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FORMAS DE SOCIABILIDAD
ОглавлениеEl proceso emancipador, concluido en el decenio de 1820, trajo evidentes cambios en la sociedad, que parecen haber sido más bien exteriores. La sustitución del régimen monárquico por otro republicano supuso la desaparición de los signos que representaban las diferencias en una sociedad dotada de ciertos rasgos estamentales y que contaba con grupos privilegiados. A la eliminación de los títulos de nobleza y de los escudos de armas de las casas, llevados a cabo durante el gobierno de O’Higgins, siguió la abolición de los mayorazgos. Parece necesario tener en cuenta la mantención de las antiguas elites, lo que facilitó la recomposición de los patrimonios de sus integrantes. Este proceso es muy visible en Santiago, pero algo similar ocurrió en las restantes ciudades chilenas. En efecto, en el norte la independencia tuvo un tono menor, pues en ella prácticamente no hubo recurso a las armas; en el sur, en cambio, la guerra, extremadamente cruenta, ocasionó un empobrecimiento generalizado de la elite. Con todo, la economía regional no demoró demasiado en adquirir un nuevo ritmo, y fueron las mismas familias anteriores a la emancipación las que continuaron ocupando las situaciones de preeminencia en la sociedad local, sin perjuicio de la incorporación de nuevos integrantes. En 1828 Poeppig encontró en la semidestruida Concepción solo “unas pocas familias caracterizadas por su viejo abolengo o su riqueza”361. Después del reajuste político, proceso que durante 15 años constituyó un verdadero campo de experimentación, las viejas estructuras administrativas de la monarquía se adaptaron, con cambio menores, a los requerimientos de la república.
Si durante la monarquía el sector superior, la nobleza, distaba de ser homogéneo, durante la república, el mismo sector o grupo alto, denominado la “gente decente” en la terminología de la época, tampoco lo fue. No obstante la continuidad que se advierte en los integrantes de la elite, hubo cambios en ella, cuya velocidad y extensión estuvo marcado por el enriquecimiento generalizado de las personas, por la difusión de modas provenientes del extranjero, muy decisiva en la adopción de mecanismos de diferenciación social e, incluso, por la coyuntura política.
En sus líneas generales, la consolidación de la república no cambió sino lentamente la estructura de la sociedad. Y las elites fueron modificando también con lentitud sus formas de vida características. Ellas eran congruentes con la modestia, más bien pobreza, que exhibían —que en los casos de Concepción y Valdivia se manifestó en una abierta miseria como consecuencia de la guerra y de los secuestros de que fueron víctimas las familias realistas—, y que se reflejaba en la sencillez de las casas principales, a las cuales hacia 1826 comenzaron a llegar, de la mano de los extranjeros, los papeles murales pintados, los suelos enmaderados y las alfombras362. Hacía notar por entonces el alemán Poeppig la influencia que estaba ejerciendo en la vida social de las clases altas chilenas la “civilización europea” y llamaba la atención hacia las “contradicciones bruscas e inconexas” en las costumbres y en el menaje de las casas, resultado, según el viajero, “de la penetración rápida y sin preparación previa de la cultura europea”. Pero concluía que esas disparidades estaban desapareciendo y que “en pocos años la clase superior de Chile no se distinguirá en nada de la europea que ocupa igual nivel”363. Una percepción similar tuvo el polaco Ignacio Domeyko en La Serena, en 1838:
Llegué en los primeros tiempos de la independencia chilena; no habían pasado ni veinte años desde la dominación de los españoles, quienes durante los tres siglos de su gobierno y presencia echaron raíces tan profundas en la población y en el estado social, que pese a la guerra y a la sacudida revolucionaria, pese a la afluencia de extranjeros, a la apertura del comercio y relaciones con todo el mundo encontré aquí intactas aún las leyes, hábitos y costumbres de este pueblo, particularmente en la vida interior y familiar. Este estado de la sociedad, violentamente remecido en sus fundamentos y expuesto a la influencia foránea, hostil al pasado y a las tradiciones coloniales, está cambiando tan rápidamente que dentro de veinte años los jóvenes chilenos no tendrán una idea de lo que son ahora sus padres364.
