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LOS MAPUCHES

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Se indicó en el tomo I de esta obra que durante el conflicto de la emancipación tanto los patriotas como los realistas trataron de atraer a los mapuches a sus respectivos campos. La falta de unidad de los grupos indígenas se tradujo en que ciertos caciques con sus parcialidades apoyaron a los primeros, mientras otros auxiliaron a los realistas. La llamada “guerra a muerte” es un buen ejemplo de la intervención de los indígenas en calidad de aliados de ambos grupos contendores.

El indígena fue uno de los símbolos más utilizados por los patriotas y por el grupo dirigente en dicho proceso, y siguió siéndolo en parte del siglo XIX, como expresión del sentimiento antiespañol, y como una reiterada manifestación crítica hacia la acción peninsular en la conquista y colonización de América. Pero muy pronto se apreció un cambio en la actitud hacia los mapuches, tanto por su participación en la aludida “guerra a muerte” como, más adelante, en las revoluciones de 1851 y 1859. Además, la continua inseguridad en algunos sectores por los asaltos, el robo de animales o el asesinato de algún comerciante protagonizados por grupos indígenas fue generando un sentimiento cada vez más hostil hacia ellos. Junto a esto el gobierno y la opinión pública no podían dejar de advertir que el país aparecía dividido por la existencia de un territorio en que las autoridades no tenían presencia y en que la legislación chilena era inaplicable. Bien conocidos eran los peligros a que estaba sujeto un viajero en la Alta Frontera. Todos estos hechos ponían continuamente en un primer plano la situación irregular que exhibía la Araucanía en la construcción de la república.

Hasta mediados del siglo XIX la línea del Biobío estaba protegida por las plazas militares de Santa Bárbara, Los Ángeles, San Carlos de Purén y Nacimiento; en la costa solo existía la plaza de Arauco. Y desde allí hasta Valdivia no había autoridades chilenas, sin perjuicio de que en el territorio situado al sur del río Laja y al oriente del Biobío, en el sector denominado Isla de la Laja, con Los Ángeles como principal centro urbano, existiera una gran cantidad de grandes, medianas y pequeñas propiedades, buena parte de ellas originadas en mercedes otorgadas desde mediados del siglo XVII por los gobernadores611. La peculiar situación de los terratenientes, muchos de ellos descendientes de ex cautivos de los mapuches y a menudo con estrechos vínculos con ellos, había facilitado el asentamiento al sur de dicho río. Esta ambigua situación, tan característica de las fronteras, ayudaba a que ingresaran a la tierra adentro, al sur y al poniente del río Biobío, numerosos individuos, tanto comerciantes como delincuentes que huían de la justicia chilena. Un norteamericano, Edmond Reuel Smith, miembro de la expedición encabezada por el teniente James M. Gilliss, observó, tras un viaje realizado por la Araucanía en 1849, que “se encuentran chilenos por todo el territorio; casi todos son fugitivos de la justicia, que ganan la vida ocupándose en cualquier trabajo que se les proporciona. Con frecuencia se casan con indias y rápidamente se ponen al nivel de los salvajes, con quienes se asimilan”612. Los indígenas de la cordillera, los pehuenches, muchos de los cuales apoyaron a los montoneros y a los Pincheira en el decenio de 1820, sufrieron las consecuencias de dicha alianza: muertes en escaramuzas, alteración de sus formas de vida, lucha con facciones pehuenches que apoyaban al gobierno, pérdidas de sus ganados. Del deterioro de su estado y de su empobrecimiento dejaron testimonio varios viajeros de la época, como el alemán Eduard Poeppig, que visitó la región a fines de 1827 y principios de 1828; el polaco Ignacio Domeyko, que lo hizo en 1845, y el citado norteamericano Smith, en 1853613.

Después de 1830 y con la consolidación política del nuevo régimen, se asistió a un sostenido desarrollo económico, que en materia agrícola apuntó a la ganadería y, en especial, al cultivo y a la exportación del trigo, cuyo precio experimentó una notable alza. El propio Smith no pudo ocultar su admiración ante “los inmensos trigales, listos para la siega”, que vio en una hacienda próxima a Los Ángeles, así como a los primitivos métodos de cultivo y cosecha utilizados614. La necesidad de disponer de nuevas tierras fue, sin duda, uno de los mayores alicientes para el progresivo desplazamiento de la frontera hacia el sur. Y este proceso no solo consistió en un aumento de la presencia transitoria de mercaderes, conchabadores o faltes, vivanderos, soldados y mestizos, y en un fuerte incremento de los intercambios, sino en la instalación en forma permanente de no indígenas en la zona. Fueron sujetos de las más diversas extracciones quienes, al margen de cualquier acción de un estado que mantenía allí una débil presencia, optaron por radicarse en esas tierras. Era un mundo poblado no solo de “soldados, de vagabundos, de hombres perseguidos por la justicia”, en las palabras de un buen conocedor de la región, Pedro Ruiz Aldea, sino también de pequeños y medianos campesinos el que se estaba formando en los territorios mapuches. En este cuadro las relaciones entre los pobladores estaban dadas por intereses fundamentalmente comerciales, y mientras los indígenas adoptaron muchas de las características de los chilenos, como las vestimentas, estos adquirieron otras propias de los naturales.

