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LA GUERRA DE LOS SIETE AÑOS:
UN CONFLICTO GLOBAL

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La Guerra de los Siete Años fue un conflicto distinto de todos los que aquellos experimentados diplomáticos habían conocido hasta entonces. Desde alrededor de 1625, a Europa la habían asolado, cada década, guerras en las que se debatían sus grandes potencias: Francia, España e Inglaterra (Gran Bretaña tras la unión con Escocia de 1707). Aunque las causas concretas de cada lid eran variables e iban desde el control del comercio marítimo hasta la simple expansión territorial, todas tenían su origen en el sistema de relaciones internacionales imperante, conocido como el «equilibrio de poderes».7 Una enciclopedia dieciochesca lo define como «un sistema de equilibrio que se usa en la política moderna en el que las potencias se contienen unas a las otras, de modo que ninguna predomine en Europa hasta el punto de que todo lo invada y domine el mundo». Dicho de otro modo, en el momento en que cualquier nación llegaba a ser demasiado poderosa (por ejemplo, Gran Bretaña), las potencias más débiles como Francia y España se aliarían para contenerla. Aliados y enemigos cambiaban con frecuencia de bando entre una guerra y la siguiente, según oscilase el equilibrio de fuerzas.

Durante la mayor parte del siglo y medio anterior, las contiendas resultantes de estas alianzas cambiantes rara vez habían sido decisivas y, en general, habían preservado el equilibrio en Europa e impedido que ninguna nación dominara el continente. Una de las de mayores repercusiones había sido la Guerra de Sucesión española (1701-1714). Al morir el monarca español Carlos II de la dinastía de Habsburgo sin descendencia, en 1700, dejó en testamento su corona a su sobrino nieto, el príncipe Borbón Felipe de Anjou (que se convirtió en Felipe V). Aquello dio comienzo a una lucha que enfrentó a Gran Bretaña, la República Holandesa y Austria contra Francia y España por la herencia del trono español. Francia y España salieron victoriosas, con el resultado de que el Imperio español pasó a la dinastía Borbón y no a la Habsburgo que apoyaba Gran Bretaña. A pesar de todo, España perdió a manos de esta última dos enclaves vitales del Mediterráneo, Menorca y Gibraltar, si bien conservó sus valiosas posesiones americanas y las Filipinas. Más recientemente, la Guerra de Sucesión austriaca de 1740-1748, en la que muchos de aquellos beligerantes repitieron más o menos las mismas alianzas, y en la que ambos bandos habían obtenido victorias y derrotas, acabó en líneas generales en el mismo statu quo ante bellum: se dice que Luis XV declaró que devolvería todos los territorios conquistados «ya que deseaba llegar a la paz no como un comerciante, sino como un Rey».8

La Guerra de los Siete Años, que, en realidad, duró casi nueve, comenzó, en parte, justo porque aquellos conflictos previos no habían alterado mucho el equilibrio de poderes y no habían resuelto las disputas territoriales subyacentes, en especial en Norteamérica.9 España fue la primera potencia europea en fundar una colonia permanente en Norteamérica, en Puerto Rico, en 1508, a la que siguió en 1533 el virreinato de Nueva España, que, con el tiempo, llegó a abarcar lo que hoy es México, Florida y gran parte del área occidental de Estados Unidos. Francia fundó su virreinato de Nueva Francia en 1534, aunque no estableció asentamientos fijos en Canadá y Luisiana hasta 1608 y 1686, respectivamente. El primer asentamiento británico tuvo lugar en 1607, en Jamestown, y fue el origen de las trece colonias que, en 1733, ya llegaban desde la costa oriental hasta los montes Apalaches. En el proceso de expansión de los territorios de las tres potencias coloniales a lo largo de dos siglos, hubo choques inevitables entre ellas y también con los pueblos nativos norteamericanos, cuyas tierras usurpaban sin cesar.

La causa inmediata de la Guerra de los Siete Años fue un conflicto en el valle del Ohio, parte entonces de la imprecisa frontera entre Nueva Francia y las colonias británicas que había quedado sin resolver por las prisas en concluir la Guerra de Sucesión austriaca. Aunque la región estaba habitada por las tribus iroquesas, Francia la veía como un pasillo estratégico que unía Canadá y Luisiana, mientras que para Gran Bretaña era un territorio de expansión natural de sus colonias hacia el oeste que se podía vender a granjeros y especuladores.