La mantención de ciertas formas de sociabilidad al concluir el decenio de 1820, como las desarrolladas en los cafés, en las que participaban miembros de las elites y de los sectores medios —repletos, según Poeppig, de “bebedores de las clases superiores”—, así como extranjeros, se entiende con facilidad si se considera que en general eran actividades en que participaban hombres solos, y en que, además de beber café, licores y la “preciosa sustancia llamada gaseosa”—conocida en Chile por 1843—, comer y jugar a las cartas o al billar, se conversaba y se discutía de política365. Recordaba José Joaquín Vallejo que en Copiapó el café era el lugar en que “la tertulia argentina se ha declarado en sesión permanente” para hablar en contra de Rosas y de sus seguidores. Todavía hacia 1840 predominaban en los cafés los hombres solos, sin perjuicio de que tanto en Santiago y Valparaíso existieran locales con “salas para señoras”, que ofrecían refrescos y “helados del mejor gusto”366.
En el famoso Café de la Baranda, que funcionaba en Monjitas con San Antonio desde 1831, se había construido un tablado al que subían algunas conocidas chinganeras a interpretar uno que otro sainete, pieza teatral corta y jocosa que gozaba de gran aceptación popular.
Los extranjeros calificaban de “agradabilísima” la vida social en Santiago, en especial por el hecho de que apenas presentado, el individuo pasaba a ser miembro de las tertulias de la casa. El sueco Carlos Eduardo Bladh, en Chile entre 1821 y 1828, dejó unos perspicaces cuadros de la sociabilidad en Santiago y Valparaíso. Al referirse a la tertulia anotó que era bastante austera: dulces servidos en una bandeja con un vaso de agua. No podía ser de otra manera, pues la esencia de la reunión era la ausencia de formalidades. Las señoras, sentadas en un sofá, eran rodeadas por las señoritas formando un semicírculo. Detrás de las damas los caballeros formaban otro semicírculo. Después de un momento de charla, breve por la manifiesta impericia de los varones para mantener una conversación de algún interés, como subrayaban todos los viajeros, los concurrentes persuadían a una de las hijas de la casa a que se sentara ante el piano y ejecutara algunas piezas. Pronto, a petición de la dueña de la casa, se iniciaba el baile con una contradanza —ya en la capital se bailaba de preferencia la cuadrilla francesa, recién introducida y en general mal ejecutada—, a la que seguían valses, gavotas y minués. Algunas de las señoritas y señoras asistentes cantaban acompañadas de guitarras, y no se olvidaban los bailes nacionales: el cuándo, una de las danzas preferidas, la zamacueca, que se bailaba en todas las casas, tanto acomodadas como modestas, y la refalosa. No pudo dejar de referirse Bladh a “una costumbre extraña y desagradable”: la llegada de conocidos y desconocidos a observar el baile, hasta “señoras decentes tapadas”, a las que se alude a continuación367. La fácil entrada de los extranjeros a los hogares pudientes de las ciudades chilenas, en especial en Valparaíso, les permitía a estos conocer a las muchachas de la familia, lo que facilitaba la iniciación de relaciones que podía concluir en matrimonios368. Y es interesante anotar que en la concertación de esos matrimonios, tanto con extranjeros como con nacionales, no parece haber influido de manera decisiva la situación económica del novio369. En cuanto a la religión de los extranjeros, el hecho de no profesar el catolicismo no constituyó obstáculo para su integración a la vida social chilena.
Domeyko dejó agudos bocetos acerca de la sociabilidad en La Serena, en que precisamente se advierten las “contradicciones bruscas” en las costumbres a que aludía Poeppig. Muy ilustrativa es la descripción de una recepción dada por el intendente Francisco de Borja Irarrázaval Solar con motivo del onomástico de su esposa Mercedes Undurraga Gallardo. Después de cruzar con dificultad el portal de la casa y de atravesar el patio “repleto por el populacho”, logró Domeyko entrar al salón, cuyo tercio o cuarto estaba ocupado por un público que no formaba parte del baile.
