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VII

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El 2 de noviembre, día de los fieles difuntos, que era la fecha fijada para la audiencia con Fonseca, había amanecido un día despejado y frío. Como en jornadas anteriores, Elcano había salido temprano para acudir a San Miguel y encontrarse con María. Su belleza le hacía soñar despierto.

Aquel día San Miguel estaba abarrotado e iluminado con centenares de velas que los fieles habían llevado para ofrecerlas por las ánimas benditas. En algunas capillas, que eran enterramiento de familias con mucha prosapia, se habían colocado paños negros en señal de luto y ardían grandes hachones de cera. Le costó trabajo encontrar a María. Sólo cuando hubo acabado la misa y la gente abandonaba la iglesia, pudo verla. La acompañaba una mujer mayor que vestía tocas negras, propias de viuda. Supuso que era Brígida, la tía de la que María le había hablado y que, al morir sus padres, se hizo cargo de ella. Brígida había sido como una madre.

Se mostró prudente y sólo se acercó a la joven cuando esta, disimuladamente, le hizo un gesto. Vestía sus mejores galas. Un jubón de terciopelo plateado con forros de raso rojo. Saludó a la tía, bonete en mano, y dedicó una leve sonrisa a María. Las escoltó, como si se tratase de un rodrigón, hasta la pila del agua bendita donde se la ofreció a la tía primero y a María después. Las acompañó hasta la calle de la Sierpe y allí se despidió besando la mano de Brígida con mucha galantería.

El tiempo se le había echado encima y tenía que darse prisa si no quería llegar tarde a la audiencia con el secretario de Indias. Aunque la experiencia le decía que una cosa era la hora fijada y otra muy diferente a la que se celebraban las reuniones, audiencias y juntas.

Llegó justo cuando daban las campanadas en el reloj de la plaza Mayor, donde, en unos bajos, estaba la secretaría de Indias. Un lugar húmedo y oscuro. Al portero, un sujeto que ya conocía a Elcano, se le habían rebajado mucho las ínfulas con que lo trató cuando apareció por allí la primera vez. Entonces creyó que era uno de tantos desocupados en busca de una recomendación. Ahora sabía que era el marino que había completado la primera vuelta al mundo y que el rey le había mostrado una alta consideración, pese a no pertenecer a las grandes familias de la nobleza.

—Buenos días tenga vuesa merced. Su ilustrísima hace rato que os aguarda.

Lo sorprendió oír aquello.

—Acaban de dar las diez. Es la hora en que estaba citado.

—Pues… su ilustrísima ya ha preguntado por vos. ¡Y por dos veces!

Elcano pensó que, si su ilustrísima se mostraba tan impaciente, podía haberse mostrado más diligente y no haber tardado casi dos semanas en concederle la audiencia. El portero lo acompañó hasta una puerta a la que llamó suavemente, la abrió y, desde el umbral, alzó la voz.

—¡Ilustrísima, la visita que esperabais está aquí!

—¡Adelante, adelante!

El despacho de Fonseca era una sala amplia, con gruesos muros de piedra que la aislaban del exterior. Un buen sitio para hacer confidencias. La chimenea que ardía en uno de sus rincones, a cuyo lado podía verse una buena provisión de leña, caldeaba el ambiente y alejaba la humedad. Recibía luz, escasa y pobre, por una ventana que daba a un patio interior. El mobiliario era austero: una amplia mesa llena de legajos, libros y papeles, al igual que la estantería que ocupaba una de las paredes. En otra había un lienzo de grandes dimensiones con la imagen de una Virgen que Elcano no supo identificar. Debajo una gaveta de formas sencillas.