Los desplazamientos de los indios maloqueros hacia el virreinato del Plata, que adquirieron especial virulencia y periodicidad en la segunda mitad del siglo XVIII, y que constituyeron una buena muestra de la movilidad que exhibían y de las relaciones mantenidas con los indígenas transandinos —quienes esporádicamente le prestaban ayuda bélica a los indios del sur del Biobío—, fueron sustituidos desde principios del siglo XIX por el tráfico de bienes y animales, que se fue haciendo cada vez más intenso. Al comenzar la primavera cruzaban la cordillera para dedicarse a la caza del ganado cimarrón o bien para robar animales de las haciendas y venderlos en Chile615. Todavía en el segundo decenio del siglo XIX la participación de grupos pehuenches en la banda de los hermanos Pincheira, la cual operó desde los valles cordilleranos en que estos vivían tanto hacia el poniente como hacia el oriente de la cordillera, produjo honda inquietud en las autoridades por sus posibles efectos entre los restantes indígenas616. Eran evidentes, sin embargo, los cambios que se estaban produciendo entre los naturales, en especial en la Baja Frontera. Además de ciertos signos exteriores, como las vestimentas, otras expresiones los confirmaban, y también probaban que se estaban extendiendo hacia el ultra Biobío, en que se advertía el establecimiento permanente de los indígenas y el trabajo de la tierra, no obstante que la ganadería y el comercio seguían predominando. Fue la imagen que dejó Ignacio Domeyko de su paso por el valle del río Imperial, en enero de 1845, que describe el llamado patrón de asentamiento disperso, es decir, carente de aldeas, y que repitió respecto de otros lugares de la Araucanía:

A ambos lados del valle, por el norte y por el sur, se ven chozas indias en las colinas, muy distanciadas entre sí, porque tanto aquí como en toda la Araucanía, los indios sientes aversión por formar aldeas o pueblos. Lo consideran como pérdida de libertad. Junto a cada choza se ven manzanos silvestres y arriates de maíz, habas y papas, estas últimas tan bien cultivadas y plantadas en filas derechas como un cordel, como no las hay mejores en las partes más civilizadas de Europa617.

Más explícito fue Domeyko en otra obra, La Araucanía y sus habitantes, al referirse al mismo viaje por la zona de Imperial:

Los terrenos que se extienden por las orillas del río Imperial hasta la ciudad arruinada los tienen sus dueños por ahora mejor poblados que las nueve décimas partes de la provincia de Valdivia618.

Y la apreciación que hizo de los establecimientos mapuches en el lugar fue igualmente positivo:

Nada de bárbaro y salvaje tiene en su aspecto aquel país: casas bien hechas y espaciosas, gente trabajadora, campos extensos y bien cultivados, ganado gordo y buenos caballos, testimonios todos ellos de prosperidad y de paz619.

De las diversas prácticas utilizadas para la siembra y recolección del maíz y del trigo, así como de la cosecha de las manzanas en la segunda mitad del siglo XIX dejó detalladas y animadas descripciones el cacique Pascual Coña, las cuales permiten apreciar no solo las técnicas agrícolas de los indígenas, sino la clásica modalidad de trabajo comunitario que es la minga620.

El proceso de infiltración, como lo ha denominado Arturo Leiva, se hizo en dos áreas y de manera bastante diferente: por la costa, la denominada Baja Frontera, y por los Llanos, la Alta Frontera, al sur del Biobío y al oriente de la cordillera de Nahuelbuta. La penetración en la Baja Frontera, apoyada en el fuerte de Arauco, recibió a partir de 1840 un fuerte impulso con el desarrollo de la minería del carbón. A mediados del decenio de 1850 existían ya en Lota una fundición de cobre, una fábrica de ladrillos y un muelle. En los Llanos la ocupación tuvo un carácter eminentemente agrícola: la reducción del número de indígenas permitió la instalación de muchos nuevos pobladores, el cultivo de cereales y la cría de ganado ovino y lanar. Hacia 1858 el pueblo de Negrete tenía alrededor de mil 500 habitantes y era centro de un activo comercio621.

Debe advertirse que hacia el interior de la Araucanía, es decir, hacia Cautín, donde habitaba el grueso de la población mapuche, unos 100 mil individuos, según lo calculó el general José María de la Cruz en 1862, el ingreso era poco seguro, y solo se hacía con un pase dado por la comandancia general de armas con el beneplácito de los caciques cuyos territorios se había de atravesar. Además de los agentes del gobierno que se internaban a esa zona, como los comisarios de naciones y los capitanes de amigos, también lo hacían los comerciantes, que trocaban las mercaderías, en general licor, por ganado y mantas622.

La anomalía que para el gobierno, la iglesia, los políticos y la opinión pública constituía la situación de la Araucanía explica que muy tempranamente se discutiera sobre la forma en que debía ser incorporada a la república. A los debates en el Congreso se sumaron numerosos folletos y artículos de prensa sobre esa materia.

Así, por ejemplo, Domingo Faustino Sarmiento, en El Correo del Sur, periódico que había tratado latamente el problema indígena, aludió derechamente a él:

Entre dos provincias chilenas se intercala un pedazo de país que no es provincia y que aun puede decirse que no es Chile, si Chile se llama el país donde flota su bandera y sean obedecidas sus leyes623.

