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II. ACTITUD DE LAS PARTES EN EL PROCEDIMIENTO

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La dinámica que se sustancia en el seno de los procedimientos en relación con la aportación de pruebas al expediente ilustra muy bien lo que se acaba de decir.

En el seno de los procedimientos tributarios la Administración está obligada a impulsar de oficio, y debe de hacerlo en el sentido de buscar la realidad material. Sólo encontrando la realidad material se podrá adecuar la decisión al principio de capacidad económica cuando el acto que pone fin al procedimiento se sustancia en una decisión que afecta a la cuota tributaria, o al principio de justicia, en un sentido más amplio, cuando la decisión tiene un contenido material distinto, (por ejemplo, una sanción pecuniaria), o de otro tipo, (limitación de derechos, imposición de obligaciones, etc.).

La Administración debe de indagar para encontrar la realidad, y debe de hacerlo de oficio, olvidando el dato de que la resolución final sea en un sentido o en otro, porque actúa en el seno o al hilo de una función pública1. El Tribunal Supremo ha reiterado una doctrina que, en esencia, comienza contraponiendo el principio inquisitivo, que hace pesar sobre la Administración la obligación de acreditar la verdad material, incluso en lo que resulte favorable para el obligado tributario, con el principio que, sostiene, rige en nuestro derecho, y que se basa en la redacción del artículo 105.1 LGT, de acuerdo con el cual, “en los procedimientos de aplicación de los tributos quien haga valer su derecho deberá probar los hechos constitutivos del mismo”. Ahora bien, inmediatamente ha matizado: “si bien nuestra jurisprudencia ha matizado, en ciertas situaciones, el rigor del principio… desplazando la carga de la prueba hacia la Administración por disponer de los medios necesarios que no están al alcance de los sujetos pasivos”2.

El Tribunal Supremo se refiere, en las sentencias cuyo texto se menciona, a los efectos de la existencia o no de pruebas sobre el fallo, sobre la resolución. No a que la no aportación por la parte de una prueba impida tenerla por válida a los efectos de la decisión y la otra parte no esté obligada a aportarla, sino a que, con independencia de que cada parte debe de aportar todos los elementos probatorios de que disponga, y de que la Administración debe de indagar y aportar en cualquier sentido, y una vez practicada la prueba y acopiados los datos necesarios para decidir, la existencia o ausencia de determinadas acreditaciones tendrá efectos sobre el acto que ponga fin al procedimiento, o sobre la sentencia.

Como se puede apreciar, en esta materia confluyen varias ideas: por una parte, el hecho de que lo que se haya probado al final del procedimiento influirá en el otorgamiento de la razón a una u otra parte, pero por otra las que se refieren, no al resultado sobre el fallo, sino a la actividad probatoria. En lo que respecta a esta última, la Administración no puede asumir la posición, o postura, de contraparte. Actúa en cumplimiento de obligaciones de carácter general y en defensa de intereses públicos y generales, y debe de llevar a cabo una actividad diligente en la búsqueda de fuentes de prueba, una actividad indiscriminada, en el sentido de que debe de acopiar cuantos más datos objetivos, sean del signo que sean, mejor3.

La reciente sentencia del Tribunal Supremo, (STS) 429/2020, de 18 de mayo, (recurso 4002/2018; RJ 2020, 1063), con cita de la de la misma Sala 96/2020, de 29 de enero, (recurso 4258/2018; RJ 2020, 116), reproduce la que, quizá, sea la explicación más clara de la situación:

“Como una constante jurisprudencia pone de manifiesto el onus probandi no posee más alcance que determinar las consecuencias de la falta de prueba.

Acreditados los hechos constitutivos del presupuesto fáctico, resulta irrelevante qué parte los probó.

Por tanto, la doctrina de la carga de la prueba vale en tanto que el hecho necesitado de esclarecimiento no resulte probado, en cuyo caso, no habiéndose acreditado el mismo o persistiendo las dudas sobre la realidad fáctica necesitada de acreditación, las consecuencias desfavorables deben recaer sobre el llamado a asumir la carga de la prueba, esto es, se concibe la carga de la prueba como ‘el imperativo del propio interés de las partes en lograr, a través de la prueba, el convencimiento del Tribunal acerca de la veracidad de las afirmaciones fácticas por ellas sostenidas o su fijación en la sentencia’.

De no lograrse vencer las incertidumbres sobre los hechos, es el ordenamiento jurídico el que prevé explícita o implícitamente las reglas cuya aplicación determina la parte que ha de resultar perjudicada. Se trata de ius cogens, indisponible para las partes”.