La Compañía del Ohio de Virginia [Ohio Company of Virginia] fue creada en 1748 por propietarios de plantaciones, como Lawrence y Augustine Washington, para sacar provecho de esa expansión hacia el oeste. El vicegobernador de Virginia, Robert Dinwiddie, que también era uno de los accionistas principales de la citada compañía, le concedió 200 000 hectáreas en el valle del Ohio. En 1752, la compañía firmó un tratado con las tribus iroquesas que le concedía el acceso y el derecho a construir un fuerte en la estratégica confluencia de los ríos Allegheny y Monongahela, en la actual Pittsburgh. El único problema era que el adversario de Dinwiddie, Michel-Ange, marqués de Duquesne y gobernador de Nueva Francia, también había planeado construir fortificaciones en la misma área.

Para tomar el control de la región, tanto Duquesne como Dinwiddie comenzaron a promulgar una serie de órdenes cada vez más belicosas a sus tropas que aumentaron las tensiones. Las instrucciones que le llegaban a Duquesne de Francia le pedían detener a los británicos e «impedir que acudan allí a comerciar confiscándoles sus mercancías y destruyendo sus puestos avanzados».10 Cuando comenzó a construir fuertes para evitar que fueran los británicos quienes lo hicieran, Dinwiddie le envió una carta para exigirle su retirada. La entrega del mensaje la encomendó a un nuevo miembro de la Compañía del Ohio, el hermanastro de 21 años de Lawrence y Augustine Washington. George Washington, que por entonces ya era un experimentado agrimensor y tenía el rango de mayor en la milicia de Virginia, dirigió un pequeño grupo que se abrió paso a través del paisaje invernal hasta el fuerte Le Boeuf, a orillas del lago Erie. El comandante francés despachó a Washington de vuelta con una breve nota que afirmaba: «No pienso que esté obligado a obedecerlo».11

A principios de 1754, Dinwiddie envió otra vez a Washington, ascendido a teniente coronel del recién creado Regimiento de Virginia, a proteger a los trabajadores que la Compañía del Ohio había enviado a construir un fuerte en la confluencia de los ríos Allegheny y Monongahela. Washington pronto comprobó que dichos trabajadores habían sido expulsados por una guarnición francesa que ya estaba construyendo su propio fuerte Duquesne en aquel lugar. Las órdenes que Dinwiddie le había dado para los galos eran bastante claras: «[…] en caso de resistencia, tomar prisioneros o matarlos y destruirlos».12 Washington decidió emboscar al grupo de reconocimiento que los franceses habían enviado en su búsqueda. El 28 de mayo, con ayuda de algunos guerreros iroqueses, sus tropas cayeron sobre el campamento galo y, en quince minutos, mataron, hirieron o capturaron a todos los soldados excepto uno.

La batalla de Jumonville Glen (así llamada por el jefe de las tropas francesas, que cayó en el combate) se ha reconocido más tarde como la chispa que encendió la Guerra de los Siete Años y precipitó la Guerra de la Independencia de Estados Unidos. Pero, por entonces, era imposible que Washington pudiera entrever las dimensiones globales del primero de estos conflictos y aún más imposible que imaginara su papel de dirección en el segundo. Su única preocupación debió ser regresar al cercano fuerte Necessity para preparar la defensa ante el previsible contraataque francés. Cuando este sucedió, el 4 de julio, Washington (entonces ya coronel) se vio obligado a rendirse a la fuerza gala, muy superior, y volvió a Virginia. La noticia de las batallas llegó a Europa al acabar aquel verano. Gran Bretaña y Francia comenzaron a enviar buques y soldados para reforzar sus colonias: un millar de soldados británicos comandados por el general Edward Braddock al valle del Ohio y 3600 franceses a Canadá. Lo que había comenzado como escaramuzas fronterizas ampliaba con rapidez su alcance para convertirse en una guerra entre las dos superpotencias europeas.

La decidida defensa francesa de su colonia de Nueva Francia tenía más que ver con la política europea que con el interés económico por la colonia. Los ingresos que se recibían por el comercio de pieles en Canadá y la pesca de bacalao en Acadia palidecían en comparación con las plantaciones de caña de azúcar caribeñas de la colonia francesa de Saint-Domingue,** mucho más rentables, y de las islas de Granada, San Vicente, Martinica y Guadalupe. La temporada de cultivo en Canadá era tan breve que apenas daba para dar de comer a sus habitantes y del todo insuficiente para sostener un contingente significativo de tropas que pudiera llegar desde Francia. El acceso marítimo a la región estaba protegido por la base naval de Luisburgo, en Nueva Escocia, una de las fortificaciones navales más caras de las construidas hasta entonces en Norteamérica. El autor y polemista francés Voltaire, siempre atento a la opinión del momento, hablaba con frecuencia despectivamente de Canadá como «unos pocos acres de nieve»13 que no merecían las enormes inversiones que Francia gastaba allí sin cesar.

