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XVI

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Enero estaba resultando seco y con temperaturas muy bajas. Por las noches caían fuertes heladas que cubrían con un manto blanco el paisaje de los alrededores de la ciudad. Hasta bien entraba la mañana el frío calaba los huesos y la niebla marcaba el perfil de la ciudad. El día se presentaba para Elcano lleno de actividad.

Había vuelto a dormir en su buhardilla de la calle Cantarranas porque el regreso de la tía Brígida no le permitía compartir el lecho con María. Había que salvar las apariencias, aunque la tía era mujer curtida y debía de estar curada de espantos. Lo peor era que, probadas las mieles del amor, resultaba más complicada la abstinencia. Pero el ingenio de los enamorados siempre encontraba la forma de apaciguar sus ardores.

Antes de que sonaran las nueve y media, Elcano ya estaba en las dependencias de la secretaría de Indias, después de haber dado buena cuenta del desayuno que Águeda le había preparado.

—Su ilustrísima aún no ha llegado —le dijo el portero cuando lo vio aparecer por la puerta—. Supongo que vuesa merced tiene concertada la cita con él.

—Así es. Ayer quedé con él a esta hora.

—Os lo digo porque no todos los días viene por aquí. A veces pasa una semana sin que aparezca. El secretario es hombre de muchas ocupaciones, algunas relacionadas con su obispado de Burgos, donde lleva los asuntos un vicario que, según tengo entendido, es hombre muy capaz.

Elcano, que llevaba el estuche con el mapa, fue invitado a sentarse en uno de los bancos que había en el portal. Allí estuvo cerca de una hora, aguardando a que el secretario apareciese. De vez en cuando, el portero hacia algún comentario sobre lo difícil que estaba la vida.

—Desde que la Corte se ha instalado aquí los precios suben y suben, pero seguimos ganando lo mismo. Los repollos y las berzas casi han doblado el precio en cuestión de meses y no creo yo que sea porque en la Corte coman ni los unos ni los otros. Mi mujer dice que no puede echar en el puchero las mismas libras de tocino que antes porque también anda por las nubes.

—En Sevilla los precios también se han desorbitado —corroboró Elcano.

—¡Como sigamos así, no sé adónde vamos a llegar! —El portero bajó la voz y añadió—: La culpa de todo esto la tienen esos extranjeros que llegaron con el rey cuando llegó a estos reinos.

Elcano no encontró la relación entre la presencia de los flamencos en Castilla y el alza de los precios. Pensaba que había mucha abundancia de plata porque cada vez venía en mayor cantidad de las Indias y la experiencia le decía que cuando una cosa escaseaba subía de precio, mientras que, por el contrario, si la había en abundancia perdía valor. Esa experiencia también le indicaba que era muy frecuente en el reino buscar siempre a alguien a quien echarle la culpa de los problemas que se tenían.

Al oír en el reloj de la plaza dar las diez y media y que Fonseca no aparecía, empezó a impacientarse, aunque no tenía prisa. La otra cosa que había de hacer, visitar a Bustamante en el tugurio donde enderezaba brazos, cosía heridas y sacaba muelas y se dedicaba a otras cosas menos confesables, era después del mediodía. No dejaba de dar vueltas a dos de las cosas que le había dicho su ilustrísima: que serían muchos los que se postularían para ponerse al frente de la expedición y que había que salvar un obstáculo muy importante para que le encomendasen el mando de la escuadra, aunque creía poder adivinarlo. Ambas cosas eran ciertas, pero también lo era que no había en el reino un marino con la experiencia que él tenía para navegar por aquellas aguas y conducir una escuadra hasta las islas de las Especias.

—¿Sabe vuesa merced lo último que se dice en la Corte?

—¡Se dicen tantas cosas!

—Que el embajador del rey de Portugal trae la propuesta de matrimonio de la hermana de su majestad, la que está con la madre encerrada en Tordesillas, lo que es una barbaridad…

—¿Por qué es una barbaridad?

El portero dejó la escoba con la que hacía como que barría y se acercó para que nadie más pudiera oír sus palabras.

—Porque no está tan loca como dicen. Doña Juana es la verdadera reina de Castilla. Lo que están haciendo con ella… Si en Castilla hubiera algo de vergüenza ya nos habríamos puesto en pie.

—Tened la lengua. Por bastante menos he visto a gente colgar de una cuerda.

—Si os he dicho eso, que es lo que piensa mucha gente, es porque tengo confianza en vuesa merced. Desde que os vi la primera vez entrar por ahí —señalo el portón—, supe que erais hombre de ley.

