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Odio de poeta nada más
ОглавлениеMandad un filósofo.
Hace muchos años, un poeta extranjero se detuvo en la esquina de Cheapside, ante una tienda de estampas. Un cuadro llamó particularmente su atención, y el poeta, con la boca abierta, lo miraba y soñaba. Seguramente en el mundo entero no hay un sitio menos a propósito que la esquina de Cheapside, y tan sólo un poeta recién llegado puede cometer la tontería de irse a soñar allí; los poetas avecindados en Londres, si por azar descubren en algún escaparate de Cheapside un cuadro más o menos romántico, en todo caso lo compra y se lo lleva a su casa para soñar tranquilamente delante de él. Cheapside es la gran arteria de la City, y por Cheapside se va a la Bolsa.
¿Es que un hombre que tiene negocios en la Bolsa va a detenerse en su carrera para no tropezar con un poeta que está soñando delante de un escaparate? Y después de todo, ¿quién le asegura al bolsista que ese hombre es un poeta y no un vago? Si fuera un poeta, no estaría desocupado y con la boca abierta; iría corriendo hacia su office de poeta a hacer poesías hasta la una; a la una almorzaría, y a las dos volvería al office, donde permanecería hasta las siete. Eso deben hacer los poetas los días laborables.
—¡Gooddamn! ¡Gooddamn…!
El pobre poeta fue empujado por todo el mundo. Por último, un pisotón de un hombre de negocios le arrancó de la contemplación del cuadro a la contemplación de la calle. El cuadro representaba el paso del Beresina por los franceses, y el poeta, al contar su impresión de aquel momento, dice: «Entonces me pareció que todo Londres era un enorme puente del Beresina, donde cada uno, en una inquietud delirante, quiere abrirse paso para prolongar un pequeño resto de vida, donde el insolente jinete aplasta al pobre que va a pie, donde el que cae está perdido para siempre, donde los mejores amigos corren sin piedad los unos sobre los cadáveres de los otros, donde millares de hombres extenuados y cubiertos de sangre, que han querido, pero en vano, asirse a los tablones del puente, caen a la fosa glacial de la muerte».
Aquel poeta venía de Alemania y se llamaba Enrique Heine. Su odio a Inglaterra no era odio de alemán. «Yo —declaró Heine en un libro— les doy a ustedes mi palabra de honor de que no soy patriota». Era odio de poeta. Un poeta es un hombre que va despacio, y, en Londres, los hombres de negocios atropellan a los poetas. Ya sé que los poetas están expuestos en todas partes a morir aplastados bajo las ruedas de un camión, y así murió en París M. Corunti, el introductor de la última estética en España.
Si el inglés puede definirse como un hombre completamente refractario a la poesía lírica, habrá que reconocer que estos hombres existen en todo el mundo y que, para el poeta español, francés o alemán, buena parte de sus compatriotas son ingleses. Sin embargo, en ninguna parte hay tantos ingleses como en Inglaterra. En París o Madrid, cuando el poeta ha sufrido muchos empujones, no tiene más que dejarse caer sobre un banco de la plaza pública y ponerse a soñar. Aquí los squares están rodeados de verja, y únicamente los propietarios de las casas colindantes tienen derecho a entrar en ellos. ¿Soñar bajo los árboles? Y ¿con qué derecho va a soñar el hombre que no tiene en donde caerse muerto? ¡A la City! ¡A Cheapside! ¡De prisa! ¡Muy de prisa…! Y si usted es un poeta, es decir, un soñador de profesión, como aquí la vida es carísima, pues tendría usted que empezar a soñar muy temprano. Tendrá usted que soñar como un negro desde por la mañana hasta por la noche, y, a veces, hasta tendrá usted que soñar dormido.
A raíz de su aventura de Cheapside, Heine escribió a Alemania diciendo:
«Mandad un filósofo a Londres, pero por el amor de Dios no mandéis un poeta». Si en Madrid hubiera filósofos disponibles, yo pediría alguno; pero presumo que ahí no hay más que poetas. Yo mismo en el fondo soy probablemente un poeta. Cuando me aventuro por las calles de la City, los ingleses me empujan con tanto desprecio como si no hubiese duda de que lo soy, y no de que soy un poeta cualquiera, sino un gran poeta.
—¡Gooddamn! ¡Gooddamn…!
Es el grito con que Londres echa a los perros y a los pobres poetas. ¡Los pobres poetas! ¿Por qué esa crueldad con ellos? A este propósito he interrogado a un hombre de negocios de la City, que me ha hecho declaraciones de gran importancia. Mañana o pasado las conocerán ustedes.