Читать книгу Hermanos de armas - Larrie D. Ferreiro - Страница 24

BEAUMARCHAIS Y EL APOYO FRANCÉS ENCUBIERTO HACIA LOS NORTEAMERICANOS

Оглавление

En la década posterior al final de la Guerra de los Siete Años, Charles de Beaumont, chevalier d’Éon, había vivido un precario exilio en Londres.53 Tras haber estafado al embajador francés, si volvía a Francia se arriesgaba a que lo arrestaran. Sin embargo, el hecho de que aún conservaba copias de los ya abandonados planes galos de invasión de Gran Bretaña, que podían causar un daño enorme si se hacían públicos, le servía de salvaguarda para permanecer en la capital británica en funciones de espía. Desde allí continuó enviando información al jefe del Secret du Roi, Charles-François de Broglie. D’Éon recibía a numerosos aristócratas británicos, entre los que estaba John Wilkes, aunque su modesta pensión de 12 000 libras francesas**** (unos 80 000 dólares actuales) no era, ni de lejos, suficiente para financiar su lujoso tren de vida. Este último incluía un presupuesto considerable para la compra de ropas de mujer. En 1771 había convencido ya a muchos murmuradores de que era una mujer que en un primer momento se había disfrazado de hombre para servir en el Ejército; en Londres se hacían apuestas que llegaron a sumar 60 000 libras esterlinas acerca de si era hombre o mujer.

Luis XVI subió al trono en mayo de 1774 y, casi de inmediato, disolvió el Secret du Roi. Poco después, le pidió a De Broglie y al ministro de Exteriores, Charles Gravier, conde de Vergennes, que neutralizaran el peligro de que D’Éon pudiera revelar los planes de invasión. La solución que estos propusieron era sencilla: el rey, que junto con Vergennes estaba convencido de que D’Éon era una mujer, le mantendría su pensión de por vida y le permitiría su regreso a Francia, a cambio de que entregara los documentos secretos.54 Esta propuesta se transmitió en mano varias veces, a través de mensajeros, a D’Éon, que siempre la rechazó. Este aducía, con gran dramatismo, que había contraído una deuda de 10 000 escudos en servicio de su país, por lo que, además de las condiciones que se le ofrecían, el rey también debía pagar a sus deudores. Aquella situación se estancó hasta que pudo resolverla un comerciante con dotes teatrales similares.

Pierre-Augustin Caron había nacido en 1732 en París, en una familia de relojeros, y, después de un exitoso aprendizaje, se convirtió en «relojero del rey» a la edad de 22 años. Poco después, se casó con una viuda rica y añadió a su nombre el de una propiedad de su esposa, de resonancias más aristocráticas, para convertirse en Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais.55 Dotado de agudeza, inteligencia y talento musical, Beaumarchais tenía gran presencia en círculos tanto políticos como financieros.

En 1764, poco después del final de la Guerra de los Siete Años, un consorcio de financieros franceses encabezado por Joseph Pâris-Duverney y Jacques Donatien Le Ray de Chaurmont envió a Beaumarchais a Madrid con la misión de obtener del gobierno español el monopolio comercial (denominado «asiento») que abastecía de esclavos y productos agrícolas las islas del Caribe y Luisiana. Beaumarchais estuvo un año en la capital española dedicado a las negociaciones para conseguir el asiento y empapándose de la literatura y la cultura del país. Igual que en París, su encanto personal le procuró un sitio en los círculos políticos y financieros. En esto lo ayudó su vieja amiga de familia, María Teresa Patiño, condesa de Fuenclara, que presidía una tertulia habitual en su casa de la calle Hortaleza, cerca del parque del Buen Retiro.56 Sin duda, la condesa había podido presenciar, en dicho parque, los fuegos artificiales que habían festejado el año anterior la firma del Tratado de París.

Beaumarchais, animado por sus conversaciones con el rey Carlos III y su ministro jefe, Grimaldi, comenzó a mezclar las negociaciones del asiento con la política internacional de Francia y España.57 Para consternación del ministro francés Choiseul y de su embajador en Madrid, el marqués D’Ossun, Beaumarchais veía la presencia francesa en el asiento no solo como un lucrativo negocio, sino como un medio de fortalecer el Pacto de Familia borbónico ante el adversario común, Gran Bretaña. El Consejo de Indias, responsable de la administración del Imperio español de ultramar, no compartía aquella opinión y otorgó el monopolio a la Compañía Gaditana de Negros, entre cuyos accionistas figuraba el comerciante de La Habana Juan de Miralles, que pronto desempeñó un importante papel en el próximo conflicto norteamericano.

Beaumarchais volvió a Francia tras fracasar en la obtención del monopolio, pero con contactos políticos e inspiración literaria para toda una vida. En un primer momento se sirvió de dicha inspiración y escribió y produjo obras teatrales como El barbero de Sevilla, un triángulo amoroso ambientado en España que nos presenta al arrollador Fígaro, que pronto lo haría famoso. Al mismo tiempo tuvo que lidiar con pleitos legales con la familia Pâris-Duverney que lo amenazaban con la ruina: en 1773, aquello llevó a una acusación de corrupción y a una estancia de cuatro meses en la cárcel. Sus alegaciones le granjearon el apoyo de la opinión pública y cimentaron una sorprendente amistad con su carcelero, el jefe de la Policía de París, Antoine Raymond Gabriel de Sartine.

