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AGENTES FRANCESES EN LAS COLONIAS AMERICANAS

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El primero de los agentes franceses en las colonias británicas de Norteamérica, el teniente de la Marina François de Sarrebourse de Pontleroy de Beaulieu, desembarcó en Filadelfia a principios de 1764.51 Firmó con un comerciante norteamericano ponerse al mando de un buque de carga que operaba por la costa de Nueva Inglaterra y el Atlántico Medio. Gracias a su puesto de comandante de un barco podía, sin llamar la atención, realizar mapas detallados y sondear los puertos principales, así como hablar con otros comerciantes para conformar una comprensión amplia de la opinión de los colonos. Pontleroy había llegado justo en el momento en que el resplandor de las celebraciones de la victoria daba paso a muestras de descontento. Los historiadores citan a menudo una afirmación de John Shy: «Los americanos no fueron nunca más británicos que en 1763».52 Dicha cita está de sobra justificada: la amenaza de las fuerzas francesas se había eliminado, el potencial de expansión hacia el oeste parecía ilimitado y Gran Bretaña controlaba ahora las principales rutas oceánicas, lo que significaba más comercio para las colonias.

En julio de 1763 llegó la noticia de que una confederación de tribus nativas americanas, encabezadas por el jefe ottawa Pontiac, estaba atacando fuertes de las fronteras occidentales en respuesta a incursiones británicas muy duras. Aquello fue, para los colonos, la primera señal de que su acceso al resto del subcontinente no iba a ser gratuito. La Guerra de Pontiac, como acabó por denominarse, actuó como catalizador para que el gobierno británico publicara la Proclamación Real de 1763, con la que intentaba llevar el orden y la estabilidad a Norteamérica. Dicha ley creaba las colonias de Quebec, Florida Oriental, Florida Occidental y Granada y establecía la frontera occidental de las trece colonias originales en una línea que bajaba por los montes Apalaches. Según la orden de Londres, el territorio situado al oeste de la Línea de la Proclamación se cedía a los pueblos nativos americanos y no se podían establecer asentamientos en él. Esto era una amenaza para los planes de inversión de especuladores del suelo como la Compañía del Ohio [Ohio Company] y la recién creada Compañía de la Tierra del Misisipi [Mississipi Land Company] de George Washington.

Hubo un segundo golpe al bolsillo colectivo de las colonias, en forma de impuestos. Durante generaciones, Gran Bretaña había adoptado un enfoque absentista en cuanto al gobierno de las colonias americanas, una política que después se calificó de «negligencia saludable», según la teoría de que la falta de restricciones permitía la prosperidad de las colonias y beneficiaba así al conjunto del imperio. Mientras que en 1763 el ciudadano británico medio pagaba 26 chelines anuales de impuestos (unos 200 dólares actuales), el colono medio americano apenas pagaba 1 chelín.53 Los impuestos a la importación y las restricciones al comercio con otras potencias no se aplicaban en las colonias británicas americanas; de Boston a Charleston, los comerciantes hacían pingües negocios con países como España u Holanda y con sus colonias caribeñas. Las enormes deudas contraídas durante la Guerra de los Siete Años –solo el pago de intereses ya consumía el 40 por ciento de los ingresos– cambiaron el planteamiento económico del gabinete británico. Los ministros de Londres defendieron que, como la guerra se había librado en pro de los colonos norteamericanos, estos debían ahora costear el coste de su seguridad, lo que incluía el acuartelamiento de efectivos británicos en sus territorios.

Durante más de un siglo, Gran Bretaña había intentado evitar que sus colonias comerciaran directamente con otras potencias europeas mediante la promulgación de Leyes de Navegación [Navigation Acts] que instauraban tasas y restringían el comercio con otros países. La última de ellas fue la Ley de Impuestos Americanos [American Duties Act] de 1764, que los colonos rebautizaron pronto como Ley del Azúcar [Sugar Act]. Perseguía el contrabando, aunque también reducía el impuesto sobre el azúcar y la melaza que pagaban los colonos al importarlas de las plantaciones caribeñas británicas. Como dichos impuestos casi nunca se habían pagado hasta entonces, la recaudación más estricta que dicha ley activaba y sus medidas contra el contrabando significaban, de facto, una imposición de tasas y una reducción del comercio. Al mismo tiempo, el Parlamento aprobó la Ley de Moneda [Currency Act] que reducía la disponibilidad de papel moneda para los colonos. Dicho papel moneda se venía usando cada vez más debido a la carencia de dinero en metálico en forma de monedas de plata y oro. Estas dos leyes generaron una escasez de moneda que empeoró los efectos de la depresión posterior a la guerra.

