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Más allá del ingreso

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Hasta acá ilustramos las desigualdades socioeconómicas sobre la base de una variable monetaria: el ingreso. El ingreso (o consumo) de una familia es una variable conveniente que resume de forma aproximada el nivel de vida de los miembros de ese hogar. Pero, naturalmente, el ingreso no puede captar todos los aspectos de la vida de las personas. Documentar todas las desigualdades socioeconómicas en América Latina es una tarea enciclopédica; esta sección ilustra la magnitud de las brechas con algunos pocos ejemplos de dos sectores clave para el desarrollo humano: la educación y la salud.

La gran mayoría de los países de América Latina ha avanzado exitosamente hacia el objetivo de escolarización primaria universal. No hay muchas diferencias en ese aspecto: casi todos los niños latinoamericanos, pobres o ricos, hoy van a la escuela. Pero las semejanzas acaban ahí. Las brechas empiezan a abrirse en el nivel medio de educación. Muchos jóvenes de familias pobres no empiezan la secundaria, varios dejan en el camino, muy pocos empiezan un programa terciario, casi ninguno termina la universidad. En Bolivia solo el 35% de los jóvenes del decil más pobre terminan la secundaria; el porcentaje asciende al 80% en el decil más rico. La brecha es más grande en México (23% en el decil 1 y 77% en el 10) y mayor aún en Honduras (10% y 68%, respectivamente). En El Salvador cerca del 45% de los jóvenes de familias en el decil superior de ingresos asisten al nivel terciario de educación; el porcentaje cae al 2% en el decil más pobre. La brecha se magnifica en Paraguay y más aún en Brasil.

Las brechas no se acaban en el acceso a la educación. Entre quienes logran asistir a la escuela, colegio o universidad las diferencias se expresan en otra dimensión: la calidad. Los jóvenes latinoamericanos del decil más rico asisten en su mayoría a escuelas privadas dotadas de más recursos, profesores mejor pagos, computadoras, mejor infraestructura. En contraste, los jóvenes de contextos vulnerables van a escuelas públicas en zonas marginales de las ciudades o en áreas rurales alejadas, donde pese al esfuerzo diario de maestros y profesores cuentan con menos infraestructura, menos material, a menudo menos días de clase. Las diferencias se extienden a una dimensión intangible pero esencial: el capital social. En las escuelas secundarias de jóvenes de familias acomodadas el “ambiente” predispone a graduarse y continuar los estudios en un nivel superior, o bien insertarse en un trabajo formal. Todos los padres han seguido ese camino: la motivación (o la presión) para los hijos es fuerte. Y también están disponibles los medios económicos, los contactos personales y las redes de información para progresar en esa dirección. Nada de esto existe en las escuelas del primer decil: ningún padre fue a la universidad, ningún compañero tiene información de cómo acceder a una beca, no hay en el barrio contactos para aplicar a un empleo formal.

Las desigualdades sociales se expresan también, a menudo con crudeza, en un área sensible: la salud. La mayor prevalencia de enfermedades graves evitables, la menor esperanza de vida y la mayor tasa de mortalidad infantil en hogares carenciados son hechos frente a los que pocos pueden no sensibilizarse. La evidencia sobre desigualdades en salud en nuestra región es amplia y contundente. En el caso de Honduras, mientras que el 66% de los adultos del quintil más alto que manifestaron sentir alguna dolencia consultaron a un profesional, el porcentaje cae al 29% entre los adultos del quintil más pobre. Un estudio revela un resultado interesante: más de un 10% de los adultos del quintil de mayores ingresos visitaron a un médico, aun cuando declaran no haberse sentido enfermos; ese comportamiento es casi inexistente entre los pobres. En Paraguay los porcentajes de asistencia al médico son 45% en el quintil más pobre y 74% en el más rico. La mención a la falta de recursos económicos para no ir al médico es más del doble entre aquellos del primer quintil. La evidencia revela también que en toda América Latina el tiempo requerido para llegar a un centro de salud es mucho mayor entre las personas con carencias monetarias, y también lo es el tiempo de espera en el establecimiento, lo que desalienta la frecuencia de las visitas. En Guatemala una persona pobre necesita invertir 20% más de tiempo para acceder a un médico que alguien del quintil más rico; en El Salvador la brecha asciende al 30% y en Panamá supera el 100%. Estos son apenas unos ejemplos; las desigualdades en salud se extienden en todas direcciones: las familias más pobres tienen menos chances de tener un seguro de salud y de acceder a una clínica privada, más probabilidad de tener enfermedades crónicas, de vivir con alguna discapacidad motora, de morirse antes.

Y naturalmente las desigualdades no se agotan en el ingreso, el consumo, la educación y la salud. Las desigualdades se manifiestan por todos lados. Las familias más pobres pasan más tiempo en el transporte público, más tiempo buscando ofertas, más tiempo esperando que las atiendan en alguna oficina pública. La igualdad política se acaba en el voto: las personas pobres tienen menos influencia en las discusiones públicas y decisiones políticas, menos contactos en la justicia, menos conocidos en las burocracias estatales. Esta asimetría implica, por ejemplo, que a iguales condiciones tengan menos chances de conseguir un trabajo en el sector público, menos posibilidades de lograr algún beneficio administrativo, más chances de ir presas por un mismo delito. Las personas pobres tienen una probabilidad mucho más alta de vivir cerca de un basural, de ser mordidas por perros callejeros, de ser robadas en la calle, de ser golpeadas en sus casas. Algunas no tienen electricidad, muchas no cuentan con agua potable en su vivienda; algunas no tienen ni siquiera vivienda. Los servicios de saneamiento, el acceso al gas o el pavimento se van volviendo rarezas apenas uno se aparta algunas cuadras de los barrios más acomodados. En las casas de las familias pobres no hay computadoras (por suerte sí celulares), quizás ningún libro. No hay activos con los que sentirse seguros si ocurre un shock negativo; si alguien se enferma, si la cosecha no funciona, si las changas vienen flojas. Las privaciones se repiten en el mercado laboral: las personas pobres acceden a trabajos precarios, inestables, de bajos salarios y sin beneficios sociales, o directamente están desempleadas. Obviamente, y pese a algún grado de mitigación que provee el acostumbramiento, este abrumador conjunto de privaciones objetivas se traduce en un estado emocional de descontento, de frustración, de pesar. Las encuestas y estudios experimentales que buscan captar el grado de bienestar subjetivo de las personas no dejan dudas: las personas más pobres son, en promedio, menos felices.

En síntesis, las desigualdades se manifiestan en múltiples áreas. El ingreso es un resumen imperfecto de una realidad compleja y multidimensional. Pero no debemos cometer el error común de desestimar las estadísticas sobre brechas de ingresos. Con todos sus defectos y limitaciones, los indicadores de desigualdad de ingresos proveen la manera más simple, tangible y comprensible de resumir las brechas socioeconómicas en el mundo real. Sigamos hablando entonces en el resto del libro sobre desigualdad de ingresos como una simplificación: un atajo al conjunto de desigualdades socioeconómicas que nos llevaría varios libros poder documentar.

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