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XVIII

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Carlos I, que se había sentado en una jamuga después de recibir la absolución, le preguntó:

—¿Cuál es el criterio de vuestra paternidad acerca de encomendar tareas importantes para la Corona a quienes no tienen la alcurnia que se exige para el desempeño de determinadas funciones?

—Majestad, no sé a qué os referís en concreto, pero… os diré que el orden establecido en la sociedad es el adecuado. Nosotros, los oratores, tenemos como misión velar por la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, según los preceptos de la Santa Madre Iglesia, y proteger a la sociedad de los males que la acechan y que derivan del mundo, del demonio y de la carne. La misión de los esclarecidos linajes de la nobleza es dirigirla en lo que a cuestiones terrenales se refiere y defenderla en caso de guerra, por eso se les conoce como bellatores. Por su parte, la gente menuda, conocidos como laboratores, han de proveer con su trabajo el sustento de estos dos estamentos y del suyo propio.

—Sin embargo, se están produciendo importantes trasformaciones. El mundo, paternidad, no sólo se está ensanchando, está cambiando. Estamos viviendo otro tiempo. Hay hombres que, sin ser nobles de la primera esfera, están asumiendo responsabilidades de mucha importancia.

—Majestad, eso sólo es admisible en casos excepcionales. Las funciones han de asignarse a las personas según su rango familiar y así debe mantenerse.

El rey, que compartía lo esencial del planteamiento de su confesor, insistía, sin embargo, en que habían de tenerse en cuenta los cambios provocados por los grandes descubrimientos geográficos, protagonizados por españoles y portugueses. No sólo era una nueva percepción del mundo, también se apuntaba a nuevas actitudes entre las gentes.

—Hay, no obstante, hombres de gran valía y muy capaces, a los que se pueden encomendar importantes empresas y que no pertenecen a la primera nobleza. Estos días oigo hablar mucho de quien sus propios soldados bautizaron con el nombre de Gran Capitán. Mis abuelos, don Fernando y doña Isabel, que gloria de Dios hayan, le encomendaron el mando de grandes ejércitos en Italia que condujo repetidamente a la victoria. Por lo que se me ha dicho causó gran revuelo que, siendo un segundón, se le encomendase el mando de esos ejércitos. Hubo protestas, pero el resultado no pudo ser mejor.

—Majestad, estáis refiriéndoos a un Fernández de Córdoba. Ese es un esclarecido linaje.

—Pero era un segundón, era bueno para clérigo o a lo sumo para mandar una compañía de lanzas.

—Pertenecía a la nobleza, majestad. Las novedades sólo traen problemas. Este reino los ha vivido cuando esos segundones y los menudos se mancomunaron y provocaron un conflicto que incendió Castilla. Otro tanto ha ocurrido en el reino de Valencia, donde se han ayuntado los menudos y exigen lo que no es posible. Esas novedades sólo traen graves daños y se cometen grandes ofensas a Dios Nuestro Señor.

—Vuestra paternidad tiene un punto de razón. Pero creo que en los momentos presentes…

El dominico, aprovechando que el rey era su penitente, osó interrumpirle.

—Su majestad está dando un magnífico ejemplo con las decisiones que ha tomado respecto a Toledo. Tener a esa ciudad apartada de vuestro favor es actuar con criterio. Hace muy bien su majestad con no perdonar a esa… María de Padilla, viuda de quien quiso asumir un papel que no le correspondía. Aunque todos los Mendoza os supliquen su perdón no debéis ceder. Insisto, majestad, las novedades sólo son fuente de problemas.

—El secretario de Indias me ha propuesto que Juan Sebastián Elcano esté al frente de la expedición que he decidido organizar para que navegue otra vez por la ruta que lleva a la Especiería y se tome posesión de aquellas tierras en mi nombre. Elcano conoce la ruta y es un marino experimentado.

—¡No debe su majestad entregar el mando de una de vuestras escuadras a un hombre como ese! ¡No tiene un esclarecido linaje!

—Pero tiene experiencia y ha demostrado capacidad y muchas agallas.

García de Loaysa llevaba tiempo dándole vueltas a cierto asunto y decidió aprovechar la ocasión que se le había presentado, consciente de que su ascendiente sobre el rey crecía conforme pasaban las semanas. Ser quien ejercía autoridad sobre la conciencia real le daba un poder que era la envidia de la Corte. La dura batalla que libraban las órdenes religiosas para hacerse con el confesionario regio era digna de mejores empeños.