—Perded cuidado por lo que a mí respecta. Pero no eche vuesa merced en saco roto lo que le he dicho. Puede acarrearos algún disgusto.

En aquel momento apareció el secretario, que caminaba ayudándose de su bastón. Se quedó mirando a Elcano con la sorpresa reflejada en el semblante.

—¿Qué hacéis por aquí?

Se puso en pie, tan sorprendido como Fonseca.

—Ilustrísima, ayer, cuando nos despedimos, quedamos en vernos hoy… a las nueve y media.

—Pues hace un buen rato que dieron las diez y media.

—Así es.

El secretario de Indias miró el alargado estuche que el marino llevaba en la mano y pareció recordar. Contrajo el rostro y se limitó a decirle:

—Acompáñeme vuesa merced.

El portero había encendido la chimenea del despacho, por lo que el ambiente estaba caldeado y era agradable. Fonseca se quitó el pesado ropón con que se protegía del frío y dejó el bastón en un rincón.

—Tenéis que disculparme. Pero me había olvidado por completo de nuestra cita. Veo que habéis traído el mapa.

—Siguiendo vuestras instrucciones.

—Dejadlo sobre aquella mesa. Luego quiero verlo con detenimiento, antes de guardarlo. ¿Qué le pareció a vuesa merced el nuevo embajador de Portugal?

A Elcano le extrañó la pregunta.

—No sé a qué se refiere su ilustrísima.

—¿No os pareció engolado? ¿Demasiado pagado de sí mismo? Su forma de vestir, sus gestos, sus ademanes…

—Disculpadme, pero no soy perito en esas cuestiones. Estoy poco habituado a esas situaciones. En mi mundo las cosas son más…, más directas. Las cosas se dicen más a la cara y cada cual sabe a qué atenerse. Soy un hombre de mar, no un cortesano.

—Me alegra mucho oíroslo decir. Pero debéis saber que, para alcanzar ciertos…, ciertos objetivos, hay que saber moverse en determinados ambientes. No lo olvidéis. —Invitó a Elcano a sentarse a su lado, junto al fuego—. Ahora vamos a lo nuestro. Como pudisteis comprobar ayer, su majestad ve con buenos ojos que los asuntos de Indias, dada la entidad que han cobrado en los últimos años, tengan un organismo propio que entienda de ellos. Eso supone desgajar la Secretaría, que su majestad me tiene encomendada, del Consejo de Castilla. Os aseguro que no será tarea fácil.

—Se lo oí decir a su majestad y a vuestra ilustrísima corroborarlo. ¿Por qué no será fácil?

—Porque los miembros de ningún organismo, de ninguno —reiteró Fonseca—, aceptan que les sean quitadas competencias. Lo consideran un desdoro. Una especie de pérdida de autoridad. Habrá que librar una dura batalla, pero si es la voluntad del rey ese Consejo, que es buen nombre el de Consejo de Indias, será una realidad. Pasarán meses, pero será una realidad. Los asuntos de las Indias son cada vez de mayor envergadura y plantean situaciones más complejas. Las noticias que recibo de lo que está ocurriendo en Tierra Firme desbordan las posibilidades de esta secretaría. Hay un territorio donde existe un poderoso imperio cuyos sacerdotes ofrecen a sus dioses en sacrificio a personas a las que abren en canal, como si fueran cerdos, y les arrancan las entrañas y el corazón cuando todavía palpita, que está siendo conquistado por don Hernando Cortés.

—Ese Cortés estará poniendo fin a esos crímenes.

—Desde luego. Es cierto que se están cometiendo algunas injusticias, pero no tantas como fray Bartolomé de las Casas cuenta en un Memorial de Agravios, donde todo son exageraciones y da pábulo a numerosos bulos. Cortés está incorporando a los dominios de su majestad grandes territorios cuya extensión supera con mucho las dimensiones de Castilla. Todo eso es demasiado para que recaiga sobre unos solos hombros a los que la edad empieza a vencer. Por eso presenté al rey el borrador de lo que será ese Consejo.

—Supongo que será vuestra ilustrísima quien lo presida.

