta una pizca. Es tan caro como las especias.

Estaba recogiéndolo cuando se acercó un sujeto que vestía una zamarra de piel de oveja, calzaba abarcas y se protegía las piernas con unas tiras de trapo sujetas con unas correíllas de cuero. Llevaba al hombro unas alforjas tan sucias que no era fácil determinar cuál fue su color original.

—¡Dios guarde a vuesas mercedes! —saludó con un vozarrón—. ¡Aquí tenéis vuestro encargo! —Fue sacando manojos de hierbas. Unas frescas y otras secas.

Bustamante miró a Elcano.

—Epifanio es pastor. Conoce las plantas como nadie. ¿Están todas?

—Todas, menos la mandrágora. Imposible encontrarla. Hace tiempo que no ahorcan a nadie. Ahí tiene vuesa merced la verbena, la valeriana, la belladona, el diente de león, la hierba melisa, el laurel y las campanitas de san Juan. —Conforme las enumeraba las señalaba con un dedo renegrido.

—¿Tienes alguna información… de lo otro?

—Algo, pero no sé si servirá a vuesa merced. He averiguado que hay un grandullón al que suele verse, de vez en cuando, con un enano que vive en Simancas.

—¿Sabes cómo se llama?

—Le llaman Zapatones y vive más allá del Campillo, un mal sitio.

—¿Por qué dices que es un mal sitio? —preguntó Elcano.

—Porque es muy peligroso, señor. Es sitio de garitos donde sólo se ofende a Dios. Allí sólo se encuentra gente de la mala vida: rufianes, falsos mendigos, cortabolsas, capadores, alcahuetas de las que remiendan virgos, putas… Durante el día apenas se ve un alma, pero aquello cobra vida al caer la noche.

Elcano y Bustamante intercambiaron una mirada.

—Está bien. —Sacó de su faltriquera un puñado de monedas que puso sobre la mesa y fue contándolas, desplazando una a una con la punta del dedo—. Ahí está lo tuyo. Lo que habíamos ajustado.

—Pero… no he traído la mandrágora.

—Eso es por la información, Epifanio. Recoge tu dinero y ve con Dios.

—Que Él os lo pague.

Cuando el pastor se hubo marchado…

—¡Son ellos, Hernando! ¡Son ellos!

—No vayáis tan deprisa. Hay mucha gente corpulenta y algunos enanos.

—¡Pero no es frecuente verlos juntos! ¡Son los que ando buscando!

—¿Pensáis ir solo a ese sitio?

—Tendré cuidado. Sé defenderme.

—Si estáis tan seguro…

—No sé cómo podré pagarte…

—Pidiendo que nos llenen las jarrillas. Aunque…, aunque mejor lo dejamos para otro día. Veo que algunos están remoloneando…

Elcano comprobó que había más parroquianos que cuando llegó y varios no dejaban de mirar hacia donde ellos estaban.

—Efectivamente, tenéis clientela aguardando.

Salió de la taberna y trazó un plan que habría de ejecutar sin pérdida de tiempo porque también era preciso ponerse en camino y viajar a Guetaria.

Descartó la posibilidad de llevar a María a su buhardilla. Águeda no lo habría consentido. Pero después de haber probado con ella las delicias de Cupido, no encontraba el momento de volver a compartir un lecho. Se limitó aquella tarde a acompañarla hasta la tienda que el sastre para quien trabajaba tenía en el Patio de Cazalla. Como en otras ocasiones, ella le pidió que no entrase y aguardase en la calle a que saliera.

Después de dejarla en su casa, se dirigió al Campillo para indagar acerca de Zapatones. El aspecto del lugar era poco tranquilizador, e invitaba a alejarse rápidamente. La tarde declinaba, pero había buena luz todavía y, como el pastor había dicho, no se veía un alma. Se fijó en una casa que a los lados de la puerta tenía dos fanales, empotrados en la fachada, y sobre el dintel un gran ramo de tomillo seco, indicando la actividad que allí se ejercía. Dudaba si entrar cuando una voz sonó a su espalda. Quien se había acercado lo había hecho de forma tan sigilosa que no se había dado cuenta.

—Si vuesa merced busca refocilarse, mejor no entre ahí. Sólo encontrará un par de viejas con las tetas caídas y el pellejo arrugado.

Elcano lo miró con cara de pocos amigos.

—En realidad, busco información.

—Habéis tenido suerte porque de lo que yo no tenga noticia aquí…

Trató de calibrar al sujeto que tenía delante, un individuo esmirriado, con el pelo grasiento y un llamativo chirlo en la frente. Vestía una camisa deshilachada por las mangas y un chalequillo de piel, que bien pudo haber sido el coleto de un soldado, según los agujeros que tenía. Calzaba unos zapatos sucios, pero de mucha calidad —les faltaban las hebillas que los adornaron en otro tiempo— y que debían ser producto de algún robo. Por su aspecto podía estar pidiendo una caridad a alguna dama limosnera, a la puerta de alguna iglesia o haciendo cola ante un convento, con una escudilla en la mano para recibir una cazada de sopa boba.