Sartine debió de advertir cualidades extraordinarias en el que fuera su prisionero, ya que, a principios de 1774, le pidió que fuera en secreto a Londres a neutralizar el trabajo de un chantajista llamado Charles de Morande, que había amenazado con difamar a la amante del rey Luis XV. Beaumarchais consiguió parar los pies a Morande y cumplió su misión de salvar a la corte del escándalo, aunque solo unos días después de su vuelta a París Luis XV moría y Luis XVI ascendía al trono. Beaumarchais, entonces un héroe a ojos de la corte, se enteró del estancamiento de las negociaciones con D’Éon acerca de los papeles del proyecto secreto de invasión y, al momento, comprendió las maquinaciones del personaje. «El secreto de D’Éon –escribió a Sartine– es engañar a los que quieren atraparlo, embolsarse los cien mil escudos y quedarse en Londres».58 El mensaje implícito era que solo un autor de teatro como él sería capaz de dirigir a un actor como D’Éon. Sartine, que acababa de ser nombrado ministro de Marina, pasó el mensaje a Vergennes y a Luis XVI, por entonces bastante preocupados por aquel asunto. Antes de que pasaran unos pocos meses, Beaumarchais ya estaba de vuelta en Londres para negociar la entrega de los papeles incriminatorios.

Durante el verano y otoño de 1775, Beaumarchais viajó media docena de veces entre Versalles y Londres hasta que, por fin, en noviembre, concluyó el asunto D’Éon: este le entregó un cofre de hierro lleno de documentos secretos y recibió el permiso real para volver a Francia, aunque solo vestido de mujer y nunca más con su uniforme militar. Es difícil que Beaumarchais pudiera hacer ya aquellos viajes sin llamar la atención: debido al enorme éxito de El barbero de Sevilla tanto en París como en Londres se había convertido en un personaje célebre a ambos lados del canal de la Mancha.

En uno de estos viajes, en septiembre, Beaumarchais se topó por casualidad con Richard Penn, recién llegado de Norteamérica con la Petición de la Rama de Olivo que él y Arthur Lee, agente de Massachusetts en Londres, presentaron sin éxito al conde de Dartmouth. Al regresar a Versalles, Beaumarchais le contó a Vergennes lo que Penn le había dicho «de la situación en América». Los sucesos de Bunker Hill demostraban que «los americanos estaban resueltos a sufrir lo que fuera antes que doblegarse». Llegó a afirmar que 40 000 soldados americanos rodeaban Boston, que otra cantidad similar estaba repartida por las colonias –las cifras reales eran la mitad de aquellas–, que «ninguno de esos 80 000 hombres era un granjero que se hubiera visto forzado a abandonar su tierra, ni un obrero que hubiera dejado su fábrica»59 y que aquellos soldados eran pescadores que se habían quedado sin empleo por los bloqueos británicos (en realidad, casi todos los soldados eran granjeros, y buenos, pero carecían de entrenamiento militar).60 Aquello fue el summum de sus aptitudes para el drama: obviamente, la imaginación de Beaumarchais se adelantaba varias escenas a la realidad y ya pensaba en llegar a un acuerdo por el que se intercambiarían armas francesas a cambio de productos agrícolas americanos. No iba a dejar que la realidad de la escasez de mano de obra en el campo debida a la guerra cercenara sus ideas.

En aquella época, Vergennes también reflexionaba acerca de la utilidad de la «situación en América» como una forma de mantener allí inmovilizadas a las fuerzas británicas y de evitar que pudieran intervenir en un conflicto en ciernes entre España y Portugal en Sudamérica. Vergennes le ordenó a Beaumarchais que volviera a Londres en octubre a finiquitar el asunto D’Éon y parece que entonces también le indicó que reanudase el contacto con los norteamericanos y que averiguase de qué modo podría Francia servirles de ayuda. Beaumarchais solicitó a su amigo John Wilkes, entonces alcalde de Londres además de miembro del Parlamento, que le presentara a Arthur Lee.61 Wilkes lo hizo el 25 de octubre de 1775, cuando todos ellos acudieron a una cena en la residencia oficial de Wilkes, la Mansion House. Era la tarde previa al inicio de sesiones del Parlamento, en el que el rey iba a hacer un discurso que denunciaría la revuelta americana como un movimiento hacia la independencia, así que Beaumarchais y Lee tuvieron, seguro, una conversación entretenida. Al día siguiente, Wilkes cenó con George Hayley, también miembro del Parlamento. Como ambos eran enemigos declarados de la intención del Parlamento de «establecer un poder arbitrario sobre América», es muy posible que Wilkes le hablara a Hayley de la reunión anterior. Aunque es dudoso que ambos hombres supieran a través de sus contactos personales que el antiguo aprendiz de Hayley, Diego de Gardoqui, ya había enviado mosquetes a las colonias americanas, sí que es probable que estuvieran al tanto de sus actividades a través de la correspondencia diplomática del embajador británico en Madrid.62 Wilkes, al poner en contacto a Beaumarchais y a Lee, había desencadenado el proceso por el que las colonias ya no se aprovisionarían de armas solo mediante comerciantes privados, sino también de los gabinetes de Francia y España.

Ni Beaumarchais ni Lee eran representantes oficiales de Francia ni de las colonias británicas de Norteamérica, pero parece que ambos pensaron que serían capaces de convencer a sus respectivos gobiernos de que cooperaran para el suministro de armas. Entre ambos idearon un complejo mecanismo que permitiría el intercambio de pólvora gala a cambio de tabaco, el cultivo más valioso de las colonias. Para el éxito de dicho plan resultaba clave el empleo de una corporación que sirviera como pantalla que ocultara el origen de los recursos económicos. En enero de 1776, Beaumarchais remitió la propuesta directamente a Luis XVI: «Vuestra Majestad comenzará por poner un millón [de libras] a disposición de vuestro agente, que se llamará Roderigue Hortalez et Compagnie, que es el nombre comercial y la firma con la que he convenido realizar toda la operación».63 La compañía emplearía dicha suma en comprar pólvora directamente a las armerías francesas, a un precio de un cuarto de libra por cada libra de peso, y la compañía la intercambiaría por tabaco al precio de mercado de una libra por cada libra de pólvora, de modo que se triplicaría el valor de la inversión efectuada por el gobierno. «El mérito principal de este plan –sugirió aquel hombre que casi había quebrado dos veces– es aumentar tanto la apariencia como la sustancia de vuestra ayuda hasta tal punto que […] un solo millón en dos operaciones producirá los mismos resultados para los americanos que si Vuestra Majestad se hubiera gastado nueve millones en su favor». Beaumarchais, igual que lo había intentado una década antes en España, buscaba mezclar los negocios con la política.