—Eso es mucho suponer. Tengo ya más de setenta años y mi salud está muy quebrantada. Mi mayor deseo es concluir el encargo de su majestad y retirarme a Burgos para prepararme a comparecer ante el Juez Supremo. A lo largo de mi vida he tenido algunos deslices de los que habré de dar cuenta —Elcano recordó lo que se rumoreaba acerca de la paternidad de don Juan de Cartagena, algo de lo que él no tenía duda— y he de preparar mi ánima para afrontar ese momento lo mejor que me sea posible. Pero no nos perdamos en disquisiciones que no vienen al caso. Ese Consejo será quien tome las providencias de todo lo que tenga que ver con expediciones, viajes de exploración, nombramientos de los cargos que han de proveerse… Serán muchos los que quieran presidirlo porque, aunque los Consejos no resuelven por sí mismos, sino que elevan propuestas a su majestad, el rey suele aceptarlas. Esa es una de las razones, desde luego no la única, por la que ayer dije a don Carlos que es necesario dar pasos para que se prepare una escuadra que nos lleve de nuevo a las islas de las Especias.

—Quiero agradecer a su ilustrísima la propuesta que hizo en mi favor.

—Puede que no sirva para nada. Aunque… ¿quién mejor que vos para mandar esa expedición? Pero hay un obstáculo de mucha entidad.

—¿Se refiere su ilustrísima al que aludió ayer?

Fonseca lo miró a los ojos.

—Sí. ¿No os lo imagináis?

Elcano barruntaba a que se refería, pero quería oírlo de los labios del obispo.

—Decídmelo vos.

—Vuestro origen, vuestro origen familiar. Vuesa merced no tiene…, no tiene prosapia. Habéis sido un simple arrendador de un barco a la Corona y, por si eso no fuera suficiente, se os abrió una causa por haberlo enajenado a unos extranjeros. Carecéis de linaje y eso es un serio problema. Habrá que valerse de todos los recursos a nuestro alcance para poder salvarlo.

—A Magallanes se le entregó el mando de una flota sin tener linaje ni prosapia.

—No era un fidalgo, pero era noble.

—Mi familia es honrada, cristianos viejos por los cuatro costados.

—Eso no es suficiente.

—El rey me ha concedido un escudo de armas y una generosa pensión de quinientos ducados al año. Eso me ennoblece.

—No es suficiente —reiteró Fonseca—. ¿Ha respondido el rey a vuestra petición de un hábito de la Orden de Santiago? —Elcano negó con la cabeza—. A Magallanes se lo concedió de forma inmediata. Era noble y traía un proyecto de mucha envergadura. No os confundáis. Me temo que no se os concederá ese hábito, aunque vuesa merced haya contraído méritos más que sobrados para tenerlo. Pero las cosas en la Corte son así. Como en el caso de la presidencia de ese Consejo que está en ciernes, los candidatos a mandar esa expedición serán muchos y tendrán grandes agarraderas en la Corte. No perdáis eso nunca de vista. Las familias, los linajes, los apellidos cuentan mucho. Mucho más que la capacidad, la experiencia y los conocimientos, que es lo que vos podéis presentar.

—¿Me está diciendo su ilustrísima que no se me encomendará el mando de esa expedición de la que ayer hablabais al rey?

—No. Lo que estoy diciendo es que no será fácil. Que vuesa merced tiene más contras que pros. Añadiré que, mientras esté al frente de esta secretaría, contaréis con mi apoyo y que será necesario que deis algunos pasos para reforzar vuestra posición.

—¿Qué clase de pasos, ilustrísima?

Fonseca se levantó y buscó en uno de los cartapacios que tenía sobre la mesa. Sacó unos papeles y se acomodó de nuevo junto a la chimenea.

—Su majestad tiene que atender numerosos asuntos, muchos de ellos ajenos por completo al reino. No sé si ha sido un buen negocio proclamarse emperador. Ha de hacer frente a los problemas del Imperio, que son muchos. No sé si ayer llegó a vuestros oídos uno de los rumores que más se comentó en la recepción del representante de Portugal.

—¿A cuál os referís?

—A que hace pocas semanas los turcos han expulsado de Rodas a los hospitalarios. Eso les abre las puertas del Mediterráneo. A poco que nos descuidemos, los tendremos encima y aquí cuentan con importantes aliados.

—¿Los turcos tienen aquí aliados, ilustrísima?

—¡Los moriscos! ¿No será vuesa merced tan iluso de creer que porque los hayan bautizado son cristianos? Añadid a ello los mudéjares del reino de Aragón. ¡Son moros y apoyarán cualquier intento de los otomanos sobre nuestras costas! Está confirmado que los piratas de Berbería, cuando atacan las poblaciones ribereñas del Mediterráneo, cuentan con su apoyo. ¡Y qué voy a deciros de Francia! ¡Los franceses están que muerden! ¡Tienen razones para estar así!

