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2. ANTECEDENTES Y FUNDAMENTO

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La regla contenida en el precepto citado había sido ya admitida con anterioridad, no sólo por la jurisprudencia, sino también por otras normas de nuestro ordenamiento positivo; así en el ya derogado artículo 30 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957, o en el ámbito local, en el aún vigente artículo 11 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 17 de junio de 1955, que sigue afirmando que las disposiciones de las Ordenanzas y los Reglamentos locales vincularán a los administrados y a la corporación sin que ésta pueda dispensar individualmente de su observación en términos semejantes. De igual modo, este principio se recogía en la anterior Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común, concretamente en su artículo 51.2 y, en términos semejantes, en la Ley 50/1997, en su artículo 23.4 en redacción hoy modificada por la Ley 40/2015.

Las respuestas que se han dado para justificar este principio o regla aplicativa han sido diversas. Recordemos las principales:

1. Nuestra antigua jurisprudencia contencioso-administrativa había reconocido ya la regla de la inderogabilidad singular de los Reglamentos en base a al principio de respeto a los derechos adquiridos. Ello se debía en gran medida a que la vieja Ley de lo Contencioso de Santamaría de Paredes de 1888, se basaba, efectivamente, en dichos derechos. En efecto, para que el recurso contencioso-administrativo fuese admisible se exigía que el recurrente fuese titular de un derecho subjetivo preexistente. Así, por ejemplo, si la Administración negaba una licencia a un particular que reunía todas las condiciones exigidas por el Reglamento aplicable y que, por eso, tenía un verdadero derecho a obtenerla, había que entender que esa negativa implicaba una derogación singular de lo reglamentado con carácter general atentatoria al derecho reconocido por la norma.

Esta explicación es válida pero resulta incompleta ya que, de hecho, el mayor temor frente a las dispensas singulares no radica en que se desconozcan derechos adquiridos sino todo lo contrario, es decir, en la posibilidad de que determinados particulares encuentren excesivas facilidades por parte de las Administraciones Públicas que estuvieran dispuestas a derogar, en beneficio de ellos, los trámites y regulaciones que se exigen con carácter general a todos los ciudadanos. Justamente es esto último lo que esencialmente se trata de evitar: que se produzcan situaciones injustificadas de favor en beneficio de personas determinadas. A esto no alcanza a dar respuesta la tesis de los derechos adquiridos.

2. Se ha intentado también explicar la regla de la inderogabilidad singular de los Reglamentos acudiendo a argumentos políticos infraestructurales, considerándola como un correlato del principio de igualdad.

Sin embargo, tampoco esta explicación es totalmente satisfactoria ya que la regla en cuestión no prohíbe sin más el trato desigual, sino sólo la dispensa singular de un Reglamento cuando éste mismo no la prevé. Un Reglamento puede, en efecto, prever la posibilidad de conceder en ciertos casos una dispensa, algo que no prohíbe la regla que estudiamos, aunque el otorgamiento de la dispensa prevista suponga en principio una diferencia de trato –que puede determinar su nulidad por contradecir, en su caso, un principio o un derecho constitucional a la igualdad, pero no por infringir el principio que ahora estudiamos– que deberá estar objetivamente justificada.

La explicación no está, por tanto, en el principio de igualdad. El principio de igualdad no exige siempre tratos iguales, sino que impone también trato desigual si las situaciones o circunstancias son objetivamente diferentes. Lo que condena son, como hoy precisa el artículo 14 de la Constitución, las discriminaciones o distinciones arbitrarias. Sin embargo, el principio de la inderogabilidad singular de los Reglamentos es puramente formal y no permite entrar a calificar si la derogación singular está o no materialmente justificada.

3. La moderna doctrina encuentra la explicación más correcta de la regla de la inderogabilidad de los Reglamentos en la construcción técnica del principio de legalidad a que se somete la Administración, ya que está sometida como sujeto de Derecho que es, a todo el ordenamiento y, por tanto también, a sus propios Reglamentos. Esto se apoyaría normativamente en el ya citado 103.1 de la Constitución, y también en el 106.1, al indicar que «1. Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican».

En efecto, la función capital del ordenamiento jurídico en relación con la Administración es atribuir potestades con sus consiguientes limitaciones pues, naturalmente, no hay ninguna potestad ilimitada. Al estar la Administración sometida a sus Reglamentos y estos no prever en esta hipótesis, la posibilidad de su dispensa, la llamada derogación singular sería, en rigor, una infracción del Reglamento mismo. Es cierto que la Administración tiene también atribuido el poder derogatorio del Reglamento que forma parte de la potestad reglamentaria, pero dicho poder derogatorio no puede ejercerse singularmente sin ofensa definitiva e insalvable al principio de legalidad.

El esquema que acabamos de exponer para los Reglamentos, no es, sin embargo, reproducible para la norma de rango legal, que sí admite su derogación singular. Ello se debe a que los atributos del poder legislativo, del que emana la norma legal, son distintos al del poder reglamentario. El poder legislativo, dado su carácter de representante de la soberanía nacional (artículo 66 de la Constitución), es libre y originario y por tanto puede enmendar, también singularmente, lo establecido por norma legal anterior. El poder normativo administrativo no tiene, en modo alguno, esos atributos.

El principio de inderogabilidad singular de los Reglamentos viene a significar que la potestad reglamentaria se inserta en la posición jurídica general de la Administración que se halla subordinada en su actividad a las normas preexistentes, incluso por las que ella misma produce, con la única salvedad de su modificación o derogación en su conjunto y no aislada o singularmente mediante simples actos o resoluciones.

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