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2 LOS COMERCIANTES

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La insurrección americana de 1774 no fue la primera vez que el gobierno británico tuvo que sofocar una rebelión de sus ciudadanos. Una generación antes, el levantamiento jacobita de 1745 había intentado deponer al monarca e instalar en su lugar a un pretendiente escocés, Carlos Eduardo Estuardo. La rebelión terminó de modo rápido y violento en la batalla de Culloden, donde casi un tercio de los 7000 efectivos jacobitas murió, resultó herido o fue capturado.1 Gran Bretaña pensaba que una rápida y brutal imposición de las Leyes Coercitivas, que aislara y castigara a la colonia rebelde de Massachusetts, impediría la revolución general de las colonias.

El efecto fue justo el contrario. Las demás colonias, temerosas de que se les pudiera aplicar las mismas medidas, se pusieron de parte de Massachusetts y acordaron la reunión del Primer Congreso Continental, para demostrar así que eran capaces de actuar al unísono contra el adversario común, el Parlamento.2 Los delegados aún creían en un futuro como parte del Imperio británico, pero a partir de ahora tendría que ser según sus condiciones. Condenaron las Leyes Coercitivas como anticonstitucionales y prepararon un listado de agravios para enviárselo al rey Jorge III. Respaldaron la fuerza de sus resoluciones con la aprobación de la creación de milicias locales con las que resistir los posibles intentos ulteriores de imposición de las citadas leyes y ejercieron presión económica mediante la aplicación de un boicot contra todo el comercio con Gran Bretaña y sus colonias del Caribe. Cuando los delegados abandonaron Filadelfia, en octubre de 1774, acordaron volver a reunirse en mayo del año siguiente si sus quejas no se habían satisfecho para entonces.

El reclutamiento, organización y equipamiento de las milicias iba a recaer bajo la autoridad de comités de Seguridad [Safety Committee] y de Suministros [Supplies Committee] que se nombrarían en cada colonia. Pronto se hizo evidente que una cosa era alistar hombres en la milicia y otra muy distinta equiparlos con armas, munición y pólvora. En las trece colonias las armas de fuego personales eran de una gran variedad de tipos y calibres. Algunos mosquetes de ánima lisa comprados al Ejército británico durante la Guerra de los Siete Años (en general, mosquetes del modelo terrestre «Brown Bess» y calibre de 0,75 pulgadas); otras, escopetas de perdigones empleadas sobre todo para pequeños juegos y (en especial en la frontera de los Apalaches) unos pocos rifles de ánima rayada en espiral, de carga más lenta. El Comité de Seguridad de Pensilvania, por ejemplo, descubrió que algunas compañías de milicias necesitaban siete tipos distintos de munición.3

Además, cierto número de los voluntarios de las milicias llegaba a alistarse sin llevar arma alguna.4 Aunque al menos la mitad de los propietarios de las colonias tenía armas, algunos milicianos las dejaban en sus casas, pues eran necesarias para la caza y la protección de sus familias. Por ejemplo, aunque los informes de Nueva Inglaterra indicaban que unos tres cuartos de los milicianos traían sus propias armas, dicho porcentaje variaba enormemente; algunos regimientos de Nuevo Hampshire solo reportaron un mosquete y una libra de pólvora por cada cuatro milicianos (lo que equivalía a unos quince cartuchos por cada hombre). Aunque en principio era posible entrenar una compañía con menos mosquetes que milicianos, para las prácticas de tiro eran indispensables grandes cantidades de pólvora. En tiempo de guerra, es obvio que el consumo de pólvora se dispararía y muchos mosquetes se perderían, caerían en manos del enemigo, resultarían dañados o se averiarían, lo que hacía necesario que hubiera varias armas de fuego por cada miliciano. Los comités de Seguridad y de Suministros tendrían que conseguir todo ese material del que se carecía.

Los comités sabían que su capacidad para armar en poco tiempo a las milicias era muy reducida. A finales de 1774, el Consejo Privado había emitido una prohibición que vetaba la exportación de todo tipo de armas de fuego, pólvora y equipamiento militar a las colonias. Además, el acceso de los colonos a los depósitos locales de armamento y pólvora se cortó desde que los gobiernos coloniales de la Corona comenzaron a actuar de forma metódica para controlarlos y confiscarlos.5 En septiembre de 1774, el gobernador militar de Massachusetts, Thomas Gage, ordenó que se sacara la pólvora y las armas del almacén de la Casa de la Pólvora [Powder House], en la actual Somerset, a las afueras de Boston. Unos meses más tarde, el gobernador de Virginia, John Murray, lord Dunmore, ordenó una acción similar contra el almacén de Williamsburg.

Las milicias tampoco disponían de un suministro fluido de armas de producción local. Para abastecer a una población de casi 2 millones, solo había entre 1500 y 3000 armeros en todo el territorio de las trece colonias y no todos ellos estaban a favor de la rebelión.6 Un armero típico de aquella época fabricaba y reparaba armas en un pequeño taller con sus hijos y algunos aprendices y empleaba una variedad de herramientas manuales para tallar, fundir, forjar, soldar, barrenar y ensamblar las distintas partes de cada pieza. Se trataba de un proceso lento que producía, tal vez, de cinco a diez armas al año. No había otros tipos de manufacturas armamentísticas; en todas las colonias no había ninguna fundición de cañones y ni un molino que produjera el material más básico para la milicia: pólvora.7