No obstante, Nueva Francia servía de contrapeso frente a las ricas colonias británicas con las que limitaba al sur y convertía a Francia en una gran potencia a ojos de sus aliados europeos y también de sus adversarios. Su pérdida, desde la óptica del gobierno galo, minaría la posición de Francia en Europa y amenazaría su seguridad. El gabinete británico también pensaba que necesitaba detener las incursiones francesas en Norteamérica para mejorar su propia posición en Europa.

En las escaramuzas de 1754 solo habían participado fuerzas coloniales. En 1755, en cambio, chocaron los propios ejércitos de las dos potencias europeas. El mayor general Edward Braddock avanzó hacia el fuerte Duquesne, en julio, con regulares británicos y tropas coloniales, entre las que figuraba su edecán George Washington. Braddock sufrió una derrota aplastante y sangrienta en la batalla de Monongahela, a manos de un contingente francés muy reforzado con guerreros nativos (los colonos británicos se referían a la Guerra de los Siete Años como la «Guerra Franco-India»,*** debido a que en ella franceses e indios fueron sus adversarios principales). Las fuerzas galas y nativas también hicieron retroceder a los británicos en el norte de la colonia de Nueva York. Por su parte, efectivos británicos expulsaron a la población francesa de Acadia y de Nueva Escocia.

En 1756 ya estaba claro, tanto en Londres como en París, que la, hasta entonces no declarada, guerra de Norteamérica podía desencadenar un ataque de Francia sobre un Estado del norte de Alemania –Hannover, que gozaba de la protección del rey Jorge II de Gran Bretaña, nacido allí– con la intención de usarlo como moneda de cambio en la disputa territorial americana. Los preparativos políticos de esta eventualidad acabaron recibiendo varias denominaciones: «Revolución Diplomática»,14 «Reversión de las Alianzas» o, de forma más poética, «la Cuadrilla de los Estados», en alusión a la danza de la cuadrilla, popular por entonces, en la que se encadenaban varios intercambios de pareja. Las alianzas previas, que se habían mantenido a lo largo de las dos guerras de sucesión anteriores, pronto se rompieron y se sustituyeron por otras. En enero de 1756, Gran Bretaña firmó un tratado con su antigua enemiga, Prusia, para que esta protegiera Hannover. Prusia, a cambio, conseguía el apoyo de Gran Bretaña ante a la amenaza, cada vez mayor, de Rusia. Unos meses después, la Francia de los Borbones se aliaba con su tradicional némesis, la Austria de los Habsburgo, de modo que las fuerzas galas y austriacas pudieran amenazar Hannover y para que Austria contara con la ayuda francesa para recobrar la región de Silesia, rica en recursos mineros, que Prusia le había ganado en la última contienda. Al tomar cuerpo estas nuevas alianzas, Francia se apoderó de Menorca, que Gran Bretaña había arrebatado a España cincuenta años antes. Gran Bretaña declaró la guerra a Francia en mayo de 1756; Francia hizo lo propio al mes siguiente. En aquel punto, el conflicto se transformó en una lucha global en la que se distinguían dos pugnas separadas: una primera entre Gran Bretaña y Francia, en alta mar y en sus colonias; y una segunda, sobre todo entre Prusia y Austria, en la Europa continental.

Las hostilidades comenzaron primero en Europa, apenas unas semanas tras la declaración de guerra. En las etapas iniciales, las tropas francesas derrotaron a las alemanas y británicas y ocuparon Hannover –para gran disgusto del rey Jorge II– al tiempo que Austria lograba tomar Breslavia, en Silesia. En el transcurso de la guerra, Prusia no solo tuvo que luchar contra Francia y Austria, sino también contra Rusia y Suecia. El rey de Prusia, Federico II (el Grande) demostró ser un brillante y práctico estratega, así como un comandante innovador. De la Prusia de Federico se ha señalado, más tarde, que «no era un país con un ejército, sino un Ejército con un país».15 Durante su reinado, Prusia se convirtió en una sociedad muy militarizada –había un soldado por cada catorce habitantes, mientras que en Francia y Gran Bretaña la proporción era de solo uno por cada cien–.16 Los soldados prusianos estaban muy bien entrenados, empleaban tres meses al año en maniobras militares y su precisión y disciplina rara vez tenían rival en el campo de batalla. Una y otra vez, durante la Guerra de los Siete Años, Prusia fue capaz de superar situaciones de gran desventaja e inferioridad numérica y, al final, pudo conservar Silesia y llegar a un empate con Austria.