Por qué eligió la denominación «Roderigue Hortalez» no está claro: «Roderigue» tal vez se refería al héroe medieval español Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, y «Hortalez», casi con seguridad, evocaba la casa de la condesa de Fuenclara, en Madrid, en cuya tertulia había pasado tantas tardes agradables. Las razones por las que se decantó por un nombre español para su compañía fantasma son más claras. Se limitaba a seguir las recomendaciones de un libro de introducción práctica a los negocios titulado El perfecto comerciante [Le parfait négotiant], muy popular en la época y que formaba parte de su biblioteca familiar. Este volumen explicaba cómo los comerciantes franceses creaban negocios con fachadas españolas para conseguir entrar en el lucrativo comercio de las posesiones hispanas del Caribe.64 Además, Beaumarchais acababa de incorporarse al consejo de directores de la Compañía Gaditana de Negros, concesionaria del asiento de negros (tráfico de esclavos), lo cual le daba una enorme capacidad de influencia para dirigir recursos de los gobiernos francés y español en pro de la causa de las colonias rebeldes.65

Vergennes, que, de hecho, había recibido la propuesta de Beaumarchais antes de transmitirla al rey, aconsejó prudencia. En la carta que adjuntó a la propuesta, el ministro advertía al monarca de que toda la información que se tenía de la crisis en las colonias británicas eran solo rumores.66 Antes de comprometerse con una serie de actuaciones, Vergennes necesitaba información más fiable proveniente del agente que ya tenía en aquel escenario. Dicho agente había sido elegido por el antiguo jefe de espías Charles-François de Broglie, el mismo que había seleccionado a Johann de Kalb una década antes. De Broglie optó por un amigo cercano de su familia, Julien-Alexandre Achard de Bonvouloir et Loyauté, que había sido voluntario de la milicia de la colonia francesa de Santo Domingo aunque un accidente de la infancia lo había dejado inválido y desfigurado. Había viajado a través de las colonias británicas de Norteamérica y regresado a Francia, pasando por Londres, en julio de 1775. Aunque su inglés era escaso, había hecho excelentes contactos en Filadelfia e incluso presenció el asedio de Boston. Es probable que De Broglie se enterara de la llegada de Bonvouloir a Londres y se lo hiciera saber al embajador galo en la ciudad, Adrien-Louis, duque de Guînes, quien, a su vez, le propuso a Vergennes que enviara a Bonvouloir de vuelta a América para vigilar la situación allí.67 Vergennes accedió con rapidez y le precisó a Bonvouloir que no actuara como un enviado oficial y que no revelara la posición del gabinete francés hacia la causa de las colonias, sino que se limitara a hacer «un informe fiel de los acontecimientos y de la actitud general» de la población.68 Bonvouloir, haciéndose pasar por comerciante de los Países Bajos austriacos, subió a bordo del Charming Betsy en octubre de 1775 y llegó a Filadelfia diez días antes de Navidad, después de una terrible travesía de casi tres meses de duración.

Bonvouloir había regresado a Norteamérica en el preciso momento en que los combates comenzaban a extenderse más allá de Boston y sus alrededores. Las milicias a las órdenes de Benedict Arnold y de Ethan Allen habían tomado en Nueva York, sin encontrar resistencia, el fuerte Ticonderoga y, en aquel momento, el coronel de artillería Henry Knox remolcaba los cañones y municiones capturados a través de la helada campiña de Nueva Inglaterra para reforzar el asedio de Boston. Al mismo tiempo, Arnold y Richard Montgomery emprendían una doble invasión de Canadá, con la intención de privar a los británicos de cualquier posible santuario y de animar a los canadienses francófonos a que entraran en la guerra y apoyaran su causa.69 Aunque se formaron dos regimientos canadienses que lucharon contra los británicos, la inmensa mayoría de los quebequeses veía con tanta suspicacia a los colonos rebeldes como a los británicos y no encontraba ninguna ventaja en unirse al conflicto. Montgomery consiguió tomar Montreal, pero, en diciembre, el asalto combinado de ambos generales sobre la ciudad de Quebec fue neutralizado. En dicha acción murió Montgomery y Arnold resultó herido de gravedad. Los rebeldes tuvieron que conformarse con un asedio inútil que se abandonó en la primavera siguiente.

El Segundo Congreso Continental tenía que bregar no solo con una contienda cada vez mayor, sino también con la escalada dialéctica que llegaba de Londres. Jorge III ya había declarado, durante el verano, que las colonias estaban «en abierta y declarada rebelión».70 A su rechazo de la Petición de la Rama de Olivo le siguió un discurso ante el Parlamento el 26 de octubre –un día después de que Wilkes presentara a Beaumarchais a Arthur Lee–, en el que declaró que el conflicto en curso se efectuaba «con el propósito manifiesto de fundar un imperio independiente». Inmediatamente después, el Parlamento aprobó la Ley Prohibitoria Americana [American Prohibitory Act], un bloqueo naval que equivalía a una declaración de guerra. Ante la inminente arremetida de las tropas británicas, las municiones que proporcionaban los comités de Seguridad y de Suministros de las colonias eran del todo insuficientes. La respuesta del Congreso fue crear un Comité Secreto de Comercio [Secret Comittee of Trade], en un primer momento dirigido por el financiero Thomas Willing y más tarde por su socio Robert Morris, con el objetivo de encargar a comerciantes privados que abastecieran de material bélico a todas las colonias.71 Uno de los primeros contratos se rubricó con una pareja de comerciantes de Nantes, Pierre Penet y Emmanuel de Pliarne, que habían navegado desde Cap François (actual Cabo Haitiano), en la colonia francesa de Saint-Domingue, hasta Providence, en Rhode Island, con un cargamento de pólvora.72 Acudieron entonces a Filadelfia, donde firmaron un contrato con el Comité Secreto para la entrega de 15 000 armas completas y en el que Willing & Morris figuraba como su agente norteamericano.

