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Los bárbaros del norte

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Cuentan de Leconte de Lisle…

Gimnasia, natación, equitación, canotage, criquet, lawn-tennis, foot-ball… Con estos elementos principales es con los que se forma la moral del animal inglés. Sí, señores; la moral. Si el tiburón no fuera grande y fuerte, si no tuviera el estómago insaciable y los dientes afilados, tampoco tendría una moral de exterminio. El animal inglés es ágil, enérgico, musculoso, y tiene la moral de los animales que son así. Estos días pasados, en que tanto se habló de Inglaterra, ha salido a luz una anécdota de Leconte de Lisle, que define por completo la moral británica. Hensif de Regnier la ha oído a menudo de labios del poeta, que, según parece, se la contaba cada diez o doce días a sus amigos. Hela aquí: Leconte de Lisle encontrábase en una posada de la costa bretona. A la hora de almorzar lo instalaron ante un gentleman inglés jonflu et rongeaud, mofletudo y colorado. El almuerzo concluía y la criada colocó sobre la mesa una fragante bandeja de fresas. Entonces el inglés, sin decir una palabra, se apoderó de la bandeja y la vació totalmente en su plato. La indignación de Leconte de Lisle estuvo a punto de alcanzar una grandeza épica.

—Perdone usted —le dijo al inglés—: a mí también me gustan las fresas.

—¡Oh! No tanto como a mí…

En la mesa redonda de las naciones, cuando aparece una fuente de apetitosas fresas, Inglaterra suele también servírsela por entero. ¡Qué quieren ustedes! Las fresas le gustan mucho. Los demás comensales podrán insultarla, que ella no dirá una palabra. Se despojará de su americana y mostrará los brazos atléticos en una actitud de box.

Sport, aire libre… Así se cultiva al lado de Europa el animal inglés. En Inglaterra, el inglés no hace más que acumular energías para derrocharlas fuera. Aquí no hay placeres. Las mujeres son frías y las camas duras. Las comidas no tienen salsas. Los establecimientos públicos se cierran a media noche. A los veinte años el inglés sale de Inglaterra lleno de ímpetus, y si cualquier cosa le apetece la toma.

No hay más remedio que admirar la fuerza y la energía británicas; pero yo no les otorgo otra admiración que la que me inspiran los soldados de Atila. En un libro de viajes por Italia, Heine hablaba de los ingleses. «Cuando se ve este pueblo rubio— dice—, de mejillas encendidas, con sus brillantes carrozas maqueadas, sus lacayos galoneados, sus caballos de carrera espumantes y sus otros resplandecientes utensilios, descender, curioso y engaloneado, los Alpes, y atravesar toda la Italia, se cree ver una elegante emigración de bárbaros». Y realmente, el hijo de la Albión, aunque use blancas camisas y lo pague todo al contado, no es, sin embargo, más que un bárbaro civilizado, en comparación con el italiano, que anuncia más bien una civilización limítrofe de la barbarie. En Granada, en Sevilla y en Córdoba, la gente mira humillada esas turbas de excursionistas ingleses, altos, bien vestidos, que van Basdeker en mano, detrás de un representante de la agencia Coock. Algún chico desarrapado, en perfecta ignorancia de la política internacional, puede tirarles una piedra, que eso no significa nada. Generalmente, la gente se da cuenta de que esos ingleses tienen mucho dinero y de que tras ellos hay un cónsul, un embajador, un Ejército y una Marina que es la primer Marina del mundo. Se los respeta, lo cual está bien; pero se les mira como un pueblo superior y son un pueblo de bárbaros, aunque seamos analfabetos. Un ingeniero inglés capaz de construir un puente formidable, me dará siempre la idea de un bárbaro al lado de un gañán andaluz que habla a la reja con su novia.

¡La gimnasia! ¡El sport! En Atenas también se hacía sport. La Grecia era un pueblo sportivo, y por eso alcanzó allí un esplendor tan grande la escultura. Pero como los ingleses no tienen el menor sentimiento de arte, la gimnasia no obtiene aquí ninguna aplicación escultórica. Aquí se cultivan hermosos modelos que no utiliza nadie, y es inútil que esos modelos vayan a comparar sus formas con las de tal o cual Apolo helénico. Aquel Apolo era probablemente un hombre espiritual, porque en los gimnasios de Atenas no sólo se hacían poleas con los músculos, sino también con la inteligencia. Allí se trabajaba y se conversaba. Los filósofos iban allí a desarrollar sus teorías entre la juventud. Aquellos muchachos, si con la belleza varonil de sus formas interesaban a las muchachas, sabían luego aumentar este interés hablándolas con esa sal ática de la que no se sabe que exista un solo grano en todos los mares de Inglaterra.

Inglaterra es grande, es fuerte, es rica, es temible, sabe leer y escribir de corrido y está muy vestida; pero le falta el alma. La España pobre, sucia y analfabeta, puede llamarle bárbara. Es un consuelo melancólico.

Julio Camba: Obras 1916-1923

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