—¿Cuánto me va a costar esa información?

—Eso dependerá de lo que vuesa merced quiera saber.

Elcano se acarició el mentón.

—Sólo quiero noticia de un sujeto. Es grande…, un gigantón

—Vuesa merced pregunta por Zapatones. ¿Me equivoco?

—¿Lo conoces?

—¿Quién no lo conoce? —Aquel sujeto esbozó una sonrisa que no era más que una mueca mostrando su boca desdentada.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—¿Cuánto estáis dispuesto a pagar?

—Pide.

—Ocho reales de plata.

—¿¡Te has vuelto loco!? ¡Con dos ya estás bien pagado!

—¡Vengan esos dos reales!

—Primero…, ¿dónde vive el Zapatones?

—Aquella es su casa.

Señaló una construcción destartalada, de una sola planta, cuya fachada estaba llena de desconchones. Se alzaba junto a un puentecillo, poco más que una pontana, que permitía salvar el Esgueva que fluía por detrás de la casa. Elcano le entregó los dos reales. Fue un error.

—¿Sabes si está en casa?

—Es posible.

—¡Cómo que es posible! ¡Acabo de darte los dos reales!

—Por decir a vuesa merced cuál es su casa. Si queréis saber si está en ella tendréis que darme otros dos.

—¿Puede estar acompañado?

—Es posible.

Le convenía saber si estaba allí y si se encontraba solo o había alguien más con él, pero no estaba dispuesto a que aquel miserable lo estafase. Lo agarró por el cuello.

—¡Vas a hablar gratis o…! —Se cercioró de que el lugar seguía tan solitario como cuando llegó y sacó la misericordia—. ¡Habla!

—Quíteme vuesa merced eso de la garganta. Os diré todo lo que queráis, pero apartadla.

Retiró la punta del acero y le exigió otra vez:

—¡Habla y no acabes con mi paciencia!

—Zapatones es un matón. Hay gente que viene a verlo a su casa para…, para que les resuelva problemas que ellos no son capaces de solucionar.

Aquello encajaba con lo que él estaba buscando.

—¿No estarás mintiendo?

—¡Por esta que no! —Había formado una cruz con los dedos y se la había llevado a la boca.

Guardó la misericordia y el truhan dejó escapar un suspiro.

—¿Sabes si Zapatones tiene relación con un enano?

—¿Me va a dar vuesa merced otros dos reales?

—Si lo que dices merece la pena.

—Hay un enano que le paga por protegerlo.

—¿Sabes dónde podría encontrarlo?

—Lo único que puedo deciros es que es de Simancas.

—Dime si Zapatones está en su casa y si tiene compañía.

—Se marchó hace cosa de media hora. Vino un carruaje a recogerlo. A veces quienes quieren que les resuelva algún asunto son pudientes y no se arriesgan a venir por estos andurriales.

Elcano le entregó otros dos reales y se marchó con un sabor agridulce. No había podido ajustar cuentas con Zapatones, pero había conseguido información valiosa. Ahora sabía dónde vivía, había confirmado su relación con el enano y averiguado algunos detalles que podrían resultarle valiosos. Buscaría desenredar aquello antes de marcharse a Guetaria. Enfiló una calle donde había un fuerte olor a longaniza y luego tomó otra donde se encontraba la Galera en la que estaban las presas. La tarde declinaba y la luz del día se perdía por el horizonte. Poco antes de llegar a la plaza de Santa María, se le acercaron dos sujetos, embozados y con los bonetes bien calados.

—¿Lleváis mucha prisa?

Eran los mismos que lo habían abordado, días atrás. Los acontecimientos vividos desde entonces habían hecho que no prestase la atención debida a su propuesta.

—Eso no es de vuestra incumbencia.

—Disculpad, pero si os lo he preguntado es porque…, porque nos gustaría tener una conversación con vos y concretar algún detalle que el otro día se nos quedó pendiente. Si no tenéis inconveniente, aquí cerca hay un mesoncillo que es lugar poco concurrido a estas horas y muy a propósito para tener una conversación sosegada. ¿Os cumple?

Elcano decidió que lo mejor era dejar resuelto aquel asunto. Tenía claro cuál era su respuesta, pero tal vez habría pensado de otra forma si hubiera tenido conocimiento de lo que hablaba el rey con su confesor, fray García de Loaysa, después de que el regio penitente hubiera aliviado su conciencia.

La travesía final

Подняться наверх