Fonseca, que era obispo de Burgos, cuya sede visitaba cuando se lo permitían sus obligaciones, había encomendado la administración espiritual y material de su diócesis a un vicario general. Amén de un respetado eclesiástico, era persona de larga experiencia en los asuntos de Indias. El Rey Católico le había encomendado aquella tarea hacía casi doce años y, desde entonces, no había asunto de relevancia relacionado con las tierras de ultramar que no hubiera pasado por sus manos. La brillante carrera eclesiástica de Fonseca —el obispado burgalés era una diócesis de relieve— y su importante papel en la Corte habían estado apoyados por el poderoso clan de los Fonseca. También debía su posición a que era hombre muy capaz, y versado en latines y leyes. Pese a su avanzada edad —había cumplido los setenta años—, seguía madrugando y soportaba largas jornadas de trabajo.

Había sido una pieza fundamental para que, casi cinco años atrás, Carlos I autorizara la expedición de Fernando Magallanes y se firmasen las capitulaciones por las que había de regirse aquel viaje, cuyos objetivos nada tenían que ver con el hecho extraordinario del que ahora todos se hacían lenguas: darle la primera vuelta a la Tierra. Había estado con Elcano en un par de ocasiones, desde que el marino de Guetaria llegó a Valladolid cuando el mes de septiembre estaba algo más que mediado, pero no había dispuesto de un encuentro tan íntimo como iba a ser aquel. Se encontraba junto a la chimenea, sentado en un sillón bajo, con las piernas apoyadas en un escabel.

—¡Acercaos, Elcano, acercaos y tomad asiento! Disculpadme si no me levanto, pero hace ya algunos años que, cuando llegan los primeros fríos, mis huesos me recuerdan que no soy joven. ¡Tomad asiento! —insistió, al tiempo que le ofrecía su anillo pastoral, que el marino besó antes de sentarse—. Aunque os pueda resultar extraño, dado el tiempo que he tardado en recibiros, tenía ganas de hablar con vuesa merced. ¡Muchas más de las que podáis imaginar! Lo que ocurre es que son muchas las obligaciones que pesan sobre mis hombros y la edad los está doblando.

—Lo entiendo, ilustrísima. Os estoy muy agradecido por haberme concedido esta audiencia.

—¡Después de la hazaña que habéis protagonizado es… casi una obligación! Decidme, ¿en qué puedo seros útil?

Elcano llevaba días aguardando aquel momento y había ensayado un sinfín de veces cómo iba a exponerle su preocupación por lo que Pigafetta hubiera dejado caer en los oídos del rey.

—Verá su ilustrísima. Según ha llegado a mis oídos ha estado en la Corte un italiano llamado Pigafetta, que regresó a bordo de la Victoria.

—Así es. Ha escrito un detallado diario sobre lo ocurrido durante ese viaje. Relata muchos pormenores de lo acaecido en esa expedición.

—Temo, ilustrísima, que lo que cuenta no se atiene a la verdad.

—¿Lo ha leído vuesa merced? —Fonseca lo miró sorprendido.

—No, ilustrísima, pero puedo aseguraros que ese Pigafetta era descaradamente parcial de Magallanes. Os lo puede confirmar cualquiera de los tripulantes de la Victoria. Eso explicaría que tanto yo como los dos hombres que me acompañaron para dar cumplimiento a los requerimientos de su majestad hayamos sido citados para declarar ante un juez de la Real Chancillería sobre ciertos asuntos.

—Comparto vuestra opinión de que es parcial en sus afirmaciones.

—¿Ha leído su ilustrísima ese diario?

—Sí, y con mucho detenimiento. Cuando se sacó una copia para su majestad se hizo otra para mí. Añadiré para vuestra tranquilidad que el juez ha encontrado ajustadas a razón las respuestas que habéis dado a sus preguntas. Esa pesquisa está concluida.

—Temo, ilustrísima, que quede alguna sombra de duda sobre mi buen nombre. No tengo que deciros lo importante que es tener limpio el nombre si se desea acometer nuevas empresas con el apoyo de su majestad.