Fue visible la marcada ambigüedad exhibida entonces por los chilenos respecto de los mapuches: por una parte, la admiración por la imagen que se había forjado en torno a ellos debido a la capacidad que habían exhibido en el pasado para resistir a los invasores, y, por otra, un profundo desprecio hacia los que se conocían contemporáneamente, los cuales merecían habitualmente los depresivos calificativos de borrachos, flojos y ladrones. Así, el término “indio” se convirtió en un sinónimo que contenía los anteriores conceptos, lo que tal vez explique el desinterés de buena parte de la población en incorporar como propios sus “aportes culturales” a la chilenidad. Y eran semejantes individuos quienes impedían incorporar esas vastas extensiones a la civilización o, más exactamente, a los chilenos interesados en ellas. Fue esta, por lo demás, la percepción de un militar que participó directamente en dicho proceso, Leandro Navarro:

La Araucanía tenía muy buenos terrenos, muchas minas, mucho ganado, y esos tales no podían mirar con ojos enjutos que los indios estuviesen en posesión de tantas riquezas. Los que nada tenían y se proponían hacer su verano con esta ocupación, opinaban que se entregase a sangre y fuego. Los que no estaban por la guerra proponían las colonias de jesuitas y discutían de antemano sobre cuáles eran los mejores obreros evangélicos.

La guerra la pedían los exaltados, porque ella se avenía bien con la impetuosidad de un carácter; y los moderados, las misiones, porque las misiones son como recetas de médicos que se aplican a todas las enfermedades sin curar ninguna624.

La pobre idea que tenía un militar del siglo XIX sobre el posible efecto de las misiones en el comportamiento de los indígenas en nada difería de la que en innumerables ocasiones expresaron los jefes militares y muchos gobernadores en los siglos XVII y XVIII. Parecida fue la opinión de Andrés Bello, expresada en un comentario a La Araucanía y sus habitantes, el ya aludido trabajo de Domeyko: las misiones habían fracasado y solo cabía una ocupación armada, aunque prudente. Y el testimonio de un misionero, publicado en la prensa en 1853, coincidió con los juicios del militar y del académico: estimaba que su viaje había sido infructuoso, que creía que poco se podía esperar de los naturales, que de nada habían servido sus visitas, sus súplicas y sus regalos y que incluso se había visto amenazado “por más de 25 indios medio ebrios armados de sables, blandiéndolos por el aire con una espantosa gritería e intención de asesinarme”625.

Los debates sobre la forma de encarar la cuestión mapuche, realizados en Concepción o, más lejos, en Valparaíso y en Santiago, y con la intervención de muchos que tenían una imagen superficial y a menudo equivocada de la vida fronteriza, no impedían la ya aludida infiltración de chilenos en el territorio conocido como ultra Biobío. Además de los comerciantes, no faltaron los comisarios de naciones, los capitanes de amigos y los individuos pertenecientes a linajes militares de cierta trayectoria en la zona que, sirviéndose del conocimiento que tenían de los loncos mapuches y de la confianza que habían despertado en ellos, adquirieron tierras con las solemnidades del caso, una de las cuales era la presencia de parientes que actuaban como testigos. Pero a esta presión sobre las tierras de los mapuches se unió el desarrollo de una nueva actitud de estos que ha sido subrayada por Leonardo León: la transformación de loncos y de mapuches ricos o ulmenes en verdaderos empresario inmobiliarios, lo que impulsó el desarrollo de un activísimo mercado de bienes raíces en la zona626. No puede sorprender tal comportamiento, pues los indígenas habían adquirido en su contacto con los españoles una innegable habilidad en materias comerciales. Ya a principios del siglo XVIII el gobernador Francisco Ibáñez de Peralta aludía a esa capacidad mercantil de los mapuches en una carta al rey al referirse a los intercambios entre aquellos en la Frontera: “saben tan bien como nosotros lo que valen los géneros, y le sirve de gran celebración a ellos cuando han engañado a un español”627.

Se ha sostenido, desde una perspectiva antropológica, que los mapuches desconocían o le negaban valor a la enajenación perpetua de tierras; podían venderlas, pero concebían esa enajenación como temporal y en la medida en que no afectara a hijos o a parientes. En otros términos, se vendía el derecho al uso temporal de cierta parte de las tierras628. Precisamente en la falta de una comprensión cabal por parte de los indígenas de los efectos de los actos jurídicos de acuerdo al derecho chileno —que, por cierto, no la podían tener— y en los que ellos eran parte parece radicar el origen de los numerosos y graves roces producidos en la Frontera629.

Al margen de las concepciones de los indígenas acerca del alcance de las ventas de tierras, es bien sabido que las hubo desde antes de 1810 y durante el proceso de emancipación, y que se incrementaron en el decenio de 1820, a pesar de las difíciles condiciones de la vida en la región durante ese periodo. Por ejemplo, los terrenos de Puchoco, donde más adelante se explotaría el carbón, fueron adquiridos el 20 de agosto de 1825 por el español Francisco de Paula Mora del cacique Ambrosio Regumilla y de su mujer Santos Neculpi en la suma de 58 pesos de plata, compra efectuada ante el teniente Francisco Arriagada, comandante militar de la plaza de Colcura630. La continuada adquisición de terrenos de variadas dimensiones por algunas familias de la Frontera —Cid, Villagrán, Hermosilla, Matamala, Del Río, Fernández, De la Maza— algunos de cuyos miembros parecen haber actuado como agentes inmobiliarios, permitió la formación de extensos latifundios. Este proceso, que se intensificó en el decenio de 1830, y que abarcó principalmente el sector de la costa, la denominada Baja Frontera, fue protagonizado por una masa variopinta de españoles —el término usado en la región para referirse a los chilenos—, sin la participación de hombres y capitales del centro del país631.

