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HACIA UNA RENOVACIÓN LEGISLATIVA BAJO EL SIGNO DE LA CODIFICACIÓN

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El designio de la renovación legislativa en el país se manifestó desde los primeros momentos después de iniciado en 1810 el movimiento que habría de culminar con la declaración formal de independencia en 1818. Así, el proyecto de constitución elaborado por Juan Egaña en 1811 y publicado en 1813, que no alcanzó a ser sancionado, preveía la formación de una Comisión de Legislación encargada de formular las leyes deducidas de los principios de la constitución703; también la constitución de 1823, obra del mismo Egaña, encomendaba a la Corte Suprema el trabajo consultivo y preparatorio de los códigos legales del Estado704; asimismo, el proyecto de constitución federal de 1826 establecía una comisión a la cual confiaba la tarea de presentar un proyecto de legislación civil y criminal a la legislatura nacional705; la constitución de 1828, en fin, otorgaba al Congreso Nacional la facultad de hacer y mandar promulgar los códigos706.

No interesa que algunos de estos textos hayan sido meros proyectos; que otros, constituciones fallidas o efímeras, ni que ninguno haya sido observado en el punto a que nos hemos referido, pues basta que ellos, independientemente de su vigencia o eficacia, valgan como documentos testimoniales de un pensamiento socialmente difundido.

El país había heredado de la monarquía española un vasto y complejo ordenamiento de derecho público y privado, que las mudanzas políticas iniciadas en 1810 condujeron a una sustitución rápida únicamente en sus estratos más altos, es decir, en aquellos concernientes a la institucionalidad política misma, desde que se introdujeron los principios del moderno constitucionalismo, a partir de cierto momento asumidos o proclamados por los sucesivos ensayos para dotar al país de una estable carta escrita. Pronto ellos se inspiraron, en mayor o en menos medida, en la idea de la división de poderes, cuyos titulares debían ser designados en elecciones populares periódicas y en el reconocimiento de ciertas libertades a los ciudadanos707. En el resto, incluso en el sector más dependiente de la institucionalidad política superior, como es el que decenios después empezó a ser denominado derecho administrativo, el ordenamiento castellano continuó en vigencia y fue solo paulatinamente sustituido o integrado. Así, por ejemplo, la Ordenanza de Intendentes, de 1782, fue reemplazada en 1844 por una Ley de Régimen Interior708, sustituida, a su vez, en 1885709; una Ley Orgánica de Ministerios fue promulgada en 1837710 y una Ley de Organización de municipalidades, en 1854711, sucedida por otra en 1891712. Por lo demás, el derecho administrativo se desarrolló a lo largo del siglo XIX a fuerza de leyes particulares solo concernientes a los servicios públicos que entonces fueron paulatinamente creados, sin que se desenvolvieran las demás partes modernas de esa rama, como la doctrina de la función pública, de la contratación administrativa, de la responsabilidad del Estado y de sus órganos o del contencioso-administrativo, cuya pragmática no obedeció a una línea general orientadora. Su primera sistematización le fue dada en 1859 en un libro anónimo713, que, en cuanto a su estructura y a sus materiales doctrinarios, era, por regla general, copia de una obra española714.

A las normas proyectadas o promulgadas con jerarquía constitucional antes recordadas, en las cuales el propósito de sustituir el ordenamiento heredado era su supuesto natural, se añadieron ciertas proposiciones más específicas en el mismo sentido715. En un discurso del director supremo Bernardo O’Higgins, pronunciado el 23 de julio de 1822, para inaugurar la Convención Preparatoria del Congreso Constituyente (en el que se elaboró la constitución de aquel año), se manifestó la esperanza de que se adoptaren los “cinco códigos célebres”716, es decir, los códigos Civil, de Comercio, Penal, de Procedimiento Civil y de Procedimiento Penal, que Napoleón había promulgado para Francia entre 1804 y 1810. En 1826, Santiago Muñoz Bezanilla, antiguo patriota, redactor de diversos periódicos y miembro prominente del grupo que poco más adelante sería denominado “pipiolo”, de cuyo régimen fue ministro en 1829, presentó, en calidad de diputado del Congreso Nacional, un proyecto destinado a habilitar al poder ejecutivo para nombrar una comisión de letrados a fin de que en dos años reformara “todo el código civil y criminal”, lo redujera a “un solo volumen” y simplificara en él “la tramitación forense, hasta el extremo de reducirla a muy pocas ritualidades”717. Por “código civil y criminal” que había de ser reformado, Muñoz Bezanilla, como otros en la época, entendía no un cuerpo legal compacto de uno y otro derecho, que no existía, sino lo que hoy llamamos “ramas” o, más en general, simplemente “legislación”. Al año siguiente, Muñoz Bezanilla volvió sobre el tema en El Monitor Imparcial, periódico que el mismo redactaba, para insistir en su proyecto del año precedente. Sin embargo, la versión que ahora ofrecía de él era diferente, pues la reforma de los códigos civil y criminal debía hacerse teniendo a la vista los de Napoleón sobre esas materias, para tomar de ellos “todo lo adaptable”, igual que otros códigos de diferentes nacionalidad, amén de la legislación recibida de la Monarquía vigente en Chile718. Este segundo proyecto era, pues, más explícito en cuanto a las fuentes de la nueva normatividad propuesta. Francisco Ramón Vicuña Larraín, también antiguo patriota, ahora de tendencias federalistas y liberales, que fue ministro en tiempos de Freire y presidente interino de la república en 1829, como diputado al Congreso Constituyente de 1828 (que elaboró la constitución de ese año), le presentó dos proyectos: el primero, para crear una comisión encargada de redactar “un proyecto de legislación civil y criminal”, para el cual dispondría de un año; y el segundo, que ofrecía un premio en dinero al jurisconsulto o sociedad de abogados que, también en un año, presentare un “código civil y criminal”, y fuera escogido como el mejor de entre los concursantes por cierta comisión719.