El 29 de noviembre, solo dos semanas antes de la propicia llegada de Bonvouloir, el Congreso creó también el Comité de Correspondencia Secreta [Committee of Secret Correspondence], con «el único propósito de cartearnos con nuestros amigos en Gran Bretaña, Irlanda y otras partes del mundo».73 Mientras que el Comité Secreto de Comercio se hizo cargo de los acuerdos con comerciantes privados, el Comité de Correspondencia Secreta se convirtió en la vía de comunicación para toda la ayuda directa de las administraciones de Francia y España. Los cinco miembros del comité, entre los que estaban Benjamin Franklin y el delegado por Nueva York, John Jay, acudieron de noche a reunirse con Bonvouloir a una de las salas superiores de un vacío Carpenter’s Hall y lo hallaron en compañía de Francis Daymon, un emigrado francés que trabajaba de bibliotecario en la Compañía Bibliotecaria [Library Company] de Franklin. Daymon conocía a Bonvouloir de su viaje anterior y en aquella reunión hizo de intérprete. John Jay describió a Bonvouloir como un «anciano caballero cojo», aunque, en realidad, este solo tenía 26 años y era cuatro años más joven que el propio Jay. Durante el curso de esta reunión, y de otras dos posteriores, siempre nocturnas, Bonvouloir les aseguró a sus interlocutores que, si querían armas, munición o dinero, «lo tendrían» y que transmitiría sus demandas al gobierno francés.74 En realidad, las peticiones se pasaron al duque de Guînes escritas con una tinta invisible con base de leche en los espacios en blanco de una carta de negocios de apariencia inocente; nadie más que Guînes sabía que «la escritura aparecería solo cuando se calentara encima de una plancha al fuego».75 Como Guînes acababa de recibir la orden de volver a París, una de sus últimas actuaciones como embajador en Londres fue copiar de nuevo el informe secreto y entregárselo en persona a Vergennes.

Bonvouloir comenzaba su informe señalando que los americanos tenían «un espíritu y una buena voluntad increíbles» y que los dirigían «buenas cabezas», lo que les daba muchas posibilidades de salir vencedores del conflicto.76 Sin embargo, observó que carecían «de tres elementos importantes: una buena Marina, provisiones y dinero». Aunque su petición principal era obtener el permiso de Francia para intercambiar mercancías a cambio de suministros militares, Franklin y sus compañeros reconocían que, ante Gran Bretaña, estaban en clara desventaja: «Están convencidos de que no se pueden defender a sí mismos a menos que alguna nación marinera los proteja y que las únicas dos potencias capaces de ayudarlos son Francia y España». Los americanos le preguntaron «si pensaba que sería prudente que enviaran un delegado plenipotenciario a Francia» para que pidiera la ayuda directamente. El francés les dijo que «eso sería precipitado, incluso peligroso, puesto que todo lo que sucede en Londres se sabe en Francia y todo lo que pasa en Francia se sabe en Londres». Para terminar, la delegación norteamericana, sabedora de que la decisión de Francia acerca de la ayuda podría depender de cómo percibieran sus autoridades la voluntad de las colonias de continuar la lucha, se quiso asegurar de que Bonvouloir comprendía la fuerza de su compromiso: «Piensan que sus ciudades serán destruidas y sus casas incendiadas […] Todos me han dicho que combaten por ser libres y que lo serán cueste lo que cueste, que están unidos por un juramento y que morirán antes que abandonar». Seis meses antes de que Thomas Jefferson se sentase a redactar la Declaración de Independencia, sus compatriotas ya le estaban diciendo a una potencia extranjera que se habían juramentado para ofrecer sus vidas, sus haciendas y el sagrado honor a la causa de la libertad.

El comité ya había enviado cartas al exterior en busca de ayuda, entre otros a Charles Dumas, un académico suizo que enseñaba en La Haya, a quien se solicitaba que descubriera «la disposición de las distintas cortes con respecto a tal asistencia o alianza»; o a Arthur Lee, del que no sabían que ya estaba trabajando junto con Beaumarchais para obtener el apoyo de Francia.77 Pese a la advertencia de Bonvouloir acerca del «peligro» de enviar un emisario a Francia, el 2 de marzo de 1776 el comité encomendó a Silas Deane, comerciante de Connecticut y delegado en el Congreso por dicho territorio, que viajara allí e «hiciera una solicitud inmediata a Monsieur de Vergennes». El objetivo inmediato era obtener «ropas y armas para 25 000 hombres» y 100 cañones, todo pagado a crédito. Deane también recibió instrucciones de informar a Vergennes de que, una vez cumplida la próxima «separación total» de Gran Bretaña, «Francia sería vista como la potencia cuya amistad sería mejor para nosotros obtener y cultivar». Deane partió de Filadelfia seis días más tarde, sin saber si lo recibirían en Versalles o de qué forma.

En Versalles, el informe de Bonvouloir se acogió con gran interés. Su llegada, el 27 de febrero, coincidió con otra misiva de Beaumarchais titulada La paz o la guerra [Peace or War].78 Comenzaba con tono profético: «La famosa disputa entre América e Inglaterra, que pronto dividirá el mundo y alterará el sistema europeo, impone a cada potencia la necesidad de examinar con cuidado de qué forma esa separación la influirá, para bien o para mal». Beaumarchais iba entonces al grano: «Debemos socorrer a los americanos», pues en caso contrario serían estos, Gran Bretaña o ambos los que atacarían las islas azucareras francesas y obligarían al rey a «comenzar demasiado tarde una guerra infructuosa». Luego afirmaba: «No se puede conservar la paz que deseáis, Señor, a menos que evitéis a toda costa la paz entre Inglaterra y América […] y el único modo de conseguirlo es prestar ayuda a los americanos para que sus fuerzas se equilibren con las de Inglaterra». Al final, transmitía la promesa de Arthur Lee: «Ofrecemos a Francia, a cambio de su ayuda secreta, un tratado secreto de comercio». Lee carecía de autoridad para formular aquella promesa.

