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1 EL CAMINO A LA GUERRA
ОглавлениеEra la tarde, curiosamente cálida, del 10 de febrero de 1763.1 Un carruaje que transportaba a dos representantes oficiales, uno de Francia y otro de España, traqueteaba calle abajo por la rue Saint-Dominique, en la orilla izquierda del Sena, a solo unas manzanas del río. Después de pasar entre filas de imponentes edificios, entró bajo el arco redondo y a través de la puerta de doble hoja de un sencillo pero digno hôtel particulier [palacete] y se detuvo en el patio. Los funcionarios descendieron del vehículo, se dirigieron a la derecha, hacia la entrada principal, atravesaron una serie de estancias decoradas con papel azul y blanco a la inglesa y entraron en un distinguido salón de rojas cortinas donde colgaba un retrato no del rey galo, Luis XV, sino de Jorge III de Gran Bretaña. En aquel breve recorrido, aquellos dos hombres habían salido del confortable mundo francés al que estaban acostumbrados y ahora estaban, de hecho, en territorio británico.
Eran César Gabriel de Choiseul-Praslin, ministro galo de Exteriores; y Pablo Jerónimo Grimaldi y Pallavicini, embajador español en Francia. La imponente residencia parisina en la que se encontraban era la vivienda y embajada de facto de John Russell, duque de Bedford, que los recibió sentado debido a un ataque de gota. Apenas cinco meses antes había llegado a Francia como ministro plenipotenciario –como embajador, en la práctica– para negociar la paz. Juntos, los tres estaban a punto de firmar un tratado que daría fin de manera formal a la ruinosa guerra que había envuelto no solo a sus tres países, sino también a la mayor parte de Europa y lugares tan lejanos como la India y Norteamérica.
La Guerra de los Siete Años, según la denominación que se popularizó más tarde, había comenzado en 1754 con una serie de escaramuzas entre fuerzas británicas y francesas en el valle del Ohio. En dos años, ya se había extendido a la Europa continental y por todo el orbe. El momento de inflexión del conflicto sucedió en 1759; entonces, Gran Bretaña acumuló un rosario de impactantes victorias por tierra y por mar que acabaron diezmando las flotas francesas y españolas y le dieron el control de enclaves que iban desde Canadá y el Caribe hasta Asia.
En 1762, Francia y España ya no tenían más alternativa que pedir la paz. Choiseul-Praslin encabezó las negociaciones por la parte francesa. España envió a Grimaldi a petición de los ministros galos; ya habían negociado tratados antes con él y lo consideraban «excelsamente dotado en el arte de conciliar el acuerdo y la amistad entre los bandos enfrentados».2 El gabinete británico eligió al duque de Bedford, de riqueza astronómica, cuya red de contactos sociales y su firme posición a favor de la paz facilitarían que se ganara la confianza de los franceses. Los tres hombres eran de temperamentos muy distintos. Se ha descrito a Choiseul-Praslin como «sensato, trabajador […] seco de carácter, de una reserva casi impenetrable [...] del todo carente de gracias».3 En cambio, Grimaldi, nacido en Italia, impresionó de manera favorable al historiador británico Edward Gibbon –entonces inmerso en su Grand Tour* por Europa–. Este lo describió como un acaudalado hombre de mundo que «daba bailes todas las semanas, cuya magnificencia solo se ve superada por su cortesía y elegancia»4 (de hecho, los diplomáticos mencionados acababan de asistir, la noche anterior a la firma del tratado, a una de las famosas veladas de Grimaldi, la cual había acabado a las 10 de la mañana). Gibbon no tenía tan buena opinión de Bedford, de quien decía que su «gravedad y avaricia5 lo convertían en el hazmerreír de París». El ministro francés, por su parte, vio en Bedford «un hombre muy bueno, muy educado, bienintencionado, deseoso de ultimar la paz».6
Aunque es seguro que Bedford estaba «ansioso por cerrar el tratado de paz», se cuidaba de actuar solo dentro de los límites marcados por su gobierno. La cierto es que se lo podía permitir, dado que Gran Bretaña gozaba entonces de una posición inmejorable, tanto en sentido literal como metafórico. Durante el curso de varios meses, los tres hombres elaboraron un tratado que reconocía su supremacía y alteraba la escena internacional a su favor. Bedford, mientras se negociaban los detalles, también se ocupó del amueblamiento de su vivienda urbana en la rue Saint-Dominique con los últimos lujos de Londres, que iban desde una exquisita cubertería de plata a los primeros inodoros que hubo en París. Esta suntuosa redecoración no se debía a la «rigidez y avaricia» del embajador británico, sino que se trataba, más bien, de una afirmación política. Cuando Choiseul-Praslin y Grimaldi cruzaron el umbral de la residencia de Bedford en la tarde del 10 de febrero, aquel ambiente londinense sirvió para recordarles que entraban en un nuevo mundo dominado por los británicos.