Las operaciones de compraventa de tierras entre 1840 y 1849 se extendieron a Nacimiento y al entorno del río Vergara, y en ellas se pueden apreciar tanto las ventas de indígenas a chilenos como también las realizadas entre chilenos, lo que habla de la consolidación de un auténtico mercado de tierras632. Pareciera, además, que no se trataba de ventas genéricas, sino de terrenos claramente identificados. Pero lo más interesante de este proceso es que abarcó a tierras propiamente autónomas y en las que estaba ausente el aparato del Estado. De esta manera, y siguiendo a León, se formaron verdaderas islas de españoles en territorios tribales633.

Para que las compras de terrenos a los indígenas quedaran legalmente protegidas por el derecho nacional, se generalizó la práctica de reducirlas a escrituras públicas. Estas compraventas, registradas en libros formados a partir del decenio de 1850, y que, según Tomás Guevara, en algún momento estuvieron custodiados en la notaría de Angol, dan cuenta de 582 transferencias hasta 1852. Existe, asimismo, una razón de los terrenos enajenados por los indígenas, elaborada a mediados del siglo XIX en cumplimiento de una norma legal, que permite conocer los nombres de vendedores y compradores y que es una buena prueba de la magnitud del proceso. Es muy posible que, sin perjuicio de la existencia de tales ventas en la zona comprendida entre los ríos Biobío y Malleco, en muchas ocasiones tales radicaciones estuvieran marcadas por la violencia o el engaño634. Pero lo que interesa subrayar es que los indígenas, no obstante estar al margen de la estructura de la propiedad de los peninsulares y que se había establecido en América y, por cierto, también en Chile, vendieron tierras en las cuales vivían y se desplazaban, pero sobre las cuales no podían demostrar un dominio en la forma característica del derecho chileno de la época. El sentimiento de la propiedad individual, como lo recalcó Guevara, no existía en los indígenas635. Pero para los compradores chilenos era esencial contar con una escritura de compraventa, pues era el instrumento que le permitía oponerlo no solo a los terceros, sino fundamentalmente al Estado, que podía sostener que se trataba de tierras fiscales. En efecto, se sabe de la existencia de un inventario de tierras fiscales rústicas en la provincia, hecho en 1853, respecto de las cuales el intendente informó en 1855 que no se conocía otro título de ellas “que la posesión inmemorial de que goza”, posesión que era reconocida incluso por los particulares que las ocupaban636.

El 23 de julio de 1849 zarpó de Valparaíso rumbo a Corral el bergantín chileno Joven Daniel. Entre los pasajeros iban varios destacados vecinos de Valdivia, entre ellos Nicolás Jaramillo Agüero, su prima Elisa Bravo Jaramillo, el cónyuge de esta, Ramón Bañados, y dos hijos de ambos. El 31 de julio el buque encalló en la playa de Puancho, al sur de Puerto Saavedra, quedó totalmente destruido y murieron ahogados los tripulantes y los pasajeros. A raíz de rivalidades internas, el cacique de Toltén corrió la voz de que los náufragos se habían salvado, pero habían sido asesinados por los indios del cacique Curín, quedando con vida y cautivos Elisa Bravo y sus hijos. La impresión que produjo la noticia en el país fue enorme, e impulsó el despacho, a fines de agosto, de una lancha con personal de rescate que naufragó en Mehuín. Otras partidas enviadas por Miguel Bravo Aldunate, el padre de la supuesta raptada, no hicieron sino dar más verosimilitud al acontecimiento, y bajo la presión de la opinión pública se dispuso el envío de una fuerza militar punitiva, de la que surgió el fuerte de Toltén.

Testimonios de la resonancia que tuvo la suerte de Elisa Bravo fueron no solo los artículos de prensa sobre el caso, sino los dos óleos que le dedicó el pintor Monvoisin, uno relativo a la captura de la joven valdiviana y otro en que aparece con dos hijos mestizos.

Al informar Francisco Antonio Pinto a su hijo Aníbal en 1855 sobre el naufragio en la barra del río Imperial del pequeño vapor Maule, que realizaba un levantamiento hidrográfico, le indicó que se había salvado toda la gente:

Estuvo esta expuesta a sufrir la misma suerte que la del Joven Daniel si dos caciques y un misionero no los hubiesen protegido contra la turbamulta que se proponía asesinarlos637.

En 1863 Guillermo Cox, en un viaje de Valdivia al lago Lacar recogió la versión de que Elisa Bravo estaba en poder de un indio que la había hecho su esposa638. Todavía en 1872 el naufragio del Joven Daniel era recordado, con estremecedores e imaginarios detalles, por Recaredo Santos Tornero en su conocida obra Chile Ilustrado:

[Los indios] armados de sables y machetes se precipitaron sobre aquellos infelices y no perdonaron ni aun a la tierna niña, hija de Elisa Bravo, la cual fue estrangulada por el propio cacique Curín. Al día siguiente se veían en las orillas del mar doce cabezas humanas mezcladas en espantoso desorden con piernas y brazos dispersos, muchos de los cuales sirvieron de alimento a los perros, y los demás ocultados después por los indios. Algunos cadáveres tenían en la cabeza enormes tajos que demostraban haber sido hechos a machete639.

