Читать книгу Historia de la República de Chile - Juan Eduardo Vargas Cariola - Страница 47
LOS INDÍGENAS DEL NORTE Y DE LA ZONA CENTRAL
ОглавлениеEn el litoral septentrional chileno hasta el difuso límite con Bolivia vivían en las caletas y en las quebradas que llegaban a ellas los indios changos, que habían experimentado un fuerte proceso de mestizaje y que hablaban solo castellano. Philippi pudo conocer en Taltal, en 1853, a un grupo de changos que allí vivía, y describió sus viviendas:
Nada es más sencillo que un rancho. Se fijan en el suelo cuatro costillas de ballenas o troncos de quisco, apenas de alto de seis pies, y se echan encima cueros de cabra, de lobos marinos, velas viejas, harapos y aun solo algas secas, y la casa está hecha. Por supuesto no hay en el interior ni sillas, ni mesas ni catres; el estómago de un lobo sirve para guardar el agua; unas pocas ollas y una artesa completan el ajuar de la casa595.
Observó el científico que las mujeres vestían como en las ciudades, con prendas de algodón, zapatillas, zarcillos y sortijas, y que los indígenas “eran tan políticos como si hubiesen recibido su educación en la capital”. Se alimentaban de pescados y mariscos y los hombres salían al mar en sus balsas formadas con dos cueros de lobos marinos inflados con aire. La pesca del congrio permitía su secado y su posterior venta a los habitantes del interior. Durante el invierno, cuando las bravezas del mar no permitían la pesca, los hombres se dedicaban a la caza de guanacos. Pero la iniciación de faenas mineras llevó a muchos changos a trabajar en esa actividad. Las mujeres, por su parte, pastoreaban cabras en los reducidos sectores en que la orografía y la camanchaca permitían la existencia de pastos. Calculó Philippi que los changos del litoral del desierto sumaban alrededor de 500 personas596.
En Atacama y Coquimbo los pueblos de indios creados en el siglo XVIII comenzaron a desaparecer al iniciarse la república. Debe recalcarse que desde mucho antes el mestizaje había diluido a la población propiamente indígena. Se ha de tener presente que los indígenas del norte y centro del país eran, hacia principios del siglo XIX, de muy diferentes orígenes. Los que encontraron los conquistadores en el norte y centro del país, y que fueron objeto de los primeros repartos eran presumiblemente naturales de la zona que habían experimentado una profunda aculturación, como lo hace pensar la organización dual que exhibían desde los valles del norte hasta la zona de Santiago, o bien procedían probablemente del Perú, de acuerdo con la práctica del incario de trasladar grandes grupos humanos de un sector geográfico del Tiawantinsuyo a otro597. En los decenios iniciales de la conquista se agregaron los huarpes, que eran aborígenes transandinos de Cuyo —fueron traídos en tal cantidad que incluso se formó en Santiago un cementerio especial para ellos598—, y los llamados indios Chile, promaucaes o purunaucas, de la zona central. Como, además, algunas encomiendas se unían o, al disminuir el número de sus integrantes, eran rellenadas con mapuches capturados en la frontera, lo que ocurrió con especial fuerza durante el siglo XVII, era manifiesta la diversidad étnica de los grupos indígenas. Por otra parte, la aludida creación de pueblos de indios a fines del siglo XVIII puso de manifiesto la dificultad de establecer un régimen de separación residencial, pues en forma paulatina se fueron incorporando a ellos indios libres, españoles, mestizo, mulatos y zambos. Parte de las tierras de dichos pueblos era, asimismo, arrendada por los foráneos.
Los intentos de determinar los orígenes étnicos de los indígenas mediante los apellidos registrados en los libros parroquiales o en las matrículas hechas en las visitas a las encomiendas carecen de sustento científico: a menudo eran los de los propios encomenderos, que se los asignaban a aquellos. Así, por ejemplo, en Coquimbo los apellidos Aguirre, Cisternas, Bravo, Roco, Saravia o Cortés se mezclaban en esas listas con los Cuturrufo, Garrote, Jopia, Chepillo, Caniguante, Tabilo599, Carroza y otros apellidos habituales entre los indígenas. La complejidad de este proceso se puede observar en el análisis del censo de 1813, que dio para el valle de Elqui un 58,54 por ciento de españoles americanos y europeos, un 26,59 de indios y mestizos y un 14,83 por ciento de negros y mulatos, espacialmente mezclados600.
