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La virtud se derrite
ОглавлениеEl calor en Londres.
Si yo estuviera en Nueva York, yo estudiaría psicológicamente esta ola de calor que, según mis noticias, ha matado a ochenta personas. En Londres hace también un calor desproporcionado. En las plazas, el asfalto se pega a los pies del transeúnte; muchos caballos caen, medio muertos, sobre el arroyo; en fin, una inglesa ha vitriolado ayer a su marido. Si el calor continúa, todas las virtudes inglesas van a desaparecer: la ecuanimidad, la laboriosidad, el espíritu de orden… Yo he visto a un inglés adormilado después del almuerzo, y este inglés me dijo que no tenía ganas de trabajar. Una inglesa, cerca de él, oía una tarantela que tocaban en la calle unos italianos y suspiraba.
—¿Está usted triste?
—No sé lo que me pasa…
Yo pienso a veces, ante estos estados anormales de temperatura, que es que Dios se entretiene en hacer experimentos con los pueblos. «Hombre —debe decirse el buen Dios, por ejemplo—, voy a ver qué pasa poniendo a los ingleses a 30 grados de calor».
¡Qué experiencia tan curiosa si se prolongase durante algunos meses! Los ingleses se harían indolentes y violentos; las inglesas, lánguidas y apasionadas. No se tomaría más té en Inglaterra. No se preocuparía tanto la gente de guardar el self-control. Se les pondrían terrazas a los cafés para tomar el fresco por las tardes, y las calles de Londres perderían su aspecto utilitario. Habría paseantes. El carácter se haría excitable e impetuoso. Se discutiría a gritos, se accionaría. Se le pondrían reparos a las Ordenanzas del Municipio. Inglaterra iría perdiendo cohesión. Los maridos ingleses ya no dejarían a sus mujeres que fueran a cenar con chicos solteros. El caso de esa inglesa que ha vitriolado a su marido se repetiría con cierta frecuencia. ¡Hasta es posible que un día ocurriese en Londres un crimen pasional! Las virtudes inglesas son húmedas y frías, y yo estoy seguro de que no resistirían mucho tiempo una temperatura de 30 grados. No. Los ingleses dejarían de ser fríos, y, a la larga, hasta dejarían de ser rubios. Hablarían mucho. Habría algunos ingleses elocuentes. Confiarían a la improvisación del momento lo que ahora tienen por medio del esfuerzo continuo. Pensarían en la gloria más que en el dinero. Por último, es posible que un empresario inglés construyese en Londres una Plaza de Toros, y a una temperatura de 30 grados, con la sangre en ebullición, sin brumas que empañasen la vistosa perspectiva, viendo brillar el oro de los trajes, ¿cómo no aplaudir el valor y la destreza de los lidiadores, aunque el espectáculo fuese cruel?
Un inglés inteligente miró hoy el termómetro en el comedor de nuestra casa común, y me dijo:
—A esta temperatura yo comprendo perfectamente a España.
También esa inglesa vitrioladora ha debido comprenderla. Yo no me canso de admirar su gesto. Resulta que así como una rana puesta en ciertas condiciones hace tal o cual tontería, una inglesa, puesta a 30 grados sobre cero, se siente celosa. Es un descubrimiento científico de la más alta importancia.
¿Qué harán los jueces con esa inglesa? En un día de calor puede que se sintieran indulgentes; pero en un día de frío, es indudable que le aplicarán estrictamente la ley.
¡Los celos! Esos —como decía Stendhal— no son sentimientos de mujer rubia. ¡El corazón! Y ¿de cuándo acá un súbdito de Sus Majestades británicas se deja guiar por el corazón?
Pero la pobre muchacha puede decir:
—Aquel día el termómetro marcaba 30 grados. Esta temperatura no es nada inglesa. Yo perdí toda mi continencia nacional.