—Majestad, en tiempos agitados, como los que corren, no son buenas las mudanzas. Más bien al contrario, resultaría muy conveniente reforzar la autoridad del rey y la mejor fórmula es mantener la presencia de los grandes linajes en los asuntos de mayor transcendencia. En Valencia debería ser una persona del más alto rango quien asumiera el virreinato y terminase de meter en cintura a esos agermanados. Una persona que tenga capacidad para ejercer la autoridad con el rigor que requieren las circunstancias.

—¿Vuestra paternidad piensa en alguien concreto?

—Su majestad podría estudiar la posibilidad de que ese cargo fuera ejercido por doña Germana. Mataríais dos pájaros de un tiro.

—¿Dos pájaros de un tiro? No os entiendo. Explíquese vuestra paternidad.

—Majestad, la viuda de vuestro abuelo es un problema en la Corte. Buena parte de ese problema quedó… solucionado con su matrimonio con don Juan de Brandemburgo. Pero…, pero… —García de Loaysa se quedó sin palabras.

—¿Pero…?

El confesor dejó escapar un profundo suspiro.

—No creo, majestad, que rompa el secreto de confesión si os digo que una de vuestras preocupaciones es la insistencia de doña Germana en pediros… que reconozcáis como hija vuestra la que tuvo cuando mantuvisteis una relación… sentimental con ella. Nombrándola virreina de Valencia, le daríais cierta satisfacción. Ser virreina es un cargo apetecible, aunque dadas las circunstancias requiere desplegar una gran energía. En mi opinión, doña Germana tiene dotes para ello y la nobleza del reino no la vería como una extraña. Su linaje es real, sobrina del rey de Francia y fue reina de aquel territorio al casarse con vuestro abuelo. Para poder desempeñar sus funciones tendría que alejarse de la Corte al tener que instalarse en Valencia. Si, además, vuestra majestad le da instrucciones de poner orden en el reino, estaría obligada a utilizar mano dura con esos agermanados…

—No debería teneros sólo como confesor…

Era lo que García de Loaysa había estado esperando.

—Majestad, mi humilde persona está a vuestro servicio para todo aquello que necesitéis. Según tengo entendido, es vuestra real voluntad que se organice un Consejo para entender de todo lo relacionado con las Indias.

—¿Y?

El rey lo miró a los ojos, fijamente.

—Rodríguez de Fonseca es hombre que os ha servido bien, como lo hizo con vuestro abuelo don Fernando, y es persona muy versada en los asuntos de Indias. Pero ya es hombre de edad avanzada y la presidencia de un Consejo podría ser cosa demasiado pesada para sus hombros. Según tengo entendido, uno de sus mayores deseos es retirarse a su sede episcopal de Burgos.

—¿Os postuláis para presidir ese Consejo?

—Si su majestad tuviera a bien considerarlo.

—¿Cuáles son los conocimientos de vuestra paternidad acerca de la navegación, los viajes, las exploraciones o las nuevas tierras que están ensanchando el mundo allende los mares? ¿Sabéis de astronomía, de cartografía?

García de Loaysa se acarició la perilla que gastaba, más propia de un cortesano que de un fraile.

—Majestad, el presidente de un Consejo no ha de ser versado en las materias que han de tratarse, sino que ha de contar en él con gente que tenga experiencia y conocimiento en ellas. Debe ser sobre todo persona de vuestra confianza. ¿Goza vuestro confesor de esa confianza?

—Sois persona de recursos. Estoy satisfecho con la forma en que cuidáis de mi conciencia como hombre y como soberano y gozáis de toda mi confianza, como no puede ser de otra manera. Seré yo quien hoy os dé un consejo: informaos y adquirid conocimiento de aquellas cosas que atañen a las Indias.

—Su majestad me hace una gran merced y… consejo por consejo. No echéis en saco roto lo que os he comentado acerca de no promover novedades en materias que son muy sensibles. Nadie se sentirá agraviado con el nombramiento de doña Germana como virreina de Valencia. Pero serán muchos los que así se consideren, si entrega vuestra majestad el mando de una escuadra a persona que no tenga un esclarecido linaje, como es el caso de ese navegante.

—Ese asunto no requiere de una decisión inmediata. Es posible que cuando llegue el momento de tomarla vuestra paternidad presida el Consejo de Indias. Ahora podéis retiraros.

García de Loaysa no podía reprimir su satisfacción al salir a la calle y encaminar sus pasos hacia su residencia, el convento de los dominicos de San Pablo. Se embozó en su capa porque, con la llegada de la noche que ya caía sobre Valladolid, el frío se intensificaba.

La travesía final

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