—¿Cuáles son?

Fonseca le dedicó una sonrisa que tenía algo de bonachona.

—El rey Fernando se quedó con Navarra, anexionándola a la Corona de Castilla. Su rey ha perdido en la pugna por el trono imperial y en el Milanesado las cosas no les van bien. Si terminamos echándolos de allí, como los echamos de Nápoles, son capaces de cualquier cosa. El rey tiene demasiados problemas encima de la mesa. Por eso, resulta recomendable darle resueltas las cosas. Por otro lado, anda corto de fondos. La Corona tiene muchos ingresos y la cantidad de plata que llega de las Indias, puedo asegurarlo a vuesa merced, es cada vez mayor. Pero los gastos también son muy grandes. Aprontar una escuadra supone un desembolso muy importante. Hay que hacerse con los barcos y aparejarlos, así como disponer de los anticipos para contratar a las tripulaciones. Si se trata de una expedición que ha de estar mucho tiempo navegando hay que aprovisionarla de comida para muchos meses. La suma necesaria para la nueva expedición a las islas de las Especias será muy elevada.

—¿Adónde quiere llegar su ilustrísima?

—A que vuesa merced es de tierra de marineros. En Guetaria y otras villas de aquella costa abundan los hombres de mar. Hay buenos barcos y gente dispuesta. Sois ahora persona de mucho prestigio. Podríais convencer a muchos para que participaran en la expedición, bien aportando medios, bien formando parte de las tripulaciones. Eso sería dar un paso muy importante.

—Su majestad ayer no dio respuesta a vuestra propuesta de organizar esa expedición lo antes posible. ¿No podría ser que comprometiéramos a la gente y que todo fuera una ilusión?

—Su majestad no dio respuesta porque De los Cobos le urgió a dar por terminada la audiencia. Pero está vivamente interesado en asentar nuestro dominio en esas islas. Ir dando pasos en la dirección que os he dicho no será tiempo perdido. Si todo está a punto antes de que el Consejo de Indias sea realidad y yo haya perdido poder e influencia, os beneficiará. Hacedme caso, conozco bien este paño, quizá demasiado bien.

—¿Por qué dijisteis al rey que esa expedición debería salir del puerto de La Coruña?

Rodríguez de Fonseca dejó escapar un suspiro.

—Porque como pudo comprobar ayer vuesa merced, y ya os lo comenté, se pone en marcha la creación de una Casa de la Contratación. Entenderá de los asuntos relacionados con las especias y el lugar elegido ha sido La Coruña.

—¿Por qué La Coruña?

—Cosas de la política. Así se lo han pedido al rey el arzobispo de Santiago y el conde de Villalba. Se cobran el favor que hicieron a su majestad manteniendo Galicia sosegada y fiel a su persona cuando estalló el turbión de las Comunidades. A vuesa merced le pilló en alta mar, pero aquí las cosas estuvieron muy complicadas. Como os digo, Galicia se mantuvo apaciguada porque el arzobispo de Santiago de Compostela y el conde de Villalba, de la poderosa familia de los Andrade, se encargaron de ello. El rey les ha concedido ese privilegio. El conde controlará la nueva institución y el arzobispo, según he podido saber, va a convertirse en primado porque el rey va a proponerlo como arzobispo de Toledo. Por otro lado, La Coruña es un buen lugar y queda mucho más cerca que Lisboa de los mercados europeos adonde van a parar las especias. La decisión de crear una casa para su contratación exclusiva indica la importancia que el rey les da.

—¿Por eso la expedición tendrá como objetivo, además de controlar la ruta para llegar a las islas de la Especias, asegurarnos su dominio?

—Observo que prestasteis la atención debida a lo que propuse a su majestad.

—Con razón su ilustrísima me decía el otro día, en la plaza de San Pablo, que había en juego mucho más de lo que siquiera podía imaginarme.

—También lo dije porque la elaboración de ese mapa con los datos que vos proporcionasteis es un punto a vuestro favor. En fin…, no hay tiempo que perder. Debéis viajar a Guetaria, en cuanto los puertos estén expeditos y la nieve no impida el paso, y tratar de convencer a la mayor cantidad posible de gente para que se involucre en esta expedición. Esa es, además de vuestros conocimientos y experiencia, la mejor credencial que podemos presentar ante el rey. El tiempo apremia y, hacedme caso, poneos en camino lo antes posible.

La travesía final

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