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LA “SALUD PÚBLICA” Y SUS INSTITUCIONES

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Las cifras esbozadas no dejaron indiferente a las autoridades, las cuales creyeron que con el concurso de los médicos y de las instituciones de salud coloniales, además de la creación de otras nuevas, sería posible dar mayor eficacia a la lucha contra la “desproporcionada mortalidad”. Esta última llamaba la atención ya en el decenio de 1820473, y desde luego conspiraba en contra del objetivo de incrementar la población, tan caro a los gobiernos republicanos.

Durante la llamada Patria Vieja, el Protomedicato y la escuela de medicina de la Universidad de San Felipe, que eran instituciones con raíces coloniales, no experimentaron modificaciones de nota. Las nuevas autoridades, con todo, dejaron patente, al establecer Juan Egaña en su proyecto de constitución política la llamada Junta Provincial de Sanidad, la necesidad de fortalecer las existentes, incluyendo siempre en ellas a los médicos, tal como por lo demás sucedía en el caso de aquéllas. En dicha Junta, en efecto, que era una suerte de organismo rector de la salud, participarían, entre otros, médicos y boticarios. Su objetivo sería ocuparse de las epidemias y los hospitales, y realizar estudios sobre los tres reinos de la naturaleza. Al año siguiente se reorganizó la Junta de Vacuna y en 1813 se dio vida a la Comisión de Salud Pública, en la cual parece que los médicos también formaron parte, toda vez que se le encargó la prevención de los males venéreos474.

Las autoridades de las primeras décadas del siglo XIX, devotas de la fe racionalista ilustrada, estimaron que era indispensable la presencia de los médicos en esas instituciones, dado que poseían los conocimientos modernos para tratar científicamente las enfermedades. Su intervención, sin embargo, no significó que las elites quedaran, con excepción del Protomedicato, al margen de aquéllas475. Su participación, como se adelantó, no experimentó merma alguna y se justificaba, al igual que en el periodo monárquico, por el deber que tenían de ejercer la caridad con los más necesitados. El ejemplo de lo sucedido con la vacuna enseña esa doble composición —en la que se unía la misericordia de unos con la ciencia de otros— que se aprecia en casi todos los organismos de la salud. En 1812, la Aurora de Chile informaba que la Junta [¿Provincial de Sanidad?] “que vela sobre la salud pública” consideraba, ateniéndose al informe del procurador general de Santiago, que el “arbitrio más útil y eficaz que puede adoptarse para su difusión y permanencia [de la vacuna], es la institución de una Junta compuesta de personas de carácter, piadosas, desocupadas y benéficas”. A sus 24 integrantes (o “diputados”), además de un “delegado”, se les encargaba que, a “nombre de la patria, se presten a estos oficios, que reclama la humanidad de su notorio celo religioso”. Dicho “delegado”, que era Judas Tadeo Reyes, redactó sus instrucciones, indicando que a dos de sus miembros les correspondería asistir a “la operación de la vacuna”, la que estaría a cargo “del facultativo vacunador”476; y para marcar su sello caritativo, subrayaba que esa Junta debía entenderse como una “asociación de misericordia”477.

Las instituciones aludidas tendieron a eclipsarse durante la llamada Reconquista478. Pero nada más ponerse término a esa etapa se retomó la senda iniciada en 1810. Así, el celo de O’Higgins por incrementar la población se tradujo en su decisión, que adoptó en 1817, de “reactivar” la Junta Nacional de Vacunas, obligando a los “médicos y cirujanos […a] la propagación de la vacuna por turno, y por ahora sin sueldo”479. Y también en su determinación de organizar, en 1822, la Junta Suprema de Sanidad. En ella participaban 11 personas (dos eran médicos), y su misión era proponer medidas para enfrentar los problemas “de higiene, salud y medicina que presentaba el país”480. En 1826, a raíz de las sugerencias que formuló el doctor Guillermo Blest, el gobierno de Blanco Encalada sustituyó el Protomedicato por la Sociedad Médica, asignándole a esta última, formada por los facultativos de Santiago, las funciones que hasta entonces cumplía aquél. Ramón Freire, por su parte, decidió reemplazarla por la Inspección General de Medicina481. Y Francisco Antonio Pinto, a su vez, repuso la Sociedad Médica, la que tuvo corta vida.

La inestabilidad que padecieron esos organismos, sujetos a desapariciones y transformaciones, tendió a aminorarse desde la llegada de Ovalle y Portales al poder482. Quizás el cambio más determinante que introdujeron radicó en que se dispusiera, de acuerdo a la constitución de 1833, que “todos los objetos de policía y todos los establecimientos públicos están bajo la suprema inspección del Presidente de la República”483, a diferencia de lo que acontecía en la carta de 1828, que entregaba esas materias al cuidado de las asambleas provinciales y las municipalidades484. Una de las primeras manifestaciones que anunciaba ese nuevo criterio se encuentra en la decisión de Ovalle y Portales de reinstalar, en 1830, el Protomedicato, dando fin a la existencia de la Sociedad Médica485. El periódico La Opinión, que aplaudió esa medida, decía que el

establecimiento de la Sociedad [Médica] no trajo utilidad alguna, antes por el contrario dejó un lamentable vacío en la destrucción del antiguo protomedicato, quien velaba sobre la conducta profesional de los médicos y cirujanos, de los farmacéuticos y sobre el precio, preparación y bondad de sus medicamentos, deberes que no podía llenar la Sociedad por estar compuesta por todo el cuerpo de facultativos, no quedando individuo alguno sobre quien ejercer la autoridad, ni pudiendo esperarse que la ejerciese entre sus socios, a quienes precisamente debía afectar el espíritu de cuerpo486.