La leyenda creada en torno a Elisa Bravo puso en un primer plano el problema de la Araucanía y, en especial, la forma en que debía abordarse. Con mensaje de 30 de agosto de 1848 el Presidente Bulnes había presentado al Senado un proyecto de ley destinado a precisar la situación de la colonia de Magallanes, que dependía de la intendencia de Chiloé, lo que originaba conflictos entre el gobernador de ella, los comandantes de los buques de la Armada y la lejana autoridad administrativa. El proyecto fue enviado a una comisión especial del Senado, la que lo amplió e incorporó disposiciones sobre el régimen y gobierno de las poblaciones indígenas y de las plazas fronterizas del sur del país. Aprobado el texto en la cámara alta, pasó a la de Diputados, donde surgieron diversas dudas, por lo que se acordó postergar la discusión y hacer llegar el proyecto al visitador judicial de la república, cargo desempeñado por Antonio Varas. El 23 de septiembre de 1849 Varas dio término a su informe, que ya en su primer párrafo contenía el juicio que se había formado sobre la materia: “Los territorios de indígenas requieren un régimen y gobierno especial, diverso del que se observa en el resto de la República”. Cuidando de advertir que usaría en su informe el término español para referirse al chileno, según el uso de la Frontera, llamó la atención al hecho de que a los indígenas “sus caciques los gobiernan sin tomar para nada en cuenta [a] las autoridades de la República”, no obstante lo cual reconocían como tales a los jefes militares, al comisario de naciones y a los capitanes de amigos. Había, sin embargo, una jefatura de mayor importancia:

El intendente es el jefe superior a que los indígenas se dirigen. Lo aceptan además como juez en las contiendas en que son parte y lo miran como una autoridad que debe prestarles protección. Sus funciones judiciales entraban sin duda en las atribuciones propias de un intendente en el antiguo régimen, pero conformándose a nuestras leyes actuales han debido abstenerse de ejercerlas. Sin embargo, al presente, los indígenas insisten en pedir que intervenga como juez, sobre todo en sus pleitos con españoles640.

Varas recomendó desarrollar un régimen basado en lo que ya existía: misiones, escuelas y una adecuada regulación de los contactos entre españoles e indígenas. Las misiones estaban “completamente desacreditadas en la frontera” por su escasísimo fruto, pero ello obedecía a su reducido número y a la falta de preparación de los misioneros. “Ninguno de los dos misioneros que funcionaban cuando he visitado la frontera —observó Varas— sabía la lengua de los indígenas”. Una racional organización de las misiones era, a su juicio, indispensable para civilizar y moralizar a los indígenas. Junto a esto debían ayudar a mejorar el nivel de vida de esa población las escuelas dirigidas a niños y a niñas, pero también a los adultos para instruirlos en la agricultura y en los oficios más usuales. Por último, la comunicación de los chilenos con los naturales se regularía con la exigencia de un pasaporte para internarse en la Araucanía y con la renovación de las disposiciones que obligaban a aquellos a aprehender y entregar a las autoridades a los delincuentes que se refugiaran en el territorio. Sugirió, asimismo, ciertas regulaciones para el comercio entre indios y españoles y, respecto de la cuestión más inmediata, las tierras de Arauco, se manifestó partidario de ocuparlas con “pobladores civilizados” para “acelerar la absorción de la población indígena por la española”. Pero como las operaciones de compraventa de terrenos se habían mostrado llenas de dificultades y abusos, propuso seguir el ejemplo de los Estados Unidos: la compra por el Estado de las tierras a los naturales a un “precio equitativo”, para venderlas a continuación a los particulares641. Las anteriores proposiciones debían estar apoyadas en una fuerza militar siempre pronta a actuar tanto para apoyar al cacique frente a sus súbditos como para escarmentar a los sublevados con una represión pronta e inmediata. “¿El suceso del Joven Daniel —se preguntó— será lección perdida? Las crueldades gratuitas ejercidas por los indígenas en los náufragos harto nos dicen qué grado de confianza debe tenerse en sus relaciones pacíficas”642. Concluyó Varas su largo informe sugiriendo una estructura institucional que adoptara en parte los modelos de los Estados Unidos y de Venezuela: un superintendente de indígenas, comandantes generales en ciertos puntos, comandantes particulares en las plazas militares y capitanes de amigos al lado de los caciques gobernadores.

Si bien el informe no se tradujo en lo inmediato en medidas como las sugeridas por Varas, las razones que dio para rechazar una conquista militar “que concluyese con sus guerreros, que sembrase entre ellos el terror y la desolación”, tuvieron la suficiente fuerza como para definir durante el gobierno de Montt un camino esencialmente jurídico para la incorporación de la Araucanía.

Semejante proceso, como ya se ha visto, se estaba produciendo sin intervención del Estado a velocidades desiguales en la zona costera, en la Baja Frontera, y en el centro del territorio, el sector conocido como ultra Biobío. Uno de los aspectos más llamativos de este avance de los chilenos y de su radicación en territorios indígenas fue el progresivo alejamiento del espacio de seguridad dado por las guarniciones militares, lo que podría interpretarse como la existencia de una relación de amistad más estable de los españoles con los loncos643. En 1854 el primer intendente de Arauco, Francisco Bascuñán Guerrero, estimaba en seis mil a ocho mil los individuos que habitaban entre los indígenas644. Dos años después la memoria del intendente calculaba que en el sector comprendido entre los ríos Biobío por el norte, Malleco, por el sur, la cordillera de los Andes por el oriente y la de Nahuelbuta por el poniente vivían unas 13 mil personas que se habían establecido allí en calidad de propietarios de tierras compradas a los indígenas, de inquilinos de aquellos, de arrendatarios de terrenos de naturales y de inquilinos de ellos y también de inquilinos de los indígenas, situación la última que a primera vista parece extraña, pero que era una expresión más del “aindiamiento” de los chilenos que vivían en la frontera y de la “chilenización” de los naturales645. Sobre la descripción de algunos mapuches como “indígenas chilenos españolizados” en los registros notariales de Arauco ha llamado la atención Leonardo León646. Como es evidente, las transferencias de tierras se referían no solo a propiedades de gran extensión, sino a cortos retazos donde se instalaban pequeños campesinos.