Vergennes ya disponía, por fin, de dos reportes vitales de sus agentes en Londres y en Filadelfia que le convencieron, primero, de que la rebelión debilitaría a Gran Bretaña y, segundo, de que los colonos tenían la voluntad de seguir adelante con la lucha. Aquellas informaciones confirmaban que el conflicto podría tener ocupadas a las tropas británicas bastante tiempo como para evitar que pudieran ayudar a su aliado portugués y transformaran la escaramuza que en aquel momento libraba este país contra fuerzas españolas en Brasil en una contienda europea a gran escala. Esta era en ese momento una preocupación acuciante en las cortes francesa y española. El ministro galo decidió que la mejor forma de asegurar la continuidad de la guerra en las colonias británicas de Norteamérica era financiar a los insurgentes, tal y como Beaumarchais proponía, e incluso iría más lejos: Francia y España financiarían juntas a Roderigue Hortalez et Compagnie.

El 1 de marzo de 1776, el día antes de que Deane zarpara hacia Francia, Vergennes envió una carta a Grimaldi en la que explicaba su propuesta de financiar conjuntamente la ayuda material a los sublevados. Grimaldi aceptó casi al momento, aunque estipuló que ambos «consideraran las formas mejores de hacerlo sin implicarnos» y sugirió que esto podría conseguirse por «medios comerciales».79 Vergennes presentó la propuesta ante el consejo de ministros de Luis XVI, donde se aceptó apenas sin oposición, aunque con la misma salvedad que había formulado Grimaldi: las ayudas debían «siempre estar ocultas y escondidas y aparentar ser de naturaleza solo comercial, de modo que siempre podamos negarlas».80 Una vez puestas de acuerdo todas las partes acerca de la trama Roderigue Hortalez, el soberano francés autorizó el pago y se envió una petición a Madrid para que procedieran a lo propio. El 10 de junio de 1776, Beaumarchais firmaba un recibo que decía: «He recibido del señor Duvergier [tesorero de Francia], de acuerdo con las órdenes que le he entregado del señor conde de Vergennes con fecha del 5 del mes en curso, la suma de un millón de libras».81 El segundo millón se envió desde España unas pocas semanas después. Roderigue Hortalez et Compagnie, con el equivalente a 1 millón de dólares actuales de capital inicial, estaba lista para comenzar a hacer negocios.

Beaumarchais se convirtió en un torbellino de actividad.82 Su equipo inicial de cinco o seis empleados eran en su mayoría amigos, no tanto de la banca o del comercio como del periodismo y el teatro. Entre ellos estaban su secretario, Jean-Baptiste-Lazare Théveneau de Francy, hermano menor del extorsionador Charles du Morande que Beaumarchais había detenido y que ahora era uno de sus aliados. Alquiló la oficina para la empresa en el concurrido distrito Marais de París, en el Hôtel des Ambassadeurs de Hollande, un edificio de tres pisos en el 47 de la rue Vieille du Temple. Beaumarchais vivía en la planta superior y el resto lo ocupaba el área de trabajo. Como indicaba su nombre, el bloque había sido antes hogar de los embajadores de la República Holandesa y conservaba espléndidas obras de arte que se habían acumulado a lo largo de los años. Los contables que trabajaban a pie de calle disfrutaban de un techo pintado por los mismos artistas que habían decorado el palacio de Versalles. Beaumarchais, de todas formas, no pasaba mucho tiempo en aquel ambiente suntuoso. Viajaba a los puertos del Atlántico –Dunkerque, Le Havre, Rochefort y Nantes– para localizar propietarios de barcos que pudieran transportar cargamentos a América. También iba a Burdeos, lugar donde, en una fortaleza en ruinas denominada Château Trompette, había ubicado 500 barriles de pólvora que pensaba enviar a América.

A pesar de su hiperactividad, Beaumerchais no se olvidó de Arthur Lee, su socio en Londres. Se carteaban usando un código de cifrado y empleaban palabras codificadas para ocultar las verdaderas transacciones comerciales. A primeros de junio, escribió a «Mary Johnston» –el nombre en código acordado para Arthur Lee– para informarle de que pronto enviaría un barco cargado de pólvora y suministros a Cap François. «En cuanto a vos, no dejéis de enviar un barco cargado de buen tabaco de Virginia», insistía Beaumarchais. Este había conseguido vender la idea de que Hortalez funcionaría como una empresa rentable y ahora le preocupaba que los americanos pudieran no cumplir con su parte del trato. «Mary Johnston» le daba largas al envío de tabaco en pago por la pólvora y contestaba: «Recomiendo a mis amigos [nombre en código del Congreso Continental] que la comunicación de sentimientos [el envío de tabaco] es complicada y que, por esa razón, debemos hacer todo lo que podamos sin esperar una recompensa segura e inmediata». Lee, que pensaba por error que Hortalez era solo una fachada del gobierno francés y no un negocio real, acababa su carta así: «Esta que nos ocupa no es una transacción comercial, sino política y de la mayor dimensión».83 Beaumarchais no se equivocaba al sospechar de Lee: este ya comenzaba a renegar de un compromiso que, en realidad, no había tenido ni la capacidad ni la autoridad para acordar. Beaumarchais pronto descubrió que el hecho de que alguien sobrepasara los límites de la autoridad que se le había otorgado era una costumbre común entre los norteamericanos: Silas Deane acababa de llegar a Francia.

