Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 35
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Después de la ternura de las sayas me llegó el vértigo desde la mirada de mi abuelo. Las cartas barajaban el bolsillo remendado de los sentimientos y yo, cual aprendiz de mus, siempre dejaba la grande en paso para que mis ojos no parecieran faroles. Mi abuelo me llevaba a una Salamanca fría, a amores que ocupaban los asientos de un cine en tardes de domingo, a muchachas bonitas heridas por el hambre, a la soledad de las paredes húmedas de una pensión barata. Guardaba los secretos, en el alto donde las pasas se hacían a la sombra, entre los cañizos que habían besado la hierba del campo, a ras de la ventana desde la cual se divisaba el monte y si cerrabas los ojos, se podía escuchar la angustia chirriante de la huida. En el corto espacio en que piedras y amarracos ocupaban las aristas de una mesa, la superficie vital de su memoria (los celemines de amor y las fanegas de lágrimas guardadas) envidaba mi escucha. A veces, en los pares, las medias se saldaban con el recuerdo de dos piernas prohibidas, de noches censuradas de soldado en tugurios que ocultaban su condición de rojo, del malnutrido cuerpo del deseo pintando las pestañas de la noche. Yo, sin bajar la guardia al paso o al envite pisaba los rincones de una plaza donde las lunas fueron de guadaña y los días oscuros. Mi inocencia, tan blanca, daba luz al latido del pasado y el himen de mis cartas descosía en el juego su bandera con tres sietes y sota soleada. “Envido más —decía con aires infantiles de princesa—. Vaya republicana, con un reino en las manos —sospechaba él en voz alta—”. Y tiraba las cartas como mártir y mirando mis ojos, la silueta de un ángel silencioso le llevaba de nuevo a una litera, al podrido colchón de la penumbra, a besos refugiados, a pieles desgastadas por el hambre, a la metralla adicta a la conciencia…