—Tiene mucha razón vuesa merced en lo de nuevas empresas. El rey, nuestro señor, después de abierta una ruta por nuestro hemisferio para llegar a las islas de las Especias y de comprobar que están dentro de sus territorios, según lo que se acordó en Tordesillas, buscará hacerse con ellas. Si consigue que esté en sus manos el comercio de las especias, podría doblegar sin problemas la soberbia del francés. Dispondría de recursos para enfrentarse a Solimán y poner freno a sus pretensiones de extenderse por el Mediterráneo y por las tierras del Danubio. Incluso disponer de recursos para solventar los graves problemas a los que ha de hacer frente en el propio Imperio…

—¿Problemas en el Imperio?

—Muchos y graves. Un fraile, llamado Lutero, anda predicando herejías. Acusa a la Santa Sede de corrupción y se refiere al papa como el anticristo. Lo malo es que en lo de la corrupción no le falta un punto de razón y es mucha la gente que presta oídos a lo que dice y no crea vuesa merced que estoy hablando de campesinos y artesanos iletrados, sino de gente importante, incluso alguno de los príncipes electores. Pero dejémonos de esas cuestiones. Contadme…, ¿pensáis participar si hay una nueva expedición a la Especiería?

—Así es, ilustrísima. Pero, si mi nombre no está limpio, no tendré la menor posibilidad de hacerlo.

Fonseca dejó escapar un suspiro.

—¿Queréis sacar del cajón más grande de aquella gaveta una botella de licor y unas copitas? —Elcano sacó una botella de un líquido amarillo—. Servidlo y sed generoso. Es un cordial con que me obsequian las franciscanas del convento de Santa Isabel.

El licor era fuerte. Rasgaba cuando bajaba por la garganta. Le recordó al aguardiente que los marinos bebían por las mañanas cuando se les repartía el desayuno y del que se les daba un cuartillo para cada dos hombres.

—Esas monjas saben lo que hacen —comentó haciendo honor a la bebida.

—Contadme con detalle sobre lo acaecido en el viaje que cuenta Pigafetta y vuestra opinión sobre qué consecuencias pueden sacarse de él.

Elcano le explicó los principales acontecimientos vividos durante la expedición que había terminado dando la vuelta a la Tierra. La ruta que habían seguido, las leguas que, en su opinión, habían recorrido y las grandes dificultades que había afrontado.

—Como ya dije a su majestad, estoy convencido de que las islas de las Especias están en el hemisferio de Castilla. Todo esto, ilustrísima, podría explicároslo mucho mejor si tuviera un mapa donde aparecieran reflejadas las latitudes, las distancias y la situación de los continentes y los mares.

—¿Podría elaborarse un mapa con la información de que disponéis?

Recordó el encargo hecho a Reinel y su promesa de guardar silencio.

—Esa sería una magnífica idea. Además, en Valladolid hay algunos cartógrafos de mucho prestigio.

—Supongo que vuesa merced se refiere a Reinel.

—¿Lo conoce su ilustrísima?

—Desde que confesaron a su majestad que el mapa que habían elaborado era una patraña para desanimarlo y que no diera crédito al proyecto de Magallanes. Encargadle que confeccione un mapa donde aparezcan claramente situadas las islas de las Especias. Suministradle los datos de que disponéis. Tengo plena confianza en vuesa merced y ese cartógrafo también goza de mi consideración. El dinero no será problema.

Aquel encargo era como agua de mayo para el campo. Había solicitado aquella audiencia para intentar contrarrestar el daño a que habían dado lugar las declaraciones de Pigafetta y se encontraba con una puerta abierta para tratar de hacer realidad el proyecto que bullía en su mente.

—Será un placer dar cumplimiento a vuestro encargo.

—Ordenaré que se os entregue una suma para hacer frente a los gastos. Los Reinel se cotizan bien.

—Muchas gracias, ilustrísima.