Beaumarchis conoció a Deane en Burdeos en junio de 1776.84 Deane acababa de llegar de América y se hacía pasar por comerciante de las Bermudas. Ni uno ni otro sabían que estaban allí por el mismo motivo: obtener armas para las colonias. No se prestaron atención mutuamente y cada uno se ocupó de sus asuntos. Mientras Beaumarchais inspeccionaba el ruinoso Château Trompette en busca de pólvora, Deane escribía cartas a dos individuos que pensaba que le podían ayudar en su misión. Benjamin Franklin le había recomendado contactar con su amigo Jacques Barbeu-Dubourg, un anciano doctor que ya era un fervoroso partidario de la causa de las colonias.85 También le sugirió a Deane que escribiera a su viejo amigo Edward Bancroft, que vivía en Londres.86 Este último había sido estudiante de Deane en Connecticut, circunstancia que, junto con la recomendación de Franklin, le inclinaba a confiar en él. Ni Deane ni sus colegas norteamericanos supieron jamás que Bancroft, que sentía una sincera simpatía hacia él, no era favorable a la idea de la independencia de las colonias británicas de Norteamérica y sabotearía sus esfuerzos en secreto.

Deane llegó a París el 6 de julio, vigilado de cerca por agentes británicos.87 David Murray, vizconde de Stormont, era el embajador de Gran Bretaña en Francia. La embajada albergaba una red de espías, tal y como había advertido Bonvouloir, que enviaba informes al Servicio Secreto dirigido por William Eden. Deane se reunió sin pérdida de tiempo con Bancroft y Barbeu-Dubourg, quienes le previnieron del espionaje británico, pero acordaron organizar una reunión con Vergennes la semana siguiente. El 11 de julio, mientras los otros dos esperaban en la antecámara, Deane se vio con el ministro de Exteriores en compañía de uno de los premiers commis [primeros secretarios] de Vergennes, Conrad Alexandre Gérard, que les sirvió de traductor. Deane subrayó que las colonias, que estaban a punto de declarar la independencia –en realidad, aunque él lo desconocía, ya la habían declarado la semana anterior–, deseaban ser socio comercial de Francia. Su misión era «comprar una gran cantidad […] de artículos militares, por los que se enviarían pagos», aunque, dados los retrasos en la llegada de los cargamentos, y la carencia de dinero metálico por parte de las colonias, estas operaciones tendrían que cerrarse a crédito.88 Vergennes convino en que Francia permitiría dicho tráfico comercial sin interferir en él y le indicó a Deane que recurriera a Gérard en caso de que necesitara algo. Deane salió de la reunión convencido de que había empezado con buen pie.

Barbeu-Dubourg se veía como el enlace entre las colonias y Francia, pero, para su consternación, Vergennes optó por recomendar a Beaumarchais que contactara con Deane. El dramaturgo le escribió en francés, ya que, pese a que llevaba muchos años viajando con regularidad a Gran Bretaña, su vocabulario inglés se reducía al ocasional Goddam de sus obras de Fígaro. Deane, que decía que nunca hablaba en inglés por temor a los espías, fue retratado por Beaumarchais como «el hombre más callado de Francia; le reto a que no es capaz de decirle más de seis palabras seguidas a un francés».89 Sin embargo, después de sus primeras reuniones, en las que Bancroft sirvió de traductor y consejero, ambos quedaron favorablemente impresionados y confiados el uno del otro. Beaumarchais, que con razón sospechaba de la falta de autoridad de Arthur Lee y de su intención de pagar, halló en Deane un representante autorizado del Congreso que prometía abonar lo que comprara. El americano, decepcionado por la falta de inteligencia para los negocios de Barbeu-Dubourg, encontró en Beaumarchais un proveedor con una línea de crédito abierta y con el respaldo total de la administración gala. De hecho, en la carta que Beaumarchais escribió en agosto al Congreso Continental con la promesa de cañones, pólvora y mosquetes, Deane añadió una nota en la que confirmaba: «Todo lo que dice, escribe o hace es, en realidad, acción del Ministerio», una afirmación que, sin buscarlo, le haría perder a Beaumarchais una fortuna.90

Toda vez que Arthur Lee había vuelto a Londres y quedaba fuera de juego, Deane y Beaumarchais comenzaron a ultimar los detalles de un contrato que permitiera la entrega de un importante cargamento de suministros bélicos al nuevo país. En un primer momento, habían acordado que Beaumarchais proporcionaría la carga y que Deane aportaría los barcos, pero el 19 de agosto –dos días después de que la noticia de la Declaración de Independencia llegara a París– llegaron a la conclusión de que Deane no era capaz de garantizar la llegada de los buques de América, ni entonces, ni en un plazo razonable. Beaumarchais inició negociaciones con Jean-Joseph Carrier de Monthieu, cuya familia había dominado el negocio de fabricación de armas en Saint-Étienne durante más de tres décadas, para que suministrara tanto las armas como las naves. Por una casualidad afortunada, la solicitud estadounidense de una elevada cantidad de mosquetes y cañones había llegado justo al mismo tiempo en que el Ejército galo estaba reequipando sus fuerzas con armas más ligeras y estandarizadas y buscaba una forma de deshacerse de su armamento más antiguo. Estas armas viejas, que aún funcionaban pero que no convenían ya a las nuevas necesidades estratégicas de Francia, hallaron un nuevo hogar ideal en una nación cuyas propias necesidades comenzaban entonces a debatirse en el Segundo Congreso Continental.

