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LA LITERATURA JURÍDICA: POSITIVISMO Y PRAGMATISMO778

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El panorama de la literatura jurídica779 publicada durante el periodo se resume como escasa en cantidad y pobre en calidad. Además, se presenta marcada con el signo del más estricto positivismo legalista, referido al derecho castellano antes de promulgarse los sucesivos códigos patrios, y a estos con posterioridad; además, ofrece un predominante carácter pragmático y forense. Todo eso con las excepciones que se dirán.

Las causas de tal fenómeno pueden encontrarse en varios factores. Hasta la época en que finalmente el régimen político se hizo estable, lo que convencionalmente podemos dar por iniciado con la promulgación de la carta de 1833, la mente de los mejores hombres, por lo demás casi invariablemente abogados, cuando no sacerdotes —y a veces ambas cosas— o militares, estuvo dominada por las preocupaciones prácticas de la mudable política de entonces y no había tiempo, tampoco ocasión, para la ciencia ni para la escritura, que no fuera de panfletos, libelos, artículos periodísticos o discursos, por lo general de ocasión; y en ellos, el derecho al que se recurría, cuando se recurría a él, era siempre en función de las ideas o proposiciones que se defendía. Con posterioridad, las solicitaciones del ambiente fueron hacia la construcción y consolidación del régimen político en sus diversos aspectos y estratos, de que nuevamente derivó un uso pragmático y funcional de las ideas jurídicas. Ni siquiera una materia de tantas implicaciones como la codificación del derecho recibió un generalizado debate que pudiera denominarse científico.

También absorbía la disponibilidad de los espíritus más talentosos y cultos la práctica de la política y del gobierno, ya no tumultuaria, defensiva u ofensivamente, como en el periodo anterior, pero no por ello de forma menos incitante. Además, el ethos innovador del régimen captaba de inmediato a cuantos hombres intelectualmente bien dotados se presentaban para servir variados destinos en el gobierno o en la administración. Por otra parte, el sistema educacional superior, incluso el presidido desde 1842 por la Universidad de Chile, no fue concebido para permitir la existencia de un cuerpo docente profesional, exclusiva e intensamente dedicado a sus cátedras y a la investigación. De hecho, la universidad fue organizada como una suerte de academia, que tenía miembros pero no profesores. La situación no varió desde 1879, cuando ella asumió la docencia superior, aunque ahora, por cierto, empezó a tener profesores, pero todavía no exclusivamente dedicados a este oficio, tal cual era la tradición desde la época en que la docencia pertenecía al Instituto Nacional. El tipo profesoral que en el siglo XIX empezó a ser usual en Europa, especialmente a partir de la nueva Universidad de Berlín fundada en 1810 por Guillermo de Humboldt, fue algo absolutamente desconocido en el Chile del mismo siglo y, de hecho, no se empezó a adoptar el modelo ahí sino bien entrado el siglo XX. Así que hombres como Mariano Egaña, Manuel Montt780 o Antonio Varas, entre tantos otros, que en diversas circunstancias, por sus conocimientos y sus talentos probablemente hubieran sido autores fecundos de doctrina jurídica y catedráticos eminentes —de hecho los dos últimos dieron clases en el Instituto Nacional—, concentraron sus dotes en la política y en el gobierno, con mucho brillo por cierto.

Otro factor que hizo desviar la atención del cultivo científico del derecho fue la atracción que, al menos desde 1842 en forma declarada, sintió la juventud talentosa y dotada hacia las letras y la historiografía. Ello muestra que la carencia de verdaderos juristas no fue debida a la ausencia de cultura y talento. Por lo demás, los escritores que entonces empezaron a mostrar sus producciones casi siempre eran abogados. De esta manera, el desarrollo de las letras y el cultivo de la historia desplazaron el interés intelectual por la ciencia del derecho.

Es necesario considerar un último factor. Mientras el país siguió regido por el derecho castellano con el que se entrelazó la creciente masa de derecho patrio, difícilmente se pudo desarrollar una atracción por el estudio científico y desinteresado de un ordenamiento que era mirado cada día más como provisional, atendida la difusa expectativa de la codificación, y que, a la vez, era objeto de tantas críticas, como antes quedó dicho, por más que se valorara la conservación de su contenido bajo nuevas técnicas legislativas. Este mismo factor se proyectó en otro de gran incidencia: los más claros talentos jurídicos del país también fueron absorbidos por la labor codificadora que, en grandes líneas, podemos extender a lo largo de más de 70 años, si consideramos como referencia los puntos marcados por 1830 y 1906. Cada uno de los siete cuerpos legales que entonces fueron elaborados bajo la idea de la codificación hubo de demandar una enorme aportación de ciencia acumulada a fuerza de lecturas y sucesivas reflexiones, de tiempo aplicado y de concentración en los juristas que participaron en las tareas de redacción y revisión, que no eran sobreabundantes. He ahí, entonces, otro factor que los apartó del estudio tranquilo y reposado preliminar a la composición de monografías y artículos científicos, para los cuales, por tanto, no es que no estuvieran preparados, sino solo frenados por las incitaciones de sus variadas, dilatadas e intensas ocupaciones. Cuanto finalmente llegó la hora de los códigos sucesivamente promulgados, el punto fue la necesidad de estudiar y llegar a conocer la letra de la nueva ley con detalle, y ahora esto empezó a conspirar contra su estudio científico. Así que tuvo que ser la exégesis el método dominante, para el cual, por lo demás, se contaba con el modelo francés de la escuela que mucho después, en 1904, fue llamada precisamente “École de la exégèse” por el historiador del derecho francés Ernest-Désiré Glasson, porque su única referencia era el Code Civil de 1804.