La concurrencia danzante de las elegantes damas y de los bailarines se rozaba, por decirlo así, con la presión de hombres y mujeres de diversa condición social, que a través de las puertas y ventanas y aun […] en una parte del salón, eran solo espectadores y constituían la parte exterior del baile. Esta parte de la sociedad se compone, según me enteré pronto, de los llamados tapados. Había entre estos, señoras y caballeros de la clase elevada; había también burgueses, mozos y negros. Cada tapada llevaba un velo, un pañuelo u otro chal rodeándole la cabeza en forma tal que solo los ojos, y a veces un solo ojo, negro y grande, quedaba visible. Y los hombres llevaban sus redondas capas españolas echadas sobre los hombres hasta los ojos, y los sombreros también metidos hasta los ojos, porque estos tapados caballeros tienen el derecho a permanecer cubiertos hasta en el interior del salón, junto a la puerta. Entre estos, como pares inter pares, hay también gente de condición obrera, con ponchos blancos o de colores chillones, y con sombreros de paja, e incluso criados al lado de señoras de buena posición, escondiendo su cara tras pañuelos multicolores, contemplan con calma el tono superior de la velada370.
Comprendiendo la sorpresa de Domeyko, el intendente le expresó que en Europa seguramente se ordenaría a los lacayos dispersar a la plebe o bien poner policías para impedir el paso al portal. Un invitado recién llegado de Santiago opinó que, en efecto, aquello no se avenía con el “buen tono”. Domeyko, a su turno, confirmó que en su país se pondría una guardia ante el portal.
¡Ay! —dijo [el intendente]—, porque entre ustedes hay un gran afán de libertad y de igualdad. También entre nosotros en nuestra capital, Santiago —dijo volviéndose al santiaguino—, nos tienen a los viejos por aristócratas, creyéndose ellos mismo liberales e introduciendo novedades de los ingleses y franceses, a quienes estiman muy liberales. Aquí, en otros tiempos, poco se hablaba de liberalismo, pero vivíamos siempre cerca de la gente de toda condición social, nos relacionábamos con el pueblo, sin merma alguna para la debida sumisión. Mi padre, el marqués [...], daba bailes y grandes recepciones en la capital, pero siempre con puertas y ventanas abiertas. El paso libre para todos: tanto para los invitados como para los tapados. Y cuidado con que a alguien se le ocurriera por orgullo o por capricho cerrar las puertas y ventanas, como ya comienza a ser la moda en nuestra nueva sociedad; el pueblo haría saltar los vidrios de las ventanas y quebraría las puertas en pedazos371.
Un decenio después tapados y tapadas habían desaparecido de bailes y recepciones. Solo en los matrimonios de los miembros de las elites se mantuvo la presencia de los sectores populares en el interior de las iglesias en que se celebraba la ceremonia. Sin embargo, el manto negro con el cual las mujeres de todas las condiciones sociales se cubrían la cabeza se usó hasta el primer decenio del siglo XX, con seguridad por su asociación a las prácticas religiosas372.
En las tertulias de más importancia se servía el “ponche en leche” —leche, ron y azúcar— y en los grandes bailes abundaban la comida y el lujo. Para estas ocasiones, y para asegurar el brillo de la recepción, las familias distinguidas prestaban espejos, cuadros, lámparas, alfombras, muebles, cuchillería, cristalería y porcelanas. Los grandes bailes eran ofrecidos, en general, por grupos y corporaciones: ingleses, franceses o los municipios. En ellos se ofrecía también comida, y Bladh anotó que existía la “bulliciosa manera inglesa” de acompañar los brindis, propuestos en largos discursos, con el “hip, hurra” de los asistentes y haciendo ruido con los platos373.
