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INTRODUCCIÓN

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No solo la Declaración de Independencia, sino además una

Declaración de que Dependemos de Francia (y También de España)

Un cálido día de verano de 1776, en Filadelfia, durante los primeros y difíciles pasos de la Revolución estadounidense, Thomas Jefferson escribía las frases iniciales de un documento dirigido a los reyes Luis XVI de Francia y Carlos III de España, con el que el Segundo Congreso Continental* esperaba obtener la ayuda que las sitiadas colonias británicas de Norteamérica tanto necesitaban. Dichas colonias ya llevaban entonces más de un año en guerra con Gran Bretaña y la situación militar era desesperada. El Ejército Continental acababa de sufrir derrotas desastrosas en Canadá y Long Island y había sido expulsado de la ciudad de Nueva York, ahora ocupada por el general William Howe. A menos que hubiera una intervención directa de los adversarios de Gran Bretaña –Francia y España– a favor de las colonias, estas no tenían posibilidad alguna de sobreponerse a la superioridad de la Marina y el Ejército británicos y alcanzar la plena independencia.

La Revolución había comenzado a gestarse bastantes años antes. Tras la aplastante victoria británica sobre Francia y España en la Guerra de los Siete Años, en 1763, Londres había impuesto a sus colonias norteamericanas una subida cada vez más sofocante de los impuestos y de las restricciones a la exportación para sufragar el aumento del gasto empleado en la protección de dichas colonias. Los colonos protestaron porque se implantasen esas medidas sin consultar su opinión al respecto, como les correspondía por ser súbditos británicos. La violencia de las protestas aumentó progresivamente hasta que, en 1775, la guerra estalló con las batallas de Lexington, Concord y Bunker Hill, así como con el subsiguiente asedio de Boston. Incluso entonces, la mayoría de los habitantes de las colonias aún tenía la esperanza de que hubiera algún tipo de reconciliación con la Corona. Pese a ello, a principios de 1776, el rey Jorge III rechazó los ofrecimientos de paz de los colonos, los declaró rebeldes y contrató regimientos en los Estados alemanes1 de Hesse-Kassel, Hesse-Hanau y Brunswick para someter la insurgencia. El Congreso Continental, horrorizado en especial por la amenaza de los hessianos, a los que consideraba mercenarios, comenzó a clamar por una emancipación completa del dominio británico y a favor de «declarar las colonias en un estado de soberanía independiente».2 Muchos de los gobiernos individuales de las colonias comenzaron a enviar delegados al Congreso con instrucciones de «sacudir de inmediato el yugo británico»3 y abandonar la fidelidad a la Corona. La lucha que había comenzado un año antes para obligar a la madre patria a reconocerles sus derechos como súbditos británicos se había convertido en una guerra por la independencia.

El problema era que la nueva nación había comenzado su guerra contra la autoridad británica con una asombrosa incapacidad de defenderse a sí misma, como un adolescente rebelde que abandona a su familia sin un céntimo en el bolsillo. Su Marina era inexistente, su artillería escasa y su desastrado Ejército y milicias carecían hasta del ingrediente más básico de la guerra moderna: pólvora. Poco después de la batalla de Bunker Hill, Benjamin Franklin escribía: «[…] el Ejército no tenía ni cinco cartuchos de pólvora por hombre. Todo el mundo se preguntaba por qué casi nunca disparábamos los cañones: no nos lo podíamos permitir».4 El nuevo país, en resumidas cuentas, necesitaba con desesperación atraer a Francia y a España a la guerra, las únicas naciones con poder suficiente para llevar sus fuerzas a combatir directamente contra el Ejército británico y capaces de engolfar a la Armada británica en un conflicto de mayores dimensiones que la distrajera de las costas de Norteamérica y minara su fuerza.

Tanto Francia como España permitieron, desde antes que comenzara la contienda, el flujo de ayuda clandestina hacia los rebeldes, pero esto se demostró insuficiente dadas las dimensiones del conflicto. Ni Luis XVI ni Carlos III estaban dispuestos a tomar parte de forma abierta en una guerra civil británica: el nuevo país tenía que demostrar que era una nación independiente que luchaba contra el enemigo común, Gran Bretaña. El documento que salió de la pluma de Jefferson afirmaba con claridad: «[…] estas Colonias Unidas son y deben ser, por Derecho, Estados Libres e Independientes». Se trataba de una invitación solemne a Francia y a España para que fueran a la guerra de la mano del nuevo país. Es conocido que el documento que acordó el 4 de julio el Segundo Congreso Continental se denominó Declaración de Independencia, pero además era, en cierto modo, una «Declaración de que Dependemos de Francia (y También de España)».

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