La referida ley de julio de 1852, además de crear la provincia de Arauco y fijar de manera muy imprecisa sus límites, que abarcarían los territorios de indígenas situados al sur del río Biobío y al norte de la provincia de Valdivia, más los departamentos y subdelegaciones de las provincias limítrofes que a juicio del Presidente de la República conviniere agregar, facultó a este en su artículo tercero para dictar, dentro del plazo de cuatro años, las ordenanzas que juzgare convenientes “para el mejor gobierno de la frontera, para la más eficaz protección de los indígenas, para promover su más pronta civilización y para arreglar los contratos y relaciones de comercio con ellos”647. Debe hacerse presente que antes de la dictación de esta ley se produjo una visible aceleración en las ventas de tierras, con numerosas transacciones entre integrantes de familias importantes de la frontera: Zúñiga, Villagrán, Bulnes, Martínez, Hermosilla, Alemparte, Cid, Puga, Ulloa, Díaz y De la Maza648. León ha detectado 143 ventas, arriendos o donaciones entre 1858 y 1861 solo en la región costera desde Lebu al norte, el Lafquenmapu, buena prueba de la amplitud adquirida por el proceso649.

Sabemos de importantes transferencias de tierras de indígenas, como la de los terrenos de Nahuelbuta, en el departamento de Cañete, de 14 mil a 15 mil cuadras, donados en 1853 por los caciques y mocetones de Tucapel a José Ignacio Palma, que limitaban con el predio de José Manuel Avello, también donado a este por los indígenas. Palma era propietario, además, del fundo Palo Botado, en el departamento de Nacimiento, de ocho mil a nueve mil cuadras, adquirido por Francisco Javier Méndez Urrejola de Manuel Colima y otros familiares en la suma de dos mil 500 pesos650. En 1850 los caciques Nicolás Patrapia y Pedro Campallante vendieron en 200 pesos a Antonio Bastías 200 hectáreas en el lugar denominado Campamento, en las Vegas de Coronado. En ese mismo lugar el cacique José María Millapi vendió en 1856 a José Ignacio Palma un “excelente superficie de terrenos” por 15 vacas, 25 caballos, 50 cabezas de ganado menor y 20 pesos en dinero. En esa zona también se convirtió en propietario el jefe militar Domingo Salvo y el antiguo guerrillero José Antonio Zúñiga651. Este, que había adquirido de los indígenas alrededor de seis mil cuadras en Picoltué, entre los ríos Bureo y Biobío, frente a San Carlos, las vendió en 1843 a José Ignacio Palma en dos mil pesos. Esta propiedad fue comprada en 1856 por Rafael Sotomayor en 26 mil pesos. Los generales José María de la Cruz y Manuel Bulnes adquirieron tierras en Nacimiento, vendidas las del primero en 1846 a Rosauro Díaz, y poco después las del segundo652. Buena parte de las tierras del cacique Francisco Mariluán fueron vendidas en 1849 por su hija Carmen a Domingo de la Maza en la suma de 150 pesos. El predio deslindaba al norte con el río Renaico, al sur con el estero Tieral y cerros de Huelehuaico, al este con el río Renaico, desde su confluencia con el estero Mininco, y al poniente con el río Malleco653. El teniente coronel Bartolomé Sepúlveda, gobernador del departamento de Nacimiento, adquirió en 1850 del cacique angolino Juan Colima los terrenos de Maitenrehue. Colima continuó enajenando la casi totalidad de sus tierras, y en 1856 cedió sus últimas posesiones en Nacimiento a Rosauro Díaz. José Manuel Abello, otro importante terrateniente de la Araucanía, recibió en donación del cacique Juan Hueramán un enorme terreno de cinco leguas de largo por tres de ancho en el lugar de Caramávida, al este de Tucapel654.

En virtud de la autorización dada al ejecutivo, este dictó varios decretos hasta 1857, que establecieron las bases del régimen de protección estatal sobre los naturales. El 14 de marzo de 1853 y en Los Ángeles, ciudad que visitó el presidente Montt en su gira al sur, firmó un decreto destinado a regular las ventas de terrenos de indígenas a fin de proteger, como decía el primer considerando,

a los vendedores contra los abusos que pudieran cometerse para adquirir sus terrenos, y que dé a los compradores garantías contra los pretextos u objeciones de falta de pago o falta de consentimiento que a veces sin fundamento se alegan por los indígenas, [y evitar así] pleitos y reclamaciones que producen la inseguridad e insubsistencia de las propiedades raíces en esos territorios655.

El sistema discurrido dispuso la intervención del intendente de Arauco —o del gobernador de indígenas especialmente comisionado para ello— en la compra de terrenos hecha a los naturales o verificadas en sus territorios. La participación de esas autoridades tenía por objeto dar seguridad de que el vendedor prestaba libremente su consentimiento, de que el terreno objeto de la operación le pertenecía realmente y de que fuera pagado o se asegurara el pago del precio convenido. Igual formalidad debía cumplirse para el empeño de terrenos o para su arriendo por más de cinco años. La nulidad del contrato era la sanción por el incumplimiento de la indicada formalidad. Las escrituras de venta, empeño o arriendo se debían extender en un libro que llevaría el secretario de la intendencia. Y respecto de los dueños de propiedades rurales en los territorios de Arauco y Nacimiento adquiridas a los naturales “o de cualquier otro modo” —expresión que debe entenderse como ventas hechas a no indígenas, como lo aclaró un decreto de 10 de marzo de 1854656—, el decreto dispuso que debían registrar sus títulos en la secretaría de la Intendencia de Arauco dentro del plazo de un año. Los títulos sometidos a gestiones judiciales o administrativas serían registrados con la anotación de la reclamación a que estuvieran sujetos. Entre quienes adquirieron tierras sujetándose a esas formalidades cabe recordar a Aníbal Pinto, quien compró a los indios José, Pedro, Pascuala e Ignacio Pinolevi los terrenos situados en las subdelegaciones de Negrete y Nacimiento denominados El Balseadero, El Almendro y La Roblería657.