En la zona central también el mestizaje había hecho desaparecer a los indígenas, no obstante lo cual algunos “pueblos de indios” creados en el siglo XVIII mantuvieron la diferenciación, a lo cual también contribuyó la subsistencia —tal vez mejor la creación— de mandones o caciques. En 1822 Maria Graham, en un largo paseo que hizo con varios acompañantes hacia el sur y el poniente de Santiago, sintió curiosidad por conocer al cacique de Chiñihue, pero la distancia y le necesidad de retornar a la capital al día siguiente le impidieron realizar ese propósito, por lo que optó por visitar al cacique de Llopeo, pueblo muy próximo a San Francisco del Monte. Pero el cacique no estaba, y el grupo de viajeros fue recibido por su cónyuge, “inteligente y bien parecida mujer”:
Cuando entramos estaba sentada en el estrado con una amiga y una de sus hijas. Otra de ellas, una bellísima muchacha, se ocupaba en amasar pan. La casa, aunque grande y cómoda, es un simple rancho de paja. Los huertos y campos anexos son bellos y perfectamente mantenidos, gracias al trabajo personal del cacique, sus dos hijos y sus mocetones, sobre quienes ejerce todavía una autoridad nominal y una autoridad moral, no menos poderosa aquí que en las naciones más civilizadas. Como se le supone dueño del derecho de la tierra, recibe por cada campo una pequeña contribución voluntaria en productos, a modo de reconocimiento de su dominio. Durante las dos últimas generaciones se le ha despojado de las dos terceras partes del pueblo, de manera que ahora el cacique no es más que una sombra Habla de ir, acompañado de una veintena de sus mejores mocetones, a hablar con el Director, para librarse de la intervención de los comandantes de distritos, que lo vejan y hostilizan de mil maneras. El lenguaje, hábitos y vestidos de estos indios no se diferencian casi de los demás chilenos, de que solo unas pocas costumbres los distinguen; hasta tal punto se han asimilado a sus conquistadores, quienes, por su parte, han adoptado también muchos de sus usos601.
Entre estos usos la viajera inglesa describió un baile de hombres —quienes, según ella lo interpretó, estaban vestidos con atuendos y aderezos femeninos en lugar de llevar el cuerpo pintado y la cabeza adornada con plumas, que sería lo propio de los indígenas que esperaba conocer—, en honor de la Virgen de la Merced, que, con acuerdo de los franciscanos del convento de Talagante, se hacía anualmente, y cuyo costo lo asumían, por turnos, los caciques de Talagante, Llopeo y Chiñihue602.
La breve aunque sustanciosa información transcrita da luces acerca de los pueblos de indios próximos a Santiago, que probablemente cabría extenderla a los otros aún subsistentes en las zonas norte y central del país. Como es sabido, estos pueblos se formaron en su mayoría durante el gobierno de Ambrosio Higgins, quien en enero de 1789 puso término al servicio personal de los indígenas —debe recordarse que la encomienda, en su concepción original, era solo de tributos— y dispuso la reducción de estos a poblaciones. Como las encomiendas habían sido jurídicamente temporales y limitadas en teoría a dos vidas, es decir, al beneficiario original y a su descendiente, cuando quedaban vacantes eran asignadas a otras personas, lo cual obligaba al traslado de los indígenas. De esta manera, al desocuparse las tierras en que habían vivido, pasaban habitualmente a personas que, alegando su vacancia, obtenían un título de merced sobre ellas. A partir del siglo XVII los encomenderos radicaron a sus indios en sus propias haciendas, de manera que al darse término a la encomienda de servicio, es decir, de trabajo, fue necesario buscar un nuevo asentamiento para ellos. Esto se tradujo en la instalación de los naturales ya en tierras de las mismas haciendas de los encomenderos, debidamente transferidas, o bien en las asignadas por las autoridades.