A pesar de estas complicaciones económicas, Pontleroy informaba de que las colonias americanas eran prósperas, sus tierras productivas y sus puertos amplios y de que, en aquel momento, tenía lugar un boom demográfico de posguerra.54 También mencionaba su rencor por la Ley del Azúcar, sobre todo por la repentina aparición de barcos recaudadores que acababan con el comercio caribeño, hasta entonces consentido. Los americanos estaban deseosos de librarse de estas restricciones al comercio que mermaban sus negocios. Tampoco veían ninguna necesidad de protección militar británica continuada, ahora que Francia ya no tenía presencia en el subcontinente. Los colonos estaban inquietos, concluía, y algún día se rebelarían contra su madre patria. «Inglaterra –decía– debe esperar una revolución y ha acelerado ese suceso al librar a las colonias del miedo de los franceses de Canadá».

Los colonos pronto se dieron cuenta de que la Ley del Azúcar era un avance de medidas más estrictas. A primeros de 1765, el Parlamento aprobó la Ley del Timbre [Stamp Act] y la de Acantonamiento [Quartering Act].55 El objetivo de ambas era ayudar a obtener los fondos que hacían falta para sufragar el coste de los 10 000 soldados británicos que Londres pensaba necesarios para su protección. Mientras que la Ley del Azúcar había despertado quejas acaloradas, estas nuevas legislaciones produjeron auténticas revueltas. Ninguna de las dos imponía, en apariencia, una carga excesiva. La Ley del Timbre creaba un impuesto relativamente modesto sobre los documentos legales, revistas y periódicos que recaía en abogados y editores, sobre todo, un sector razonablemente próspero de la población. La Ley de Acantonamiento, de hecho, dispensaba a las viviendas modestas de la obligación de tener que aceptar su utilización como barracones temporales para los soldados y solo autorizaba el empleo de edificios vacíos. El punto de fricción para los colonos era que el Parlamento no debía tener derecho a imponerles impuestos (la Ley de Acantonamiento se percibía como una especie de tasa) debido a que ellos no tenían representación en la cámara legislativa: «Ningún impuesto sin representación», como había dicho el pastor John Mayhew de Boston ya en 1750. Además, los colonos americanos también proclamaban que, como no había forma práctica posible de representación de las colonias en un Parlamento situado a 5000 kilómetros de distancia, solo sus propias asambleas legislativas debían tener la capacidad de imponer impuestos y de determinar en qué emplear esos ingresos. Las leyes del Timbre y de Acantonamiento se interpretaron como actuaciones directas del Parlamento para soslayar las funciones de las asambleas coloniales y como un primer paso hacia medidas impositivas futuras, sin que los colonos tuvieran representación ni dieran su aprobación. Estallaron entonces tumultos callejeros contra los impuestos en Boston (donde se saquearon las casas del gobernador en funciones Thomas Hutchinson y del distribuidor de papel timbrado Andrew Oliver), Newport y Filadelfia.

En mayo de 1765, la Asamblea de Burgueses [House of Burgesses], la cámara legislativa de Virginia, se reunió en Williamsburg para denunciar la Ley del Timbre. Un joven representante llamado Patrick Henry encabezó la acusación con unos pronunciamientos, las Resoluciones de Virginia [Virginia Resolves], que declaraban que solo la asamblea legislativa del estado, no el Parlamento, tenía derecho a recaudar impuestos de sus colonos. Su intervención ante la Asamblea de Burgueses comparó el movimiento contra la Ley del Timbre con la resistencia de Bruto ante César y la de Cromwell frente a Carlos I, una perspectiva que, para otros miembros de la cámara, traspasaba el límite de la traición.

Uno de los testigos presenciales de la incendiaria intervención de Patrick Henry fue Charles Murray, un representante escocés de un comerciante de vinos con sede en Londres. Después de llegar a Charleston desde el Caribe francés, a primeros de 1765, continuó hasta Nueva York haciendo numerosas paradas durante el viaje, en las que vendía barriles de vino de Madeira «de primera calidad» a clientes como George Washington.56 Al mismo tiempo, tomaba notas sin cesar de la situación de las colonias americanas y las enviaba al gobierno francés.57 Dichas notas, escritas en inglés y francés, no nos revelan la razón por las que se había convertido en espía de Francia, aunque, como muchos católicos escoceses, es posible que tuviera un rescoldo de inclinaciones jacobitas que le llevaban a preferir a Francia antes que a los «pérfidos ingleses». Estas notas sí que revelan, en cambio, el enfado generalizado que había provocado la Ley del Timbre entre los colonos americanos, que, de manera gradual, se iba convirtiendo en ira. Murray relata que Patrick Henry había dicho que su diatriba «debía atribuirse al interés [que tenía] por la moribunda libertad de su País, que llevaba en su corazón». También menciona a un abogado de Annapolis que, aunque era leal a la Corona, «estaba dispuesto a tomar las armas en defensa de su libertad y su propiedad». Choiseul, que, sin duda, leyó el informe de Murray, seguro que se sintió reconfortado al saber que un grupo de vecinos en una taberna de Virginia había proclamado: «Dejemos que lo malo vaya a peor, pediremos ayuda a los franceses».

