Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 34

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Livingstone

Cuando el atardecer era de seda, la bodega vestía con un mantel de cuadros el cuerpo de una mesa de roble. El olor a escabeche me llevaba a salir de mi escondite, de un lago donde el agua se teñía en octubre del color granate del sueño, de un rincón donde tú y yo vendimiamos sin pausa nuestro otoño. Los sarmientos, en la calle, se envolvían en fuego; y periódicos viejos aseaban con mimo las parrillas donde las chuletas se convertían en manjar. El humo, delirante, difuminaba el valle y el salero en mis manos esperaba la orden de mi padre, aquella puesta en blanco que aderezaba la entrada de la noche. La voz mansa del río te traía despacio a mi memoria con tu atuendo viajero, explorador de mundos existentes que a mí me parecían tan lejanos, un Livingstone hurgando sin saberlo en el territorio de mis recuerdos. A tiempo paseaban los porrones en busca de otra cena, a tiempo el rojo intenso de un tomate era la propia vida, a tiempo la cebolla hacía escarcha y el tierno corazón de una lechuga era esperanza para el hambre. Para no levantar sospechas, yo me sentaba cerca de la fuente ovalada y transparente que contenía la carne, lejos del banco donde descubriste las cataratas de mi alma y mi boca, a cierta distancia de los ojos profundos de mi madre. Todavía el desorden de lo que no se entiende oprimía mi pecho en su costumbre de alargar los minutos y en el postre palidecían todos mis órganos y tu ausencia se alojaba en mi estómago; igual que las cenizas que guardaban el rojo incandescente del tacto de las vides, así te presentabas de repente, bajo mi frente herida, haciendo imprescindible aquella forma extraña de quererte y el lago y las chuletas; y el río y su remanso; y el banco encadenado a una sospecha…

Recogía la mesa con la frágil paciencia de la prisa por llegar a mi almohada, por poblar de recónditas montañas mi inocente cintura, por hacer agua dulce en mis pupilas y cascada en mis venas. Sacudía los cuadros de un mantel con tu nombre a la espalda; con olor a parrilla me llevaba mezclado el secreto de tu aroma hasta el diario febril donde hacías palabras, donde pausadamente deshojabas los pámpanos aún tiernos de mi otoño. Saberte fue de pronto como un porrón vacío en medio de la siega…

El hospital del alma

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