Las armas largas francesas se fabricaban en tres centros: Charleville y Maubeuge, en el norte; y Saint-Étienne, cerca de Lyon. El mayor de los tres, Saint-Étienne, estaba, como Birmingham y Lieja, repleto de un enorme número de fabricantes individuales que trabajaban con denuedo en forjas que envolvían la ciudad «perpetuamente […] en humo de carbón que se mete por todas partes».91 La mayor parte de los 20 000 mosquetes que allí se producían al año eran del modelo estándar (calibre de 0,69 pulgadas), aunque se modernizaban periódicamente. En los años anteriores a la llegada de Deane, los mosquetes más habituales eran los modelos M1763 y M1766 (la denominación indicaba el año en que se había iniciado la producción de cada modelo).92 Las forjas gestionadas por la familia Maritz en Lyon, Estrasburgo y Douai empleaban sus avanzadas técnicas de fundición maciza y taladrado posterior para producir cañones de infantería***** estandarizados: los tipos M1732 y M1740 de cuatro libras (el peso de la bala) desarrollados por Jean-Florent de Vallière. Estos modelos eran adecuados para las tácticas de la Guerra de los Siete Años, que ponían el énfasis en la concentración de la potencia de fuego sobre grupos numerosos de soldados enemigos.

Tras la citada guerra, una nueva generación de oficiales de ingenieros franceses, horrorizados por las pérdidas que habían sufrido en una batalla tras otra, abogó por la adopción de maniobras tácticas más rápidas que necesitaban de armas más ligeras. Encabezaban este impulso Jean-Baptiste Vaquette de Gribeauval, que creó nuevos sistemas de fabricación que produjeron armas más ligeras y estandarizadas –el cañón M1774 y el mosquete M1777–, y Philippe Charles Tronson du Coudray, que desarrolló las teorías tácticas acordes para el empleo de estas armas. Tras realizar pedidos enormes del nuevo armamento, Francia necesitaba encontrar la forma de deshacerse del anterior. Monthieu ya llevaba tiempo comprando a precios muy rebajados mosquetes obsoletos, pero todavía servibles, a los arsenales galos y los guardaba en sus almacenes de Nantes. Sin embargo, el problema de qué hacer con las piezas de artillería antiguas seguía sin resolverse. En septiembre de 1776, el ministro de la Guerra envió a Coudray a visitar los distintos arsenales repartidos por el país para decidir qué cañones sobrantes habría que vender a España o a Estados Unidos.93

El 18 de septiembre, mientras Coudray se trasladaba por toda Francia durante su viaje de inspección, Deane y Monthieu cenaron con Beaumarchais para remachar las condiciones del contrato por el que se enviarían 1600 toneladas de materiales excedentes (mosquetes, cañones y otros suministros militares) a los nuevos Estados Unidos. Monthieu fletaría una flota de ocho barcos de la firma de transporte Jean Pelletier-Dudoyer de Nantes, con quien Monthieu ya había contratado a menudo el transporte marítimo de sus armas con destino a las colonias francesas y a puertos del comercio de esclavos. A instancias de Beaumarchais, Deane también decidió que dichas armas debían ir acompañadas de oficiales franceses que supieran cómo utilizarlas. Aunque el Congreso no le había concedido la autoridad necesaria para hacer nombramientos de oficiales, no por ello se detuvo. Pronto, docenas de oficiales se preparaban para embarcar hacia América en los barcos de Beaumarchais.94

El 15 de octubre, Deane firmó el contrato con Roderigue Hortalez y Monthieu, que acordaba iniciar los envíos al mes siguiente.95 Las órdenes de compra y las letras de cambio comenzaron a expedirse desde el 47 de la rue Vieille du Temple por toda Francia. Beaumarchais compraba los excedentes de mosquetes directamente a Monthieu. Todos los cañones sobrantes de los arsenales, según concretaron Coudray y el ministro de la Guerra, se enviarían a la nueva nación. Aunque no se cobraría nada por ellos, los gastos de su transporte supondrían una cifra mayor que el coste total de los mosquetes. Unas pocas semanas después ya se estaban procesando los pedidos y la mercancía comenzaba a embarcarse. El Congreso Continental quedaba entonces obligado a pagar una factura de 320 000 libras (unos 200 millones de dólares actuales), cantidad que tendría que afrontar el propio Deane si el Congreso no cumplía su compromiso. Esta posibilidad era muy real, sobre todo cuando, desde las Colonias Unidas de Norteamérica [United Colonies of North America] (según la denominación que Deane empleaba en el contrato), llegó la noticia de que William Howe había puesto en fuga al ejército de George Washington en la batalla de Long Island y había establecido el cuartel general británico en la ciudad de Nueva York.

Por fin, todo parecía rodar según el guion de Beaumarchais, según el cual Roderigue Hortalez se convertiría en el salvador de los Estados Unidos, pero pronto surgieron problemas que transformaron aquella obra de un acto en una farsa en tres partes. En primer lugar, Beaumarchais aconsejó a Deane que, puesto que él era nuevo en Francia, que no debía «intentar comprar cañones u otras armas», excepto a través de él.96 Aunque la comprensión del idioma francés por parte de Deane fuera escasa, era un comerciante demasiado inteligente como para concederle un acuerdo de exclusividad a Beaumarchais. Vergennes, que también desconfiaba de la idea de que un solo proveedor funcionara como un monopolio, ya le había mencionado otra fuente de material de guerra a Deane: se trataba de un antiguo jefe de Beaumarchais, Jacques-Donatien Le Ray de Chaumont, por entonces uno de los magnates del transporte más ricos de Francia. Su riqueza se debía, en parte, a su estrecha relación con el ministro de Marina, Sartine, que le aseguraba el lucrativo contrato de aprovisionamiento de las colonias de Martinica y del Santo Domingo francés (Saint-Domingue) y que financiaba la flota de la India. Deane, a la vez que negociaba con Beaumarchais, también se reunió con Chaumont.97 Este le ofreció, aceptando como pago un futuro cargamento de tabaco, 50 toneladas de salitre, 200 de pólvora y varios cañones de bronce de 12 libras. Deane aceptó sin dilación. Aunque Beaumarchais se quejó amargamente y en repetidas ocasiones ante Vergennes acerca de su competidor, la mayor capacidad financiera de Chaumont y sus lazos más estrechos con la industria de armamento en seguida le dieron ventaja sobre su antiguo empleado.

