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El discurso de orbaneja
ОглавлениеLa oratoria es explosiva.
Oyendo a los oradores de Marble Arch, yo me hacía ayer las siguientes reflexiones:
¿Por qué no se deja en España hablar a la gente? ¿Qué le puede importar al ministro de la Gobernación de lo que diga un ciudadano cualquiera en un momento de entusiasmo? Todas las revoluciones han sido promovidas por hombres a los que no se les ha dejado colocar sus discursos.
Un discurso embotellado es como una de las fuerzas de la Naturaleza: tiene que salir, y cuanto más tiempo transcurra, más violenta será la salida. El ciudadano Orbaneja lee un día el fondo de El País, allí encuentra dos o tres frases que le enamoran: son completamente de su gusto en cuanto a la forma y sintetizan de un modo sorprendente sus ideas generales sobre la política del día. El ciudadano Orbaneja se olvida en seguida del artículo, pero ha absorbido ya las tres o cuatro frases perniciosas. Esas tres o cuatro frases son la semilla de un discurso. Poco a poco el discurso va germinando, va haciéndose por sí solo dentro de Orbaneja. Un día, Orbaneja le coloca un párrafo a su mujer; otro día, le salen dos o tres párrafos en un café de la calle de Toledo. Orbaneja es irresponsable. El discurso puede más que él. Pasan días. Orbaneja comienza a frecuentar el Casino del distrito.
Por fin, una noche pide la palabra y comienza a hablar. ¿Qué dice? ¿Que hay que hacer una degollina general? ¿Que las sociedades, como los individuos, tienen sus años de cobardía, pero tienen también sus horas de heroísmo? ¿Que es preciso cortar las siete cabezas de la hidra reaccionaria? No juzguen ustedes por ello mal al ciudadano Orbaneja, que es un hombre de ideas avanzadas pero de sentimientos pacíficos. Todo eso le sale ello solo de dentro del cuerpo, sin que Orbaneja se dé cuenta, como pudiera salirle una erupción cutánea.
La prueba de la inocencia de Orbaneja al hablar de la hidra revolucionaria es que Orbaneja no sabe lo que es una hidra. No precisamente al ciudadano Orbaneja, sino al diputado republicano señor Nougués le oí yo esta frase en el Congreso: «Aquellos árboles centenarios que lo menos tendrían treinta o cuarenta años cada Uno…».
Los ingleses comprenden lo que es un discurso y lo dejan salir. Si usted le dice a un guardia cualquier impertinencia en un tono familiar, está usted perdido; pero si usted emplea el tono oratorio puede decirle horrores. El guardia sabe perfectamente que no es el orador quien dirige el discurso, sino que este discurso se ha elaborado por sí solo en el espíritu del orador y que tiene que salir a la calle. Es una ley fisiológica como la de la maternidad.
En España no se comprende nada de esto, y cuando un ciudadano comienza a hablar violentamente, el representante de la autoridad le corta la palabra. De ahí que nuestra historia está llena de motines y pronunciamientos. El ciudadano que tiene un discurso dentro acaba siempre por largarlo. Ni los guardias de Seguridad ni el 14.º tercio de la Guardia civil, ni la Infantería, ni la Caballería, ni la Artillería son capaces de evitar que un hombre puesto a decir que el árbol de la reacción nos impide ver el sol de la justicia, no lo diga. Sigamos con Orbaneja. Si en pleno énfasis, el delegado le impide decir lo de la hidra, Orbaneja es capaz de dejarse matar como un mártir. Al día siguiente todo el barrio estaría en conmoción:
—¡Orbaneja! ¡Un hombre tan pacífico!
—Es el poseedor de las ideas —dirían sus correligionarios.
No. Es el poder del discurso reprimido; la explosión violenta del tópico encerrado. Un discurso que sale a la luz por sus vías naturales no ofrece peligro ninguno; pero que en cuanto comienza a salir se le obstruya el cauce, y entonces puede ocurrir todo: el suicidio heroico del orador, el motín popular y, en fin, la revolución.
Aquí, como se deja hablar a todo el mundo, no hay revoluciones. Y es ahí, en el país de la elocuencia, donde no se les deja a las gentes echar discursos.