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Contra las de caín
ОглавлениеHay que hacerse ruso.
Resulta que no nos espera un gran porvenir con las inglesas casadas. Esto es tanto más lamentable cuanto que tampoco es muy halagüeño el que nos reservan las solteras. Una frase imprudente, como, por ejemplo, «yo estoy enamorado de usted», puede costarle a uno varios centenares de libras. O se casa uno o indemniza. Es admirable, ¿eh, señoritas de Caín?
Para poder divertirse un poco en Londres yo no veo más que una solución: hacerse ruso. Los periódicos publicaron recientemente la historia de un ruso que se casó cinco veces en Inglaterra. Este ruso veía en la calle una muchacha que le gustaba, se iba a ella y le decía:
—¿Quiere usted casarse conmigo?
La inglesa creía, tal vez, que el ruso bromeaba; pero como estas bromas se cotizan aquí de un modo muy serio, ella le cogía la palabra.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo, señorita.
De este modo el ruso se casó con una bailarina, con una vendedora de cacahuetes, con una chica de un bar, con una enfermera y con una dactilógrafa. Últimamente volvió a casarse en París, y sus cinco mujeres anteriores entablaron, por la vía diplomática, cinco peticiones de indemnización.
Todo fue inútil. Las autoridades rusas no le reconocen validez al matrimonio de ningún ruso como este matrimonio no se haya hecho ante un sacerdote de la religión ortodoxa. Gracias a esta circunstancia, los rusos pueden casarse a diario en Inglaterra con una perfecta impunidad.
Por eso me parece a mí muy conveniente en Londres hacerse ruso, ya que es completamente inútil hacerse el sueco. Aquí hay un exceso enorme de mujeres, y el Estado inglés es como uno de esos padres cargados de hijas incasables. Algo así como el señor Caín de los hermanos Quintero. Hay que colocar a las chicas de un modo o de otro. Se dan reuniones, se hacen soirées musicales, se invita a los jóvenes a tomar el té, se juega a juegos de prendas… Y en cuanto el pobre extranjero se descuida, el Estado le coloca una delicada criatura de treinta y cinco o cuarenta años que parece un espárrago.