En cambio, la lucha entre Gran Bretaña y Francia tomó un cariz del todo favorable para la primera, pese a algunas victorias iniciales de la segunda. En 1757, Francia rechazó con éxito un importante ataque británico sobre Luisburgo, construyó el fuerte Carillon en una posición de gran importancia estratégica, en el extremo sur del lago Champlain, en Nueva York, y destruyó el fuerte William Henry en el lago George, a solo unos kilómetros de distancia. Aquel mismo año cambió el gobierno británico, que pasó a estar dirigido por el primer ministro y primer lord del Tesoro Thomas Pelham-Holles, duque de Newcastle, con William Pitt el Viejo, conde de Chatham, en el puesto de secretario de Estado del Departamento Sur, entonces encargado de la defensa y la política en relación con las colonias americanas. En las cuestiones referentes a la guerra, Pitt llevaba las riendas y Newcastle controlaba la bolsa del dinero.

Pitt era partidario de llevar la lucha directamente donde estaba el enemigo. Primero ordenó una serie de descents [asaltos anfibios] sobre puertos y astilleros franceses, pero resultó un fracaso. En 1758, la lucha comenzó a tornarse a favor de los británicos gracias a la toma de Luisburgo (en Canadá) y a desembarcos en los lucrativos asentamientos esclavistas franceses de África Occidental. La Marina británica capturó con audacia buques de guerra y mercantes franceses, lo que privó de muchos marinos experimentados a la flota gala. En Norteamérica, Gran Bretaña comenzó a recuperar con denuedo el territorio que había perdido durante los dos años anteriores. La firma de un tratado de paz con los lenapes (en Delaware), los shawnees y otros pueblos nativos norteamericanos llevó a que retirasen su apoyo a los franceses en el valle del Ohio. Comandados por el general de brigada John Forbes, una fuerza de soldados británicos y un enorme contingente de tropas coloniales, entre las que estaba el 1.er Regimiento de Virginia del coronel George Washington, aprovechó sin pérdida de tiempo esta debilidad para atacar el fuerte Duquesne, que fue destruido por la minúscula guarnición francesa antes de retirarse. En el mismo lugar, los británicos construyeron el fuerte Pitt y el asentamiento circundante de Pittsborough (después Pittsburgh), bautizado en honor del mandatario que había impulsado la campaña.

El año de 1759 fue calificado por la prensa satírica londinense de annus mirabilis, pero para Francia fue un annus horribilis –el comienzo de cuatro años de victorias británicas concatenadas que amenazarían sus posesiones por todo el mundo y que supusieron su fin en Norteamérica–. En el Caribe, la Marina británica se apoderó de Guadalupe, a la que seguirían Martinica y Granada. En el norte, varios fuertes franceses cayeron uno tras otro en el valle del Ohio; y en el este, los británicos tomaron el fuerte Carillon, que reconstruyeron y llamaron Ticonderoga. Una vez neutralizado Luisburgo, Gran Bretaña comenzó el asedio de la ciudad de Quebec, capital de Nueva Francia. Dicho asedio acabó en una violenta batalla de quince minutos en las Llanuras de Abraham, en las afueras de la ciudad, en la que el general británico James Wolfe se enfrentó al general francés Louis-Joseph, marqués de Montcalm: ambos perecieron en la batalla. Al año siguiente, tras la caída de Montreal, Nueva Francia dejó de existir y Canadá pasó a estar controlada por los británicos.