Inmediatamente, el Tribunal Supremo4 añade otra idea de importancia vital, que consagra en nuestro ordenamiento el artículo 217.7 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, según el cual, para la aplicación de las normas sobre carga de la prueba “el tribunal deberá tener presente la disponibilidad y facilidad probatoria que corresponde a cada una de las partes del litigio”. Dado que existe una remisión a dicha Ley por parte de la Ley General Tributaria, (art. 106.1), y que la norma transcrita se refiere a supuestos de aplicación a la carga objetiva de la prueba, a la trascendencia de la práctica o no práctica en relación con la resolución, no parece que haya que plantearse graves dudas en cuanto a la aplicación del principio en el ámbito del Derecho Tributario, incluso a nivel de procedimiento administrativo.

Efectivamente, en el procedimiento administrativo la carga de la prueba es la objetiva, la que se refiere a los efectos de la prueba de un hecho, o su ausencia, en el fallo; ahora bien, sería ingenuo pretender que dicha carga objetiva, puesta en conexión con el principio de facilidad probatoria, no tiene consecuencias sobre la disposición de los sujetos en el desenvolvimiento de sus actuaciones. La actividad de cada parte va a tener incidencia en la resolución o, visto desde el otro extremo de la situación, lo que va a tener incidencia en la resolución del procedimiento incentiva un comportamiento u otro en cada sujeto. Así pues, aunque la carga objetiva de la prueba se analiza en relación con el fallo, es inevitable que condicione comportamientos.

Por lo que respecta al ejercicio de sus derechos, el obligado tributario carga con la obligación de acreditar el cumplimiento de las obligaciones de registro, de documentación, etc. aunque sólo sea porque sin ésta no obtendrá sus fines. La primera carga, en lo que respecta al ejercicio de derechos por parte del administrado, es suya. Ahora bien, este planteamiento simple, en virtud del cual si el obligado aporta los datos formales de convicción ha cumplido con su obligación, no agota los problemas que pueden plantearse. En caso de duda, incluso ante el caso de cumplimiento por parte del sujeto de sus obligaciones formales, la Administración está legitimada para exigir de éste nuevos medios de convicción. En este caso, la Administración debe de basar el requerimiento de estos nuevos medios en datos concretos y en indicios y razonamientos fundados5.

El requerimiento por la Administración de una actividad probatoria adicional a desempeñar por el obligado tributario, además de por la razón expuesta, puede verse limitado en ciertos casos. Estos, vistos desde el punto de vista, no del derecho a exigir, sino desde el derecho a no soportar cargas inadecuadas por parte del obligado tributario, tienen también trascendencia. Diversas actuaciones de solicitud de datos y pruebas pueden romper la proporcionalidad de actuaciones, y el principio de limitación de costes indirectos, y por diversas razones:

1. Porque no se hayan motivado debidamente. Puede parecer que la motivación no es más que una adenda que, por razones de claridad o cortesía, debe de constar en requerimientos que se sustentan de forma suficiente en la pura facultad de actuación que la ley otorga a la Administración. No es así. La motivación es la conjunción entre los hechos y las razones jurídicas que justifican una decisión, y sirve al destinatario de una forma esencial, porque fundamenta la adecuación a derecho del acto administrativo. En este sentido, es un elemento material de la decisión, que facilita el control posterior de ésta y que además permite al obligado tributario orientar sus actuaciones y decisiones. La motivación, además, es importante en aquellos casos en los que la Administración tiene que orientar al sujeto ante una hipotética pluralidad de medios o de actuaciones a llevar a cabo.

Por otra parte, la motivación es especialmente importante en los actos administrativos discrecionales, porque explica las razones que la Administración ha tenido en cuenta para exigir del obligado una determinada conducta, por ejemplo, y en el asunto que ocupa estas líneas, unas actuaciones adicionales, que incorporan el requerimiento de un plus de diligencia o de actuación por parte de éste.

El artículo 35.1 de la Ley 39/2005, de 1 de octubre, que regula el procedimiento administrativo común, determina la exigencia de motivación de ciertos actos, con sucinta referencia a los hechos y a los fundamentos de derecho, y cita entre otros aquellos que rechacen pruebas propuestas o los que se dicten en el ejercicio de potestades discrecionales.

La Ley General Tributaria exige también la motivación en diversos artículos. La motivación es el engarce de razonamiento jurídico entre los hechos concretos y la decisión, hace referencia a los fundamentos jurídicos tenidos en cuenta y explica el porqué de la decisión asumida. Este razonamiento debe de referirse al hecho histórico o concreto decidido, es decir, debe de basarse en una individualización fáctica y jurídica6. Las razones que fundamentan la necesidad de motivación son diversas; unas se refieren a la transparencia y adecuación del proceder de la Administración, otras a la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, y otras a la tutela judicial efectiva, o dicho de una forma más amplia, a la posibilidad del sujeto de combatir efectivamente las decisiones que considere lesivas7.

2. La Administración debe de evitar las peticiones que sean cuantitativamente inasumibles por el obligado, bien porque no se han delimitado de forma adecuada en cuanto a su número, o cantidad, o bien porque no estén determinadas de una forma más o menos selectiva y