—¿Os importaría llenar de nuevo las copas? —Elcano las llenó hasta el borde. Eran de un cristal finísimo que sólo podía verse en ambientes muy selectos—. Las franciscanas tienen manos angelicales. —El obispo paladeó el licor con fruición—. Antes de que os marchéis me gustaría, si no os incomoda, que me dieseis cuenta de lo ocurrido en la bahía de San Julián. Por lo que cuenta Pigafetta vos estuvisteis al lado de don Juan de Cartagena. ¿Qué fue lo que exactamente ocurrió allí?

—Lo que he declarado ante el juez, ilustrísima.

—Me gustaría oírlo de vuestros propios labios.

—Lo que puedo deciros es que el veedor nombrado por su majestad, en cumplimiento de sus obligaciones, se enfrentó a Magallanes en varias ocasiones. Fui testigo de alguno de esos enfrentamientos. Magallanes se aprovechó de ello para prenderlo y ponerle unos grilletes.

—¿Lo encadenó sin respetar su alcurnia?

—Así es, ilustrísima. Alguno de los capitanes se lo recriminaron, pero fue en vano. La tensión en las semanas siguientes fue subiendo porque Magallanes no daba las debidas explicaciones a los otros capitanes. Fue entonces cuando don Juan de Cartagena decidió tomar la iniciativa para hacerse con el control de la escuadra. Estando en la bahía que fue bautizada con el nombre de San Julián, don Juan logró hacerse con el control de tres de los barcos, la San Antonio, la Concepción y la Victoria.

—Vos erais maestre de la Concepción, ¿qué decisión tomasteis?

—Estuve al lado de don Juan de Cartagena. En mi opinión le asistía la razón para llevar a cabo lo que intentaba. También porque estaba implicado el capitán de la Victoria, don Luis de Mendoza, con quien tenía contraída una deuda de gratitud.

—Proseguid.

—Parecía que, controlando tres de los cinco barcos de la escuadra, la suerte estaba echada. Pero una hábil maniobra de Magallanes, con la ayuda del alguacil Gonzalo Gómez de Espinosa, que acabó con la vida de Mendoza, cambió la situación. Apresó a don Juan y al capitán de la Concepción, don Gaspar de Quesada. Su decisión, después de un simulacro de juicio presidido por Álvaro de Mesquita, hechura de Magallanes, a quien había nombrado capitán de la San Antonio cuando prendió a don Juan y le quitó el mando de aquella nao, fue condenar a Quesada a muerte y a que su cuerpo fuera descuartizado. A don Juan y a un capellán, llamado Sánchez de Reina, se les impuso la pena de destierro.

—¿Por eso los dejó abandonados en la bahía de San Julián cuando la flota zarpó y se hizo a la mar?

—Así entendió Magallanes que se cumplía la pena impuesta.

—¡Era condenarlos a una muerte segura!

—Sin duda, ilustrísima. Se los abandonó en un islote con algo de agua, unas raciones de galleta y un pellejillo de vino. Aquella tierra es inhóspita. La habitan unos nativos gigantescos a los que se bautizó con el nombre de patagones. Eso es lo que ocurrió en la bahía de San Julián.

El semblante del secretario de Indias era el de un hombre apenado. Elcano no albergó duda de que el rumor que señalaba al secretario de Indias como el padre de don Juan de Cartagena era cierto.

—¿Os importaría llenarme la copa de cordial? Sírvase también vuesa merced.

Elcano volvió a llenar las copas y, tras beberse el licor de un trago, el obispo hizo sonar una campanilla. Poco después, tras unos golpecitos en la puerta, entró un hombre que protegía sus manos con unos mitones. Tenía la punta de algunos dedos manchados de tinta.

—¿Ha llamado su ilustrísima?

—Santiago, tomad cien ducados y entregádselos al señor de Elcano. Preparad un recibo para que lo firme.

—Como mande su ilustrísima.