Estas impactantes derrotas provocaron un giro en la planificación estratégica gala: se orilló el enfoque de librar batallas en la periferia y se comenzó a planear un asalto en toda regla contra la propia Gran Bretaña. La nueva estrategia fue idea de Étienne François, duque de Choiseul, más joven, pero de mayor trascendencia política que su primo, César Gabriel de Choiseul-Praslin. Tras una carrera de soldado y diplomático, en octubre de 1758, Choiseul fue nombrado secretario de Estado de Asuntos Exteriores. Luis XV necesitaba, para manejar su díscolo gabinete en tiempos de guerra, algo más que un mero ministro de Exteriores. Lo que le hacía falta era un ministro jefe y el bajito y sonrosado Choiseul, cuyo aspecto infantil escondía una certera inteligencia política y una enorme capacidad de trabajo, asumió dicho puesto de facto aunque no fuera nombrado como tal.17

Igual que su equivalente británico, William Pitt, Choiseul deseaba llevar la lucha al propio territorio del enemigo. Planeaba aprovechar la debilidad de las tropas encargadas de guarnecer Gran Bretaña mediante la ejecución de un desembarco anfibio en su costa. Este obligaría al gobierno británico a desviar recursos de sus campañas europeas y, a la vez, sería un golpe a la confianza de los inversores que hundiría su capacidad de conseguir fondos para la guerra en los mercados financieros. Se construyeron sin dilación más de 300 embarcaciones en la costa del Atlántico para transportar más de 40 000 hombres a Portsmouth y se previó también una incursión de distracción contra Escocia. Sin embargo, un ataque británico sobre Le Havre inutilizó muchos de los botes y, en una devastadora batalla naval que tuvo lugar en noviembre de 1759 en la bahía de Quiberon, en la costa de Bretaña, resultaron destruidos los buques que debían escoltar el desembarco. Estos sucesos interrelacionados dieron al traste con cualquier esperanza de invadir Gran Bretaña. Las noticias que llegaban de la India francesa eran también malas: fuerzas de la Compañía Británica de las Indias Orientales [East India Company] habían tomado y saqueado la colonia de Pondicherry (Puducherry).

Choiseul no tardó en asumir el papel de ministro de la Guerra, a la vez que conservaba su agenda de Asuntos Exteriores. Las negociaciones de paz iniciales con Gran Bretaña habían fracasado, por tanto, inició conversaciones con el gobierno de España para llegar a una alianza. El monarca español, Carlos III, era, de hecho, el primo menor de Luis XV; ambos pertenecían a la familia Borbón. Francia y España habían firmado ya dos veces lo que se denominaron Pactos de Familia, en 1733 y 1743, en los que se prometían apoyo mutuo y ayuda en caso de guerra, como forma de contención ante la hegemonía británica. En esta nueva ocasión, los dos reyes y sus ministros pensaban que Gran Bretaña volvía a amenazar el equilibrio de poderes y se conjuraron para restablecerlo. Madrid envió a Jerónimo Grimaldi a negociar el acuerdo y Choiseul y Grimaldi firmaron el Tercer Pacto de Familia borbónico el 15 de agosto de 1761. Este obligaba a España a declarar la guerra a Gran Bretaña al año siguiente en caso de que no se hubiera alcanzado la paz y Francia se comprometía a apoyar a España si esta era atacada. No obstante, era dudoso que Francia pudiera hacer efectiva dicha promesa en las circunstancias que atravesaba: su flota estaba siendo machacada por la Marina británica, que construía diez barcos y capturaba diez presas francesas por cada nave que construían o capturaban los galos.18

La noticia de la firma del secreto Pacto de Familia se filtró a Gran Bretaña, que, pese a la desconfianza de Newcastle acerca de la conveniencia de emprender otra campaña más, declaró la guerra a España, como medida preventiva, en enero de 1762. España ya tenía puesta la mira en Portugal, aliado británico y cuyo ejército contaba apenas con la mitad de efectivos que el español. Sin embargo, el primer ministro portugués, Sebastião José de Carvalho e Mello, marqués de Pombal, ya había solicitado ayuda militar a los británicos y, con su apoyo, rechazó al contingente español en la que más tarde se denominó Guerra Fantástica. Choiseul propuso entonces a España una invasión anfibia conjunta de Gran Bretaña, pero esto tampoco llegó a suceder debido a que ambas armadas no fueron capaces de coordinar sus acciones.19 Los últimos golpes se sufrieron más avanzado ya el año: los británicos capturaron Manila y La Habana. Una pérdida esta última en extremo traumática: era la joya de la corona española, su puerto el de más calidad y el mejor defendido del Caribe y en él se construían más barcos de guerra que en cualquier astillero de España.20 La alocada decisión española de entrar en la Guerra de los Siete Años había dado como resultado una terrible serie de pérdidas que costó muy caro recuperar en las posteriores negociaciones de paz.

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