La Ley del Timbre no llegó a aplicarse y el Parlamento, impresionado por la vehemente reacción de los colonos, la rechazó a principios de 1766. Al mismo tiempo, aprobó las Leyes Declaratorias [Declaratory Acts], que afirmaban su primacía sobre las cámaras legislativas coloniales y le daban plenos poderes para implantar impuestos en las colonias. El Parlamento volvió a meter el dedo en el ojo de los colonos al año siguiente con las Leyes de Townshend [Townshend Acts], cuya denominación se debe al canciller de Hacienda que propuso tasas para la entrada en las colonias de vidrio, plomo, pinturas, papel y, de forma llamativa, té: artículos, todos ellos, que solo se podrían comprar a Gran Bretaña. La irritación de los colonos creció ante los continuos ataques a sus derechos y sustentos. Aunque en esta ocasión la respuesta no fue tan rápida y violenta como ante la Ley del Timbre, el resentimiento hacia la Corona no dejaba de crecer.

De nuevo encontramos, en esta ocasión, un agente de Francia que es testigo e informa de primera mano de la respuesta de los colonos. Johann de Kalb, bávaro de nacimiento, era un oficial que había obtenido su «de» nobiliario francés sirviendo en el ejército galo de Charles-François de Broglie durante la Guerra de los Siete Años.58 De Broglie advirtió que De Kalb, aunque no formaba parte del Secret du Roi, tenía la inteligencia, discreción y conocimientos de lenguas necesarios para el espionaje. En 1767 le propuso a Choiseul enviar a De Kalb a Norteamérica «para conocer las opiniones de los colonos de la América septentrional hacia Gran Bretaña y, en caso de que estas provincias prevean una ruptura abierta con su metrópoli, de qué medios dispondrían para hacer la guerra o defender su libertad».

De Kalb llegó en 1768 y empleó los primeros cuatro meses en valorar el posible clima revolucionario de las colonias, desde Filadelfia a Boston. Esta vez, la temperatura política era casi tan fría como la de los pantanos helados que De Kalb tuvo que cruzar de noche al poco de llegar a América (después de que su barco se hundiera justo frente a Staten Island). En comparación con la ardiente retórica de Patrick Henry de solo tres años antes, el sentimiento que De Kalb percibió con más frecuencia fue el de resignación. A su vuelta, en su informe a Choiseul explicaba que, en efecto, los residentes de las colonias estaban furiosos por las Leyes de Townshend, resentidos por tener que alojar soldados en sus pueblos y ciudades y descontentos por las severas restricciones a la circulación de dinero y por las limitaciones al comercio que reducían sus beneficios: todo aquello podría dar lugar a un levantamiento. «Es indudable que este país se liberará en algún momento dado»,59 especulaba, pero seguidamente aguaba las esperanzas que Choiseul tenía de una separación inmediata de la madre patria: dicha revolución solo podría suceder «cuando su población sea superior a la de Gran Bretaña», dentro de muchos años. Más frustrante aún fue su valoración de las posibilidades que tenía Francia de liderar la rebelión. Aunque las colonias no tenían Marina ni arsenales con los que emprender una contienda contra la madre patria, «nunca aceptarían ningún socorro extranjero, el cual les podría parecer sospechoso y que amenazaría a su libertad, sobre todo si viene de Francia; preferirían someterse por un tiempo al Parlamento inglés».


Johann von Kalb (1721-1780). Óleo sobre lienzo (1780) de Charles Willson Peale (1741-1827).

Choiseul, que había esperado recibir noticias de una próxima posibilidad de lucha revolucionaria liderada por Francia, no encajó bien el informe enviado por De Kalb, se negó a recibirlo a su regreso de América y le negó un ascenso ansiado por largo tiempo. Aquel informe no solo contravenía los meticulosos planes de Choiseul para fomentar una insurrección en Norteamérica: tampoco coincidía con los reportes previos de sus espías. Lo cierto es que De Kalb trasladó un sentimiento real que los anteriores agentes no habían advertido o que habían omitido a propósito; por mucho que los colonos odiaran el continuo bombardeo de impuestos y restricciones al comercio, muchos estaban aún orgullosos de ser parte del gran Imperio británico y pensaban que aquella «disputa familiar» se podía resolver con equidad. En las colonias americanas, el sentimiento de fidelidad no se amoldaba tan bien a las fronteras como parecía suceder en Europa. Choiseul, que dominaba a la perfección el tablero de ajedrez europeo, apenas comenzaba por entonces a comprender hasta qué punto iba a resultar más complicada la partida en Norteamérica.

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