Los planes legislativos expuestos tenían en vista, aunque no siempre de una manera clara y distinta, la codificación del derecho, lo cual era explicable. A la sazón, dicha codificación era la última y más moderna manifestación de la técnica legislativa, que a los ojos de los contemporáneos había alcanzado su mejor expresión en los códigos napoleónicos y, especialmente, en el Code Civil de 1804. Esa técnica, que en realidad era más que meramente tal, pues llegaba a alcanzar los perfiles de una ideología jurídica muy completa720, contrastaba ostensiblemente con la forma en que se presentaban los cuerpos de legislación del Antiguo Régimen que Chile había heredado, por lo general adaptados a la técnica de la compilación de leyes preexistentes, como eran el llamado Ordenamiento de Montalvo, editado en 1484, nunca promulgado, pero de difundido uso práctico; la oficial Recopilación de leyes de Castilla (Nueva Recopilación) de 1567, sancionada por Felipe II —que contenía las Leyes de Toro, de 1505, muy importantes en materia de derecho sucesorio—, y la Novísima Recopilación de Leyes de España (que absorbió buena parte de la anterior, incluidas las Leyes de Toro), librada en 1805 por Carlos IV, a los que se unía la Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias, que en 1680 había promulgado Carlos II. Todos estos cuerpos obedecían a la mencionada técnica que, a su vez, tenía por modelo formal al Codex Iustinianus (529 y 534 d. C.), el último y más célebre cuerpo en seguir la tradición de las compilaciones legislativas de la época postclásica del Derecho romano, después del Codex Gregorianus y del Codex Hermogenianus, de la época de Diocleciano (emp. 284-305 d. C.), y del Codex Theodosianus, del 438 d. C.

A las mencionadas compilaciones castellanas y de leyes indianas se añadían algunos cuerpos legales medievales, obedientes a otra técnica —que podemos reconducir al modelo de los Iustiniani Digesta—, tales como las Partidas, un libro de derecho romano justinianeo (y en parte de derecho canónico), compuesto a mediados del siglo XIII, bajo el reinado de Alfonso X de Castilla, según la versión que de aquel derecho habían ofrecido los glosadores boloñeses, particularmente Placentinus, Azo y Acursius, y que en 1555 había sido modernizado mediante una glosa que le añadió el jurista castellano Gregorio López, para adaptarlo a la versión de los comentaristas también medievales del mismo Derecho, como Bartolus de Saxoferrato y Baldus degli Ubaldi, entre los principales. También estaban el Fuero Real, asimismo de la época de Alfonso X, cuyo contenido y fuentes tendían a coincidir con aquellas de las Partidas, y las Leyes del Estilo, una colección de sentencias judiciales concernientes al Fuero Real.

Aunque los cuerpos legislativos que hasta el momento han sido mencionados ocupaban el lugar de un derecho subsidiario del propio de Chile (su “derecho municipal”, como entonces se decía), que era el derecho indiano, o conjunto de normas dadas por el rey para las Indias o generadas por las autoridades criollas, de hecho eran de frecuente aplicación a las relaciones jurídicas de derecho privado, penal y procesal. Ello se debía a que el derecho indiano propiamente tal, por un lado era lo que se llama un derecho de policía, concebido para regular las actividades en función del orden público político y civil, y también del orden económico y comercial; y, por otro, miraba al derecho administrativo, penal y al que ahora llamamos laboral. Por tal razón el derecho privado de los cuerpos castellanos medievales y las Leyes de Toro recogidas en las recopilaciones modernas, y el penal y procesal de algunos de ellos, pese a su subsidiaridad, entraba rápidamente en aplicación, a falta de derecho indiano principal sobre la materia.

