Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 37

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Medidas

El estrecho camino de un metro tomaba las medidas a mi cuerpo. Las manos de mi madre hacían malabares en el ancho descrito por mis hombros o en el descubrimiento de mis caderas. Los días en que Logroño era una lista interminable de recados, un portal del fin del mundo nos abría sus puertas y nos llevaba hasta el piso donde las telas permanecían en silencio. Un metro de madera describía semicírculos imaginarios al contar sobre el retal como si lo estuviese haciendo sobre mi piel, como si fuese un presagio de amor o me estuviese diciendo que un hipnotizador de números y lector de teoremas se incorporaría a la escala métrica de mi vida. Los encajes, la seda, el algodón, el lino… formaban parte de aquel desorden de color extendido en largas mesas rectangulares donde se contaba a la medida del deseo. Donde yo veía color, mi madre veía un vestido, los pliegues de una falda, el escote de una camisa o las rodillas sedientas del verano. Sus ojos me miraban, sus manos componían de nuevo mis coletas, el retal ocupaba mi menuda figura y aquel que hacía magia, aquel que sin esfuerzo daba luz a mi rostro se cortaba con mimo cual si mi nombre ya estuviera inscrito en él. A veces las puntillas adornaban el peso de los hombros y la sobriedad de unos tirantes se adhería a los blancos detalles que alargaban el tiempo de la niñez y ponían un toque de inocencia al camisón de una madre. La tela, envuelta en un papel de calco que a mí me serviría para copiar dibujos y acariciar la desnuda transparencia de un cristal mientras mi madre cosía, esperaba en un mostrador el turno de los botones: un botón a la espalda o tres en un costado para hacer diferente lo sencillo… La tarde se medía en semicírculos y mi madre describía el patrón de una sonrisa sin límites, de un vestido nuevo que estrenaría una estación…

Las cremalleras llegarían más tarde, cuando el camino narrado por la piel necesitara entallar la cintura del tacto desconocido, cuando las caderas se ajustaran al movimiento, cuando un vestido cayera en línea recta por el precipicio de un cuerpo; un metro de diez dedos tomaría medidas al principio de mi espalda mientras abría un espacio nuevo, mientras el color doblaba en pliegues al pecado y mis manos componían despacio una coleta, un alboroto sereno en la nuca que mostraba un retal donde un lector de teoremas dividió el tiempo y un presagio hizo realidad el amor en el ancho descrito por mis hombros.

El hospital del alma

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