El segundo problema apareció a la vuelta de Bancroft a Londres, después de las primeras reuniones de Deane con Beaumarchais.98 Un amigo de Bancroft, Paul Wentworth, le hizo saber que hasta el primer ministro North estaba al tanto de su estancia en París, dado que los espías que vigilaban a Deane habían reportado las idas y venidas de Bancroft. Wentworth sabía esto porque también estaba a sueldo del Servicio Secreto de Eden y entonces le ofreció a su amigo la posibilidad de servir a Gran Bretaña del mismo modo. Para Bancroft, tan odioso le resultaba el peligro de desmembración del Imperio británico como que hubiera una guerra entre Francia y Gran Bretaña –el resultado inevitable de las maniobras de Deane para atraer a Francia al conflicto–. Al fin y al cabo, había empleado mucho tiempo trabajando junto con Benjamin Franklin para intentar evitar aquel preciso desenlace. Por tanto, accedió a proporcionar información al gobierno británico. A primeros de 1777 volvió a París, en apariencia para ayudar a los americanos, pero, en realidad, copiaría en secreto su correspondencia, sus despachos y las anotaciones de sus conversaciones con tinta invisible y un código de cifrado. Estos mensajes los pasaría al mensajero de Stormont por medio de argucias cada vez más sofisticadas, entre las que se encontraba la infame técnica de colocarlos en una botella que luego introducía en un hueco que había en un boj concreto de la terraza sur del jardín de las Tullerías. Dicha botella la debía recoger el mensajero cada martes por la noche, pasadas las nueve y media. De este modo, los ministros británicos estuvieron al tanto de las negociaciones de tratados y de las fechas de los envíos de armas muchas semanas antes que el propio Congreso Continental. No obstante, la Marina británica, por miedo a provocar un conflicto bélico, rara vez empleó esta información para apresar los cargamentos de armas.

El tercer problema era que Wentworth y Bancroft no eran los únicos que traicionaban los secretos de Beaumarchais; él mismo se encargaba de ello con bastante eficiencia. Durante los meses de noviembre y diciembre de 1776, mientras los tres primeros barcos, Amphitrite, Mercure y Seine, se preparaban en Le Havre y Nantes, el material militar fue llegando de distintos lugares de Francia. Desde los almacenes de Monthieu, en Nantes, llegaron 16 000 mosquetes de los tipos M1763, M1766 y otros más antiguos, empacados en 536 cajas. De Estrasburgo, Douai y Metz llegaron 21 cañones de los modelos M1732 y M1740 elegidos por Coudray, completos con sus cureñas de color rojo ladrillo99 –más elegantes que las grises británicas– y que tuvieron que transportarse fluvialmente por el Rin y luego bajar por la costa de Francia; 20 000 balas de cañón se trasladaron por el río Somme en pequeñas embarcaciones; 24 000 libras de pólvora llegaron de Sedán; 53 barriles de azufre de Versalles; además de tiendas de campaña, lino, palas y hachas. En Le Havre, la carga solo se subía a los navíos de noche para mayor sigilo.100

Mientras Beaumarchais supervisaba la carga del material, un teatro de Le Havre había decidido programar El barbero de Sevilla con su colaboración. La noticia de la producción escénica de Beaumarchais y de la carga de sus barcos con destino a América cruzó con rapidez el canal de la Mancha y se publicó en el London Chronicle. Era obvio que el subtítulo del Barbero, «La inútil precaución», también se podía aplicar a Roderigue Hortalez. El nombre de resonancia española, los intentos de lavar el origen de sus fondos y sus actividades furtivas nocturnas en los muelles no engañaban a nadie; desde luego no a Stormont: «No acierto a comprender que Beaumarchais […] que no tiene crédito ni dinero, pueda ofrecer crédito a los americanos por cantidad de 3 millones de libras, a menos que esta corte haya implicado en secreto a algunos comerciantes o aventureros en esta empresa para que arriesguen dicha suma», le decía airado al secretario de Estado para el Departamento Sur, Thomas Thynne, vizconde de Weymouth.101 Entonces le pidió a Vergennes que aquellos barcos fueran detenidos públicamente y descargados. Este último, que no quería arriesgar la posibilidad de un enfrentamiento abierto para el que Francia no estaba aún preparada, transigió.

Mientras se desestibaba la carga de dos de los barcos situados en Le Havre –el tercero, el Amphitrite, había conseguido hacerse a la mar–, Benjamin Franklin apareció en París como el famoso rayo que le había hecho famoso en todo el mundo. Había abandonado Filadelfia sin hacer ruido con sus dos nietos en octubre, a bordo de un bergantín llamado Reprisal y comandado por Lambert Wickes. Tras capturar dos mercantes británicos por el camino, Wickes desembarcó a Franklin en Bretaña a primeros de diciembre. Allí se hospedó en Nantes, en casa de un socio comercial de Pierre Penet, el cual todavía estaba intentando reunir los 15 000 mosquetes que le había pedido el Comité Secreto de Comercio. La noticia de la llegada de Franklin llegó a la capital mucho antes que su persona, por tanto, cuando llegó a su hotel el 21 de diciembre, ya había carruajes aparcados en la puerta con admiradores listos para recibirlo.102 Uno de los primeros era su viejo amigo Jacques Barbeu-Dubourg, cuyas cartas al Congreso Continental, que expresaban la disposición favorable de Francia hacia la causa de los colonos, habían propiciado aquel viaje. Es muy posible que Barbeu-Dubourg esgrimiera en aquel momento, en su mano, la respuesta que acababa de recibir del Congreso, la cual describía la misión de Franklin de forma escueta: «Solo esperamos socorro del cielo y de Francia».

Hermanos de armas

Подняться наверх