Una vez que se hubo retirado, Fonseca comentó:

—He de acudir a la misa de difuntos que va a celebrarse en San Pablo a mediodía. Acudirá la Corte al completo porque don Carlos ha anunciado que asistirá y no tengo que decirle a vuesa merced lo importante que es ir a ver y sobre todo a que lo vean a uno. —Se levantó del sillón con mucho esfuerzo, pero no necesitó usar el bastón que tenía a mano—. Si nada lo impide, mañana partiré para Burgos. Tengo que resolver allí algunos asuntos de mi episcopado. Espero que Dios Nuestro Señor no me tenga en cuenta la poca atención que presto a mi diócesis. Estaré aquí, a ser posible, antes de Navidad. Su majestad quiere que se ubique una nueva Casa de la Contratación y he de ultimar los trámites.

—¿Va a trasladar la de Sevilla?

—¡No, no! ¡En absoluto! Se trata de un nuevo organismo del que dependerán todos los asuntos relacionados con las especias. Será una Casa de la Contratación de la Especiería. El rey, nuestro señor, como ya os he dicho, está muy ilusionado con las noticias que vuesa merced le dio hace algunas semanas.

—¿Significa que pronto habrá una nueva expedición a la Especiería?

—No lo dudéis.

Elcano hubiera deseado proseguir aquella conversación, pero apareció Santiago con una bolsilla con el dinero y el recibo. Elcano guardó el dinero, firmó el papel y, antes de marcharse, dijo al obispo:

—He tratado de localizar a Pigafetta. Pero se ha ido de Valladolid.

—¿Cómo lo sabéis?

—En la casa de postas me dijeron que tomó el camino de Zamora.

—¡Va a Lisboa!

—Pienso como vuestra ilustrísima. Allí presumirá de que ha dado la vuelta a la Tierra y contará las cosas según convenga a sus intereses.

—En su diario presta poca atención a lo ocurrido los últimos meses de navegación, a partir de que la Victoria quedara a vuestro mando. Desde luego nada que ver con la información que proporciona de lo ocurrido hasta entonces, pese a que el viaje tomó otra dimensión una vez que lograsteis pasar a las aguas del Atlántico.

—Aseguro a vuestra ilustrísima que hubimos de vencer tantas dificultades que jamás olvidaré esa fecha. Era a primera hora de la tarde del martes 20 de mayo cuando di por terminada la maniobra, sabiendo que estábamos en el océano Atlántico.

—Esa es la fecha que aparece en el derrotero que el piloto Francisco Albo, el que os ha acompañado en vuestra visita a su majestad, nos ha entregado. Pero Pigafetta señala otra muy diferente. Afirma que fue dos semanas antes.

—Ese Pigafetta, ilustrísima, estaba más pendiente de otras cosas.

—Ha sido él quien ha dejado caer en los oídos del rey algunas palabras que no os favorecen.

—¿A qué se ha referido?

—A la cantidad de clavo que se embarcó y a la que se descargó en Sevilla. —Elcano tuvo la confirmación de lo que ya sospechaba cuando el juez que lo interrogó puso tanto empeño en aquella cuestión—. También se refiere con mucho lujo de detalles a vuestro papel en lo ocurrido en la bahía de San Julián, indicando que fuisteis uno de los principales en la rebelión.

—Como ya he dicho a su ilustrísima, estuve en esa ocasión donde mi conciencia me ordenaba que debía estar. Magallanes estaba incumpliendo las órdenes de su majestad y don Juan de Cartagena quiso que se diera exacto cumplimiento.

Al secretario de Indias se le ensombreció el semblante.

—No puedo entretenerme más. He de marcharme. Pero sabed que los portugueses tienen ya cumplida información de todo esto, más allá de lo que Pigafetta haya podido contar.

—¿A qué se refiere su ilustrísima?

—A que en la Corte es muy complicado que se mantenga un secreto y en Valladolid hay más de un agente que envía a Lisboa información casi a diario. Es mucho lo que hay en juego. Aprovecho para deciros que tengáis cuidado. Estamos en tiempos difíciles y la vida de un hombre sólo vale un puñado de ducados.

La travesía final

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