A las antedichas fuentes menester era añadir las del derecho romano, o sea, el Corpus iuris civilis (529-534 d. C.), y del derecho canónico, contenidas en el Corpus iuris canonici (desde mediados del s. XII a principios del s. XIV), constitutivos del ius commune. Ambas valían como fuentes subsidiarias del castellano in temporalibus e in spiritualibus, respectivamente; pero el último, además, como derecho especial de los clérigos. En fin, estaban los derechos indígenas, normalmente consuetudinario, que en el fondo eran también un derecho especial, solo que de los habitantes precolombinos.

Este ordenamiento, compuesto, como habrá podido apreciarse, de cuatro, si no de cinco masas de derecho, cada una de ellas, además, integrada por diversas fuentes, era el que los programas de jerarquía constitucional y los proyectos específicos antes aludidos daban por supuesto que iría a ser sustituido. Tal supuesto, por lo demás, no dejó de manifestarse con reiteración a través de la crítica a que el ordenamiento heredado fue objeto ya desde los primeros momentos. De hecho, el supuesto y la crítica se vigorizaban mutuamente. Esta se expresó casi siempre en artículos periodísticos y ocasionalmente en folletos circulantes, redactados por los hombres públicos, y el periodo de su mayor desarrollo corrió durante la década de 1820 y el primer quinquenio de la siguiente. Los tópicos más recurridos desde los cuales se formulaba —en parte tomados de la literatura crítica que se había desarrollado en Europa desde el siglo XVI contra el ius commune y en parte sugeridos por la observación de la propia realidad— eran la multitud de leyes existentes, la naturaleza recopilatoria de los códigos que regían, en oposición al ideal moderno de la codificación, la oscuridad, complicación, contradicción, incoherencia y desorden de los preceptos, la antigüedad de su lenguaje, el desuso en que habían caídos amplios sectores del derecho formal u oficialmente en vigencia, la existencia de multitud de glosas y comentarios a las leyes, y las dificultades para tomar cabal conocimiento del derecho aplicable. Todos estos caracteres conducían, además, hacía una mala y viciosa administración de la justicia, ya de por sí lenta, complicada, irregular, insegura, arbitraria y dispendiosa721. La denuncia de tan deplorable estado de cosas iba invariablemente acompañada de la proposición de un remedio, que por lo general era la codificación del derecho.

Pero una cosa era pedirla y aun proponer o sugerir planes para llevarla a cabo, y otra hacerla efectiva. La manera más rápida de conseguirla hubiera sido aprobar el deseo de O’Higgins manifestado en 1822 de adoptar los “cinco códigos célebres”, que antes recordamos. Tal operación solo exigía la traducción de los originales y tal vez una somera revisión en función de su adaptación a los usos y costumbres de la sociedad chilena de entonces. Por lo demás, ese había sido el partido que en América se había empezado a escoger desde que en 1808 la Luisiana promulgara por vez primera en el Nuevo Mundo un código civil, bajo el nombre de Digeste des Lois Civiles, que en buena parte era una copia, aunque no del Code Civil mismo, sino de su proyecto publicado en 1800. La tendencia de una u otra manera se acentuó en los años siguientes en Haití (1825), el Estado mexicano de Oaxaca (1827-1829), Bolivia (1830 y 1845), Costa Rica (1841) y la República Dominicana (1845). No faltaron voces prominentes de otros lugares que aconsejaron seguir la misma vía, como las del gobernador federal de Buenos Aires, Manuel Dorrego, en 1828, y del mismo Simón Bolívar en 1829; algo semejante se propuso en las Legislaturas de Ecuador entre 1830 y 1833 y en la de Guatemala en 1836722.

Pero, con buen sentido, la proposición del director supremo O’Higgins cayó en la más completa indiferencia, y ni él mismo se dio tiempo para promoverla en los meses posteriores de su gobierno. De hecho, la sola sospecha de que algún proyecto destinado a impulsar la codificación pudiera consistir en una adopción de modelos extranjeros actuó como poderosa barrera para su aprobación, como ocurrió con el proyecto que el gobierno impulsó desde 1831, al que nos referiremos después. Se dio así la paradoja de que, por un lado, se pedía la sustitución del antiguo derecho, que era objeto de intensa crítica, y, por otro, se rechazaba que tal sustitución implicara la introducción de modelos extranjeros. Y la fórmula que terminó por hacerse más aceptable a la mayoría fue la de proceder a la codificación de estilo moderno, pero sobre la base de lo mejor y más probado del contenido del derecho vernáculo. Ella, por otro lado, implicaba otra paradoja: el retorno al derecho objeto de tantas críticas. Pero fue el temor a la imposición de un derecho extraño el que condujo a una suerte de revalorización del antiguo, no en cuanto a su forma —después de todo, casi la universalidad de la crítica a él dirigida más atendía a su forma y estilo—, sino en lo concerniente a su sustancia y contenido.

Sin embargo, elaborar un código de forma moderna y de contenido tradicional no era tarea fácil; así que, entretanto, el gobierno debió conformarse con modificar los aspectos más contrastantes del antiguo derecho con el nuevo orden de cosas y el espíritu liberal de la época.

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