No puede extrañar, por tanto, que la “separación residencial” perseguida por las autoridades fuera un objetivo inalcanzable. Incluso los administradores de los pueblos de indios, no obstante ser españoles o mestizos, vivían dentro de aquellos603. Ya a fines del siglo XVII los pueblos de Aconcagua, Curimón, Apalta y Putaendo casi no tenían habitantes nacidos en ellos, y ahí vivían más mestizos que indios. Y la más importante de las encomiendas del valle, la de Aconcagua, fue traslada al concluir ese siglo a Codao, en Rancagua604. Un informe de 1816 sobre el estado del pueblo de Llopeo determinó la existencia de 18 familias de indios frente a 65 arrendatarios españoles que, con sus familias, sumaban 301 personas, y que tenían 240 animales605.
Los golpes más fuertes a estos grupos, a los que la posesión de un determinado retazo de tierras caracterizaba como indígenas, se iniciaron con los primeros pasos de la nueva república. Por su inspiración liberal todos los recién inaugurados gobiernos americanos tenían a la igualdad como a uno de sus principales objetivos y eran contrarios a la existencia de diferencias y privilegios. Pero, como bien se ha anotado, la ciudadanía y la igualdad legal obtenida entonces por los indios fue “una ilusión falaz”606. Cabe recordar que en agosto de 1821 San Martín decretó en el Perú la abolición de la legislación sobre indígenas, los cuales pasaron a ser llamados “peruanos”. Bolívar, más tarde, decidió la venta de las tierras pertenecientes al estado, con exclusión de las de los naturales. Pero en el mismo decreto les otorgó la propiedad de las que ocupaban, de manera que pudieran venderlas. La supresión de los privilegios legales de los indígenas se inició en México con una ley de 1822 que los declaró “ciudadanos” y les otorgó plena capacidad jurídica607. A continuación principió la división de las comunidades y la venta de sus tierras. En Chile, por ley de 4 de marzo de 1819, en los comienzos del gobierno de O’Higgins, se declaró abolido el régimen de protección de los aborígenes, y se suprimió el cargo de protector de indios. Poco después la ley de 10 de junio de 1823, dictada durante el gobierno de Freire, ordenó a los intendentes de las provincias la determinación de los pueblos de indios existentes o que hubieran existido en sus respectivas jurisdicciones, la medición, tasación y remate de las tierras sobrantes, y la declaración de “perpetua y segura propiedad” de las tierras actualmente poseídas por aquellos. Aunque los remates fueron suspendidos en 1832, algunas de las tierras fueron vendidas y en ciertos casos los pueblos dejaron de existir.
Así como los indios de Elqui vieron desaparecer en el siglo XIX sus pueblos de El Tambo, Marquesa Alta —en un sector de la hacienda de ese nombre se fundó en 1821 la villa de Vicuña, que al norte limitaba con “un terreno fecundo y cultivado donde habitaban los naturales”608—, El Molle y Poya, y otro tanto ocurrió con varios de la zona central, en cambio algunos, como Lora, a orillas del río Mataquito, en la costa de Curicó, pudieron consolidarse y, mediante un notable esfuerzo de reconstrucción de identidad, lograron caracterizarse como una agrupación de naturales609. Es posible que en este proceso hubiera influido la percepción discriminatoria de los vecinos, en especial de los pequeños campesino de los lugares vecinos y de los habitantes de los pueblos cercanos, de que efectivamente aquellas personas eran indígenas, es decir, eran “otros”. Tampoco se pueden desdeñar las actuaciones abusivas de las autoridades locales, tal como lo anotó Maria Graham. Se sabía muy bien, por ejemplo, que los pueblos de Varas y Roco, en Valle Hermoso, frente a La Ligua, río de por medio, se habían formado con los indios de la encomienda del marqués de la Pica y con los de la familia Roco Campofrío de Carvajal, cuyas tierras estaban en La Ligua. Esos indígenas se asentaron en una estancia que había sido de propiedad del marqués. Lo más notable es que ellos no solo se organizaron en torno a un mandón, persona con ascendiente sobre los pobladores, más adelante llamado cacique, sino que fueron capaces de proteger los deslindes de la propiedad mediante recursos judiciales y arrendando las tierras en los sectores limítrofes con las haciendas vecinas. Este proceso, que dio lugar a enfrentamientos entre dichos pueblos y el gobernador y la municipalidad de La Ligua en 1867, cuestión que incluso llegó hasta el Consejo de Estado, concluyó solo en la segunda mitad del siglo XX, con los pueblos convertidos en comunidades agrícolas610.