El anterior cuadro explica, pues, el preanunciado carácter de la literatura jurídica de nuestro periodo. Este no dejó de ofrecer excepciones importantes, como los Principios de derecho de gentes (1833), después denominados Principios de derecho internacional (1844 y 1864), para citar solo las ediciones chilenas, de Andrés Bello, un libro que llegó a convertirse en el manual obligado de consulta en las cancillerías de las repúblicas iberoamericanas y con el cual su autor introdujo novedades importantes en el derecho internacional; también las Instituciones de Derecho canónico americano (1861-1862), del obispo Justo Donoso, que gozó de gran fama en los seminarios conciliares de América781; la Exposición razonada y estudio comparado del Código Civil chileno (1868-1878), de Jacinto Chacón, propiamente el primer libro científico de Derecho civil chileno782; La Constitución ante el Congreso (1879-1880), de Jorge Huneeus, una auténtica summa del derecho constitucional chileno de la época; la Filosofía del Derecho o Derecho natural (1881), de Rafael Fernández Concha, aunque no el primer libro de la materia escrito en el país, sí el de mayor categoría; o la Ley de organización y atribuciones de los tribunales. Antecedentes, concordancias y aplicación práctica de sus disposiciones (1890), de Manuel Egidio Ballesteros, cuyo estricto positivismo se combina con una dilatada información doctrinaria, histórica y comparatística.

Un género usual de literatura jurídica estuvo constituido por las memorias sobre temas jurídicos, generalmente muy breves y siempre acotadas, que sus autores leían como requisito para incorporarse en calidad de miembros académicos en la Facultad de Leyes y Ciencias Políticas de la Universidad de Chile. Por lo general se las publicaba en los Anales de esa universidad (iniciados en 1843) y a veces se hacía tiradas aparte. Desde que el Código Civil entró en vigencia, con mucha insistencia estas memorias trataron temas extraídos de ese cuerpo legal; y lo propio acaeció frente a los códigos sucesivos.

Otro género algo abundante fue el de las memorias que los licenciados en Leyes y Ciencias Políticas debían componer para graduarse en la Universidad de Chile. Notablemente breves y siempre acotadas, solía imprimírselas. Al igual que ocurrió con las memorias de incorporación, desde la vigencia del Código Civil ellas con frecuencia versaron sobre materias pertinentes a su articulado, aunque hubo muchas sobre otra legislación, como es natural.

Especialmente frecuentes fueron los diccionarios, repertorios e índices tanto de leyes como de jurisprudencia judicial, para uso de los abogados; y también se desarrolló de manera ostensible la literatura de prontuarios o manuales de práctica forense783.

Hay un capítulo de la historiografía chilena del derecho cuyo estudio aún está por ser fundado: él concierne al pensamiento jurídico del siglo XIX. Esta afirmación no vale demasiado para el pensamiento de Andrés Bello, que, por la importancia y notoriedad del personaje, ha recibido una atención especial784, en desmedro, tal vez, de otros de relevancia. También hay estudios sobre José Victorino Lastarria (1817-1888)785. Mariano Egaña, asimismo, ha sido objeto de examen786. Pero todavía se trata de individualidades muy destacadas no solo en el campo del derecho. Hace falta, en cambio, estudiar las ideas de los juristas que no pertenecen también al ámbito de la historia general y que ordinariamente son conocidos solo por los abogados, por más que casi siempre hayan desarrollado muchas actividades públicas, como era usual y normal en las personalidades chilenas de la época. Ejemplo precisos son los de Juan de Dios Vial del Río787 o Jacinto Chacón, autor de un notable tratado de Derecho civil, el primero en publicarse en Chile, según se ha indicado; y como ellos788 hay muchos cuyo pensamiento jurídico espera ser estudiados a través de su obra y de su actividad profesoral, cuando es el caso789.

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