En los años iniciales del siglo XIX, recuerda un contemporáneo, Santiago brindaba todos los placeres que buscaba un hombre educado a la española: “muchas tertulias en varias casas respetables para pasar una noche alegre entre el canto, música, baile, juegos de prendas”374. Era habitual el paso de la conversación y de los juegos al baile. Así, en una tertulia en casa de José Antonio Pérez-Cotapos, en Santiago, cuando se pudo reunir un número suficiente de personas se inició el baile con un minué, al que le siguieron alemandas, cuadrillas y danzas españolas375. También había veladas musicales en las casas, recordándose en especial las de José Manuel Astorga y de Isidora Zegers Montenegro. A las de esta última acudían los pintores Rugendas y Monvoisin, e intelectuales y escritores como Andrés Bello, Ignacio Domeyko y José Joaquín Vallejo, entre otros. La señora Zegers, notable cantante, pianista y compositora, cuya acción fue fundamental en el desarrollo de la cultura musical chilena, conducía sus reuniones con gran refinamiento y llegaron a contarse entre las más importantes de Santiago376. Las casas de Juan Agustín Alcalde y Bascuñán, José Joaquín Pérez, Domingo Matte Messía y José Manuel Guzmán acogieron activas tertulias sociales y políticas377. En el salón de doña Mercedes Marín Recabarren de Solar, la célebre poetisa hija del secretario de la primera Junta de Gobierno, se congregaban Andrés Bello, Isidora Zegers, Manuel Antonio Tocornal y el pintor alemán Mauricio Rugendas, y se leía a Fénelon, Chateaubriand, Madame de Staël y Cervantes378.
Este modelo se repetía en las ciudades de provincia. Francisco Antonio Pinto, intendente de Coquimbo en 1826, reunía en su casa a la buena sociedad y a algunos visitantes extranjeros; “agregad a esto —recuerda un viajero francés— una docena de hermosas señoritas muy alegres, como todas las americanas, y no os sorprenderéis de que nuestras veladas en casa del señor Pinto fueran encantadoras”379.
El norteamericano Edmond Reuel Smith dejó un vivo retrato de la sociedad de Los Ángeles, ciudad a la que llegó después de un fatigoso viaje. Alojado en la residencia del intendente, fue llevado a una casa vecina donde se celebraba un cumpleaños. A pesar de su cansancio, debió bailar polcas, valses, cuadrillas y zamacuecas hasta las dos de la madrugada. Y se refirió así a la concurrencia:
Casi todas las damas eran bonitas y de buena figura; todas, bien vestidas y de agradable trato; eran vivas e inteligentes y, sin ser muy instruidas, poseían un grado de refinamiento que era extraño encontrar en un lugar de poca importancia, tan alejado de la capital. Los jóvenes se mostraban verdaderos provincianos, con bastante pretensión de elegancia exagerada, aunque vestidos con trajes pertenecientes a modas un poco antiguas. No fue esta la primera oportunidad que se me presentó de observar —como no puede menos de hacerlo todo extranjero en Chile— la superioridad inexplicable, tanto intelectual como física, de las mujeres380.
En Valdivia, los inmigrantes le dieron un impulso extraordinario a la vida cultural. En torno al destacado médico argentino José Ramón Elguero, huido de la tiranía de Rosas, eximio latinista, primer rector del liceo de Valdivia, fundado en 1845, y uno de los padres de la psiquiatría chilena, se había formado un círculo de elevada cultura, con integrantes de las familias Adriasola, Castelblanco, Mujica, Pérez de Arce y Lopetegui381. Y a este impulso a las actividades intelectuales contribuyeron desde muy temprano los colonos alemanes, algunos de sólida formación académica. Muchos se dedicaron a la indispensable tarea de reconocer la geografía de la provincia, labor cuyo fruto fue el notable plano levantado por Guillermo Frick. Pero también se preocuparon de la climatología —ya en 1852 Carlos Anwandter había instalado una estación meteorológica—, de la fauna y de la flora. Fue tal vez en las bellas artes donde el aporte germánico destacó con mayor fuerza. El dibujo, indispensable herramienta para los naturalistas, tuvo representantes de indiscutida calidad en los hermanos Bernardo y Rodulfo Amando Philippi y en los hermanos Guillermo y Ernesto Frick; este último impartió clases de dibujo en el liceo y en su casa382.