El decreto que restableció el Protomedicato, continuaba el editorialista, persigue

los adelantamientos de la ciencia, ya sea por sí solo o excitando con su autoridad el celo de los demás profesores, y de modo que vele enérgicamente sobre el cumplimiento y ejecución de leyes benéficas bien conocidas, establecidas tiempo ha, y consonantes con el resto de nuestra legislación487.

Da la impresión de que la idea de Portales era, por un lado, situar al Protomedicato bajo la dependencia directa del ministro del Interior, autoridad que designaría a sus integrantes, quienes ciertamente debían coincidir con los propósitos que perseguía el gobierno en materia de salud488, y, por otro, darle la fuerza suficiente a fin de que ejerciera la autoridad y encauzara el ejercicio de la profesión y la salud de acuerdo a lo que dictaba la modernidad científica. Ese mismo año un decreto de Ovalle y Portales reorganizó la Junta de Vacuna, precisando que la misma se compondría de siete miembros nombrados por el gobierno, y que su finalidad sería fomentar el uso de la vacuna, y organizar la inoculación entre los habitantes del país489.

La manifiesta centralización que pretendían esas medidas —que, en rigor, le daban al gobierno el control sobre las organizaciones de salud— tuvo su mejor expresión en las disposiciones que se tomaron respecto de los hospitales. Quien tenía responsabilidad hasta entonces en su dirección en Santiago, el llamado intendente de Hospitales, se opuso, como era de esperar, a cualquier cambio y alegó que su dependencia era de la asamblea provincial y de la municipalidad de la capital, tal como por lo demás lo disponía la constitución de 1828. El gobierno, con todo, convencido de que la sujeción al Ministerio del Interior impediría que “los intereses destinados al alivio de los miserables sean devorados por la vil avaricia”490, dictó un decreto en abril de 1832 en virtud del cual se constituyó la Junta Central de Beneficencia y Salud Pública. Se indicaba en dicha disposición que estaría integrada por 12 miembros, uno de los cuales debía ser médico. Sus amplias atribuciones apuntaban a “velar sobre todos los establecimientos de beneficencia y salud pública de Santiago y provincias, proponiendo al gobierno las reformas que fuere necesario”. Debía, asimismo, “observar los movimientos de la población, y si fueren desfavorables, indagar acerca de las causas de los mismos”; examinar “las enfermedades y proponer los remedios que sean convenientes; proponer mejorar a la policía de salubridad; [y] proponer los ramos de industria que sean más a propósito de la clase indigente”. El decreto mencionado ordenaba por último que en cada capital de provincia se instalara una junta similar, compuesta de cuatro miembros, designados por el intendente, que la presidiría491. En materia de hospitales, se sabe que dicha Junta introdujo reformas en su régimen económico y también en los de los otros establecimientos de Beneficencia. Tres meses después, a instancia de la asamblea provincial de Santiago, el gobierno dio vida a una Junta Directora de Hospitales y Casa de Expósitos, integrada por cinco miembros de la elite de la capital. En el mismo decreto se indicaba que los hospitales serían dirigidos por un administrador, nombrado esta vez por el ministro del Interior, entre cuyas facultades estaba la de remover a los médicos que servían en ellos492. La autoridad, asimismo, se reservó la aprobación de los gastos que se hicieran en esos nosocomios, supeditando al administrador al control del gobierno, y reproduciendo, en cierto modo, la solución política que Portales aplicó en todo orden de cosas: someter la marcha del país al poder del gobierno, en cualquier materia, la salud pública en este caso.

Fueron las instituciones mencionadas —Protomedicato, Junta de Vacuna, Junta Central de Beneficencia y Junta Directora de Hospitales, entre otras— las que el Estado empleó en la batalla contra las enfermedades. Su constitución y orientación, sin embargo, que era muy similar a la que tuvieron las organizaciones de beneficencia durante la Colonia, pronto fueron censuradas por los médicos, argumentando, como decía el doctor Cox en 1842, en su calidad de Protomédico, que “si el Supremo Gobierno [no] pone bajo la dirección de hombres dotados de conocimientos científicos los diversos ramos que afectan la salud pública, para que estos ilustren con absoluta independencia a los encargados de llevar a efecto las medidas que crean oportunas, cada día una epidemia particular emanada de un estado de insalubridad permanente, irá destruyendo a pasos agigantados la población”493.

Los facultativos, sin embargo, no tuvieron poder para cambiar las cosas. Quedaron, en realidad, sujetos a lo que decidieran los actores políticos, y la mayoría de estos optó, casi hasta finales del siglo XIX, por conservar la organización existente.

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