La mal equipada milicia tendría que enfrentarse a un formidable Ejército británico que estaba bien provisto por su organismo logístico, el Consejo de Armamento [Board of Ordnance], y por los enormes centros manufactureros de armas de Londres y Birmingham. Dicho consejo desarrolló unos patrones estándares (sobre todo los tipos terrestres [Land Patterns]) para los componentes de los mosquetes: llaves, percutores y cañones, así como recámaras, gatillos y baquetas. Cada una de estas piezas estandarizadas se fabricaba en masa por especialistas, los cuales las llevaban entonces a armeros que ajustaban y ensamblaban las partes para obtener armas terminadas. La estandarización significaba que todos los mosquetes de un regimiento disparaban el mismo tipo de munición y disponían de muchas piezas de repuesto comunes (aunque aún no llegaban a ser totalmente intercambiables). La especialización permitió la aparición de un sistema de producción en masa. Solo Birmingham ya producía «una prodigiosa cantidad para la exportación […] más de 150 000 [mosquetes] al año».8 El Consejo de Armamento también gestionaba varias fundiciones de artillería y una serie de moliendas de pólvora que producía cientos de toneladas cada año. Ante el poder manufacturero de la metrópoli, los comités coloniales de Seguridad y de Suministros no tenían ninguna posibilidad de competir.

La escasa capacidad manufacturera de las colonias norteamericanas no solo se debía a las políticas mercantilistas de Gran Bretaña.9 El mercantilismo no consistía solo en que las colonias produjeran materias primas y que la metrópoli se encargara de la producción de bienes manufacturados. La ley británica no vetaba la manufacturación en las colonias, lo que hacía era prohibirles la exportación de sus productos manufacturados. Lo que al gobierno le importaba era el comercio que estaba sujeto a impuestos: más exportaciones de los fabricantes británicos a las colonias equivalían a más ingresos por tasas para la Corona. Lo que de verdad inhibía la producción manufacturera de las colonias era más bien la escasez de mano de obra cualificada y la dificultad de reunir capital suficiente con el que crear fábricas y comprar materiales.

Las dificultades para reunir el capital necesario en las colonias no estaban causadas por que estas fueran pobres, ni mucho menos. En los albores de la revolución contra la que percibían como tiranía económica del sistema británico, los colonos norteamericanos eran mucho más ricos que sus equivalentes británicos en casi todos los niveles de la sociedad. El nivel de ingresos familiar medio era de 78 libras esterlinas anuales ante solo 50 en Gran Bretaña (alrededor de 12 000 dólares actuales frente a 7500 quinientos).10 Los colonos eran mucho más ricos que cualquier otra población del mundo, algo que confirmaban las altas tasas de inmigración que llegaban de la metrópoli y de otros países de Europa.11 Los visitantes británicos y europeos señalaban a menudo el alto nivel de vida que era general en las colonias norteamericanas y que tanto contrastaba con la mayor desigualdad entre ricos y pobres que había en sus países de origen. Johann de Kalb, al volver en 1768 de la misión de evaluar hasta qué punto estaban listos los americanos para la revolución, había quedado asombrado de que no sufrieran «hambre ni malas cosechas»,12 ambas circunstancias relativamente frecuentes al otro lado del Atlántico.

En lugar de dedicar su capital a la manufactura de productos, los comerciantes de las colonias se centraban en las compras dentro de las propias colonias y en el comercio de materias primas.13 Aunque las pesquerías, sobre todo en Nueva Inglaterra, eran prósperas en general, en las colonias la tierra era la principal mercancía y la fuente principal de su riqueza. Los granjeros de las colonias se dedicaban a cultivos como el índigo y el tabaco para la exportación y producían grano y harina suficientes para abastecer un floreciente comercio internacional. La tierra, y por tanto la riqueza, estaba distribuida entre la población de las colonias con mayor igualdad que en Europa, donde se concentraba en manos de la nobleza terrateniente. Adam Gordon, un miembro de la nobleza británica consciente de la casta a la que pertenecía, comentaba con condescendencia: «[…] todo el mundo tiene propiedades y todo el mundo lo sabe».14 John Hector St. John de Crèvecoeur, miembro de la nobleza terrateniente gala que luego vivió como granjero en Nueva York, nos explica con mayor vehemencia la actitud de los colonos norteamericanos hacia la riqueza: «Por riquezas no me refiero a oro y plata, de esos metales tenemos apenas un poco; me refiero a un tipo de riqueza mejor, tierras despejadas, ganado, buenas casas, buenas ropas y un aumento del número de gente que las disfruta».15

Crèvecoeur tenía razón en que en los futuros Estados Unidos había «apenas un poco» de oro y plata, tanto en forma de mineral como en monedas (dinero metálico). Las colonias no tenían casas de acuñación de moneda y de la madre patria apenas llegaban escasísimas monedas británicas –chelines, coronas y guineas–.16 En las tiendas y contadurías de las colonias se empleaban, sobre todo, monedas españolas. Las piezas de plata del virreinato español del Perú eran la moneda más importante y de más amplia circulación en el mundo durante el siglo XVIII. El dólar que acuñaban los españoles, también llamado peso de a ocho, sumaba más de la mitad de todas las monedas que circulaban en las colonias y podía cortarse, limarse o rebanarse en piezas más pequeñas de menor valor. En cada mostrador comercial, desde la tienda más modesta a la mayor contaduría, había varios cajones de dinero con distintas denominaciones de la moneda española, junto con una enorme variedad de francesas, holandesas y portuguesas que también eran de circulación legal. Los comerciantes siempre tenían tablas de conversión impresas y varias balanzas para pesar la plata de las monedas, de forma que una transacción comercial se podía cerrar, por ejemplo, mediante una mezcla de dólares españoles, écus (escudos) franceses y rijksdaalders (táleros) holandeses. A pesar de toda esta variedad de monedas, el papel moneda tenía también un gran uso en las colonias, puesto que los comerciantes solían reservarse el dinero metálico para los negocios en los mercados internacionales.

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