Gran importancia alcanzaron las tertulias de eclesiásticos, “sano y agradable solaz”, a las que también acudían laicos, que fueron retratadas por el arzobispo e historiador Crescente Errázuriz. En ellas se daba noticias de los amigos ausentes, se conversaba de los asuntos que interesaban a la opinión pública y se hablaba de política, en especial durante la vacancia del arzobispado de Santiago. Estas tertulias tenían lugar en las casas de los sacerdotes, pero también en las de “respetables caballeros y señoras”. Entre las más conocidas se contaron la de Ramón Astorga, la de José Miguel Arístegui, la de Jorge Montes y la de Dolores Ramírez de Ortúzar383.
No es ocioso recordar que estas reuniones se iniciaban habitualmente en torno a una mesa de malilla o de rocambor. El juego, al igual que en los siglos de la monarquía, ejercía una irresistible atracción en Santiago y en las otras ciudades chilenas sobre personas de todas las condiciones sociales y de las más variadas actividades, como lo advirtió un viajero:
En un rincón de la pieza se encuentra alrededor de mesas bajas un grupo apretujado de hombres de edad. Guardan silencio, hasta que una causa que el observador todavía ignora motiva exclamaciones fuertes, pero rápidamente contenidas. Están jugando384.
Los salones no solo congregaban a las personas para conversar, jugar o disfrutar de la música. Eran los lugares en que se anudaban amistades entre personas de sexo opuesto. En las casas en que había hijas en estado de merecer se acostumbraba a abrir las puertas no solo a los amigos, sino a quienes estos introducían, solicitando anticipadamente su admisión385.
La tertulia pronto dejó paso a modalidades más complejas de sociabilidad, que supusieron evidentes progresos en el arte de la conversación, como las tertulias intelectuales o las políticas. Entre las primeras han de recordarse la de los Egaña, padre e hijo, en Peñalolén, a la que acudían Andrés Bello, José Miguel de la Barra y Manuel Carvallo, además de extranjeros residentes, para hablar de política, de ciencia, de educación y de economía, y la de Enriqueta Pinto de Bulnes, a la que asistían los escritores surgido del movimiento literario de 1842386. Cabe anotar que una hija de esta, Lucía Bulnes de Vergara, mantuvo a su turno, a partir de 1880 y hasta el siglo XX, un salón que no solo se caracterizó por la agudeza de la conversación y la variedad de los invitados, sino por la calidad de los manjares y bebidas ofrecidos en la reunión. En torno al periódico La Semana, fundado en 1858 por los hermanos Arteaga Alemparte, se reunió el Círculo de los Amigos de las Letras, de clara tendencia liberal387. Emilia Herrera de Toro, que recibía en su salón a los emigrados argentinos, al llegar el verano se desplazaba a su fundo de Lo Águila, donde se continuaban las tertulias388.
Destacaron entre las tertulias políticas las realizadas en las casas de Domingo Fernández Concha, de Manuel Antonio Tocornal y de los hermanos Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, esta última, conocida como “La Picantería”, la más célebre por su marcado signo liberal y por haber contado con su ameno historiador, Joaquín Santa Cruz389.
Los bailes se hacían tanto en lugares de acceso libre y pagado como en las casas. Los bailes, fundamentalmente los de máscaras, constituyeron actividades características de la vida social de Valparaíso. En esa ciudad tuvieron gran éxito los bailes ofrecidos con motivo de las Fiestas Patrias, en los que la concurrencia era muy variada, con gran presencia de los sectores populares. Mucho éxito tuvieron los bailes de disfraces, en que los asistentes eran, hacia mediados del siglo XIX, mujeres de los sectores medios y bajos, que llevaban “trajes pomposos y extraños”, empleados del comercio y marinos algo bebidos, en tanto que las señoras y la “gente de respeto” se sentaban en los palcos a presenciar el extravagante espectáculo390. En la capital los bailes en lugares públicos se realizaban en la Sociedad Filarmónica, fundada en 1826 con la participación de Isidora Zegers, que propagó el conocimiento de los bailes europeos, y, desde la segunda mitad del siglo, en el Club de la Unión.
A partir del decenio de 1850 se generalizó la afición por grandes bailes de larga y costosa preparación ofrecidas por las familias principales, en que los invitantes hacían una cuidadosa selección de los participantes. Los bailes de fantasía eran actividades en que los invitados no solo se mostraban en un lugar cerrado, haciendo exhibición del lujo de sus vestiduras, sino que se convertían en objeto de información periodística, es decir, en noticia. Uno de ellos, “sin precedentes en los anales de la sociedad”, fue el ofrecido por Manuel Antonio Tocornal en el decenio de 1860391. Al gran baile dado por Enrique Meiggs en 1866 se deben agregar los ofrecidos por Claudio Vicuña Guerrero en el palacio de la Alhambra, en 1877392, y por Víctor Echaurren Valero en 1885. Ellos constituyeron una muestra muy característica de las diversiones de la clase alta, que perseguía múltiples objetivos, como marcar las diferencias sociales, ejercitar las buenas maneras, permitir la interacción entre los sexos, desenvolverse dentro de un marco de comportamiento rígidamente codificado, establecer alianzas políticas y económicas y realizar negocios393. Hacia 1853 se bailaban polcas, redowas, valses y cuadrillas; en 1877 se habían agregado mazurcas, galopas y cotillón394. La complejidad de los bailes era tal, que, además de exigir algunos la presencia de un maestro que los dirigiera, aconsejaba en ocasiones publicar en la prensa las piezas que se tocarían y las figuras que se bailarían en el cotillón, como ocurrió en el baile dado por Claudio Vicuña395.
Le extrañó a Bladh, como a otros viajeros de los decenios de 1820 y 1830, la ausencia de “buenos modales en la mesa”, que se manifestaba, entre otras cosas, en que la dueña de casa o una de sus hijas ofrecía al invitado, con su propio tenedor, los mejores trozos de un manjar, debiendo aquel devolver la cortesía396. La falta de modales era, por cierto, más general, pero muy pronto los sectores altos trataron de adquirirlos. La labor de los colegios ingleses para señoritas en Valparaíso y las relaciones con los extranjeros fueron muy decisivas en este aspecto, así como la publicación de obras sobre el tema, como el celebérrimo Manual de urbanidad y buenas maneras, del venezolano Manuel Antonio Carreño, publicado en 1859, y con numerosísimas ediciones en diversos países americanos, o el Manual del Buen Tono, traducción del argentino Ramón Gil Navarro Ocampo. Este no dudó en hacer un inmisericorde retrato de la alta sociedad de Santiago, en que los dardos iban dirigidos contra los varones,
mal vestidos y feos como un dolor de muelas, huasos y sin maneras, como aldeanos. En balde quieren ser como los de Valparaíso, pues les falta el roce con los extranjeros, que es lo que da a estos más tono y maneras397.
No cabe dudar, por cierto, de la influencia de los extranjeros en el progresivo refinamiento de las elites chilenas. Pero a esto ha de agregarse otro elemento fundamental: los viajes de los chilenos al exterior, de preferencia a Francia. Muchos padres de familia llegaron al convencimiento de que la instrucción, “para ser buena, solo podía adquirirse en la culta Europa”. Ya en 1821 habían viajado a Francia Calixto, Lorenzo y Víctor Guerrero y Varas, tres hermanos Larraín Moxó, José Manuel Ramírez Rosales y Ramón Undurraga Ramírez; en 1826 se embarcaron hacia Gran Bretaña Carlos Pérez Rosales y Juan Enrique Ramírez, en tanto que a Francia viajaron ese mismo año Santiago Rosales Larraín, Manuel Solar, Lorenzo, Ramón, Manuel y Miguel Jaraquemada Carrera, José Luis y Adriano Borgoño, Bernardo, Domingo, Alonso y Nicasio de Toro Guzmán, Antonio y José de la Lastra, Ruperto Solar Rosales y Vicente Pérez Rosales. Más tarde, y también a Francia, viajaron José Manuel Izquierdo y Manuel Talavera398.
A los estudiantes enviados a Francia deben sumarse varios oficiales del Ejército: José Agustín Olavarrieta, en 1844; Manuel Valdés y Adriano Silva, en 1846; 13 alumnos aventajados de la Escuela Militar en 1847. En 1848 cursaban sus estudios castrenses en Francia Ricardo Marín, Alberto Blest Gana, Félix Blanco Gana, Benjamín Viel y Toro, Tomás Walton, Selenio Gutiérrez, Luis Arteaga, José Francisco Gana Castro y Antonio Donoso399. No está de más recordar que Alberto Blest, Félix Blanco y Ricardo Marín colaboraron en el levantamiento topográfico de la Picardía, lo que les permitió más adelante ayudar a Amado Pissis en sus trabajos cartográficos en Chile.
Estos viajes, originalmente de formación, se convirtieron, cuando el desarrollo económico y el enriquecimiento personal lo permitieron, en viajes de placer. Estos podían durar años y sus costos, elevadísimos, solo podían ser asumidos por fortunas muy sólidas400. Las largas permanencias en París, similar a las de peruanos y argentinos ricos, dieron nacimiento a los “trasplantados”, analizados de manera implacable en la novela homónima de Alberto Blest Gana, él, a su vez, un destacado ejemplo del trasplantado401.
Un elemento esencial de diferenciación, al que en parte se ha hecho ya referencia, fue la tendencia de las elites al lujo, no solo en sus hogares, sino también en las personas, materia que debe tenerse en cuenta por la creciente importancia que adquirió con el enriquecimiento del país. Una expresión de esta actitud, importante por su visibilidad, fueron los coches, muchos importados desde Francia, como calesas, cupés y berlinas, que, conducidas por cocheros y lacayos con libreas, eran forzados a “balancearse como buque” por las piedras redondas y los hoyos de las calles402. En rigor, el lujo no fue un rasgo distintivo del siglo XIX, ya que la tendencia hacia él y las medidas para combatirlas, especialmente de la Iglesia, habían sido una constante durante toda la monarquía. Pero en la república el fenómeno fue más notorio por la mayor riqueza de las elites, por la escala en que se dio y por el refinamiento que alcanzó, impensable en los siglos anteriores.
Los sectores medios habían existido ciertamente durante todo el antiguo régimen, y continuaron existiendo bajo la república, si bien es posible que con el repentino auge del comercio y de la minería muchas personas descubrieran nuevos campos de acción y experimentaran un enriquecimiento más veloz y un paralelo ascenso social. Las huellas de los integrantes de los sectores medios son perfectamente documentables, por lo que no deja de sorprender que la historiografía chilena haya sostenido que la aparición de la “clase media” es un fenómeno del siglo XX. Aunque es difícil caracterizarlos, en especial por su dinamismo interno, puede entenderse que a ellos pertenecían los integrantes de los grupos medios coloniales —piénsese en los estanquilleros, en los tenderos, en ciertos artesanos como plateros, constructores, talabarteros, ebanistas, empleados de las escribanías, de las aduanas y de los tribunales—, a los que se agregaron los miembros de las viejas familias coloniales en decadencia, los pequeños agricultores y comerciantes, los mineros, los empleados del comercio, de la banca, de la industria y del agro, los militares, marinos, pequeños agricultores y funcionarios menores de la administración, los migrantes de las provincias y buena parte de los inmigrantes extranjeros. Por último, el bajo pueblo urbano, en el que se mezclaban indios, negros, mestizos, mulatos y las diversas combinaciones entre ellos, así como numerosos extranjeros, mantuvo las mismas características del periodo anterior, si bien, como la documentación lo indica, aumentó su movilidad y, por consiguiente, su inestabilidad.