En nota de 11 de abril de 1856 al gobierno, el intendente de Arauco observaba desde Los Ángeles la aparición de un nuevo procedimiento destinado a defraudar a los indígenas:

Una porción de hombres sin ocupación y ansiosos de especular, sin reparar en medio alguno, se han ocupado de poco tiempo a esta parte en recorrer el territorio indígena, llamando la atención de los indios sobre los derechos que aún les corresponde en las ventas que tienen hechas, ofreciéndoles a la vez sus servicios para defenderlos en juicio, cuyo engañoso ofrecimiento, halagando las esperanzas del indio, no ha trepidado este en aceptarlo. Al efecto, los transportan ya a la ciudad de Concepción, ya a las villas de Yumbel y Santa Juana, donde les hacen extender poderes amplísimos para representarlos en juicio, confiriéndoles facultades para transigir, para enajenar, etc.

Careciéndose en esos pueblos de hombres que conozcan el idioma indígena, los especuladores llevan consigo lenguaraces aleccionados que transmiten a los escribanos públicos conceptos distintos de aquellos que el indio emite, pero que están en armonía con los intereses del especulador de mala fe. A este respecto he visto poderes en que se impone a los indios multas de $ 12.000 si llegasen a revocarlos, lo que equivale a su irrevocabilidad o a que deje a su representante todo el producto de los derechos que pudiera sacar de la ventilación del juicio con el cual se le halaga658.

Un decreto de 2 de junio de 1856 obligó a la extensión de tales poderes con las mismas formalidades que las exigidas a las escrituras de compraventa de esos mismos terrenos por el decreto de 14 de marzo de 1853. Por decreto de 23 de marzo de 1853 se dispuso que los poderes otorgados por los indígenas para la venta, empeño o arriendo por más de cinco años debían ser visados por el intendente de la provincia, sin lo cual carecerían de todo valor659.

Un aspecto poco conocido de la política colonizadora del gobierno de Montt fue la instalación, en los terrenos fiscales llamados potrero de Humán, donde se mantenía la caballada de la guarnición de Los Ángeles, de varias familias alemanas, erigiéndose, por decreto de 7 de enero de 1859, el territorio de colonización de Humán660.

El teniente coronel Cornelio Saavedra, nombrado intendente de Arauco el 2 de diciembre de 1857, dio cuenta de las irregularidades que se cometían en la constitución de la propiedad, no obstante las numerosas y oportunas medidas dispuestas para evitarlas. Saavedra, buen conocedor de la vida fronteriza y de los indígenas, y él mismo importante propietario en la frontera, apuntó al profundo problema cultural que hacía ineficaz la estructura legal que se estaba creando para regular el dominio inmobiliario en la zona y, a la vez, proteger a los naturales:

Los indígenas, sin idea precisa de lo que es una cuadra, e incapaces de apreciar el número comprendido en una extensión cualquiera, venden de ordinario un vasto espacio que abraza tres mil y más cuadras por el valor convencional de mil. Si bien estas adquisiciones son viciosas, también es cierto que ellas son el germen de frecuentes pleitos o litigios en que generalmente es víctima el natural por su falta de recursos y ningún conocimiento en los principios que rigen los contratos, circunstancia que se presta a especulaciones deshonrosas y a que cualquier mal intencionado pueda sublevar las pasiones del indígena pretextando una expoliación consentida por la autoridad. Hay otro vicio común en estas enajenaciones y es el precio convencional de la cosa vendida; el indígena no conoce lo que es valor, y estoy seguro que ni aun queda bien penetrado que la cosa que enajena una vez deja de pertenecerle para siempre, así es que la determinación del precio queda siempre al arbitrio del comprador y varía según el grado de retribución que se ofrece al que induce al indígena a vender. Porque regularmente el natural carece de voluntad propia para estas enajenaciones, y si lo hace es seducido por falsas promesas o halagos con que algunos españoles [chilenos] residentes en su territorio explotan su sencillez, de suerte, pues, que el precio de esas vastas porciones de terrenos (calculadas maliciosamente en mil cuadras) no excede ordinariamente de cuatrocientos pesos, cuando su valor real no podría ser menos de veinte o treinta pesos cada cuadra661.

Sin prescindir de la existencia de engaños y de prácticas abusivas en estas adquisiciones, la abundante y bien respaldada información cuantitativa proporcionada por Leonardo León sobre ventas de tierras en que intervinieron activamente loncos y ulmenes obliga a considerar muy plausible su hipótesis acerca del activo papel que ellos desempeñaron en la pérdida del patrimonio territorial de los mapuches. Y esto debiera llevar a una revisión de las repetidas y en ocasiones pueriles explicaciones dadas por sociólogos, antropólogos e historiadores sobre ese punto.

La revolución de 1859 contra Montt significó un cambio radical en lo que hasta entonces había sido la vida fronteriza. Tal como había ocurrido en el movimiento de 1851, la oposición aprovechó sus vinculaciones con los indígenas para inducirlos a participar en el conflicto. La influencia de muchos viejos revolucionarios, entre ellos Bernardino Pradel, sobre algunos caciques, como el temido Mañil, cabeza de los arribanos o wenteches, establecidos en la parte superior del valle central, desde Victoria hasta Temuco, contribuyó a impulsar el alzamiento de estos y, unidos a las montoneras opositoras, llevaron el robo, la destrucción y el incendio a las propiedades situadas en ambas márgenes del río Biobío. También fueron asaltados los puestos militares del Biobío, y el de Negrete fue completamente destruido. En una nota de 1 de febrero de 1859 Cornelio Saavedra informó sobre las consecuencias de la revuelta:

Son inapreciables los perjuicios que han causado estos bandidos con tanta depredación, tanto robo, tanta temeridad. No solo se han contentado con pillar cuanta hacienda han encontrado ultra Biobío, saquear las tiendas de los campos, desnudar hasta de sus vestidos a los infelices moradores de esta parte de la frontera, sino que sus correrías y maldades sin cuento las han reproducido también a este lado del Biobío, llevándose todas las haciendas de San Carlos, y saqueando algunas casas de esta población. Santa Bárbara ha sido también víctima de los mismos latrocinios […]. Innumerables familias han quedado reducidas a la última miseria662.

Tal vez el fenómeno más interesante producido entre los indígenas como consecuencia de la revolución fue el surgimiento de dos grupos que combatieron entre ellos: uno, mayoritario, formado por arribanos encabezados por Mañil y por Calvucoi, y otro, minoritario, de aliados del gobierno de Montt, compuesto de arribanos de Catrileo y Pinolevi, y contingentes de la Baja Frontera dirigidos por Marimán. La suerte de guerra interna entre mapuches, con expediciones de castigo en uno y otro sentido, concluyó con el triunfo del gobierno. Pero ahora los arribanos de Mañil ya no tenían aliados chilenos, sino que se encontraban frente a las exigencias que sobre el gobierno de Santiago empezaron a ejercer las víctimas de las devastaciones de los indígenas.

Este nuevo cuadro, que interrumpió el proceso de instalación de los españoles, originó, según lo ha planteado Arturo Leiva, la presión de los damnificados sobre el gobierno no para pedir incursiones militares en los territorios del ultra Biobío —que consideraban inútiles por la facilidad de los mapuches para retirarse y ocultarse—, sino para ser indemnizados. La argumentación de los chilenos apuntaba a la obligación del gobierno de buscar una forma de reparar los daños sufridos. Y la reparación era sencilla: los naturales tenían animales y tierras663.

Si bien los agricultores y ganaderos chilenos veían con reserva una posible operación militar, ella se efectuó en dos campañas durante los veranos de 1860 y 1861. La primera fue la respuesta a una secuela del movimiento revolucionario de 1859 y tuvo por fin reprimir un alzamiento de mil 500 indios dirigidos por los guerrilleros Patricio Silva y Pedro Cid, cuyo propósito fue atacar la plaza de Arauco. La segunda campaña, con más de mil 300 hombres, concluyó en un sonado fracaso664. No dudó El Mercurio en referirse a ella en duros términos:

¿Por qué 7 mil hombres aguerridos y al mando de buenos oficiales no han podido, hasta el presente, hacer nada de notable contra hordas de salvajes sin táctica y faltos de recursos? ¿De qué provienen esas indecisiones, esta campaña sin efecto, sin lucro y sin victoria? ¿Consisten acaso los hechos de armas de nuestro ejército en hacer prisioneros algunos animales? ¿No son una cosa risible, y más que risible, ridícula, los partes que nos comunican? Verdaderamente no sabemos cómo comprender los resultados de esta campaña, cómo darnos cuenta de su objeto, cuando sus resultados son tan mínimos, tan tristes, tan miserables, tan vergonzosos665.

Parte de la explicación acerca de la inoperancia de las fuerzas militares ante los desafíos que en general provenían de los arribanos radica en algunas observaciones hechas por el coronel Pedro Godoy en un proyecto para la conquista de Arauco que presentó, con fecha 25 de noviembre de 1861, al gobierno. Según Godoy, las expediciones castrenses seguían exactamente el mismo pie que las dirigidas en la frontera 40 años antes por el general Andrés Alcázar, que no diferían demasiado de las practicadas por el Real Ejército en los siglos XVII y XVIII:

El general Alcázar mandaba regularmente tres columnas, a saber, la primera, por la falda de los Andes, o como algunos dicen, la ceja de la montaña, la segunda por los llanos del centro y la tercera por el litoral. Lo mismo hemos hecho nosotros sin discernimiento y copiando al pie de la letra esos movimientos. […] Tres columnas paralelas avanzando, como en procesión, hacia el sur, en un fondo de setenta a ochenta leguas erizado de obstáculos naturales de toda especie, montañas inaccesibles, ríos caudalosos, pantanos y desfiladeros intransitables donde el salvaje se rehace a cada paso, engruesa sus filas con las nuevas tribus que va encontrando, refresca y muda sus caballos. ¿Qué podríamos aguardar de semejante táctica, o para hablar con más propiedad, de semejante farsa? Lo que ha sucedido siempre: ir para volver, una fanfarronada militar sin otro resultado que envalentonar a los araucanos, que ya saben en lo que paran aquellas expediciones de pura rutina666.

La intervención de Cornelio Saavedra modificó el proceso de ocupación de la Araucanía, como se examina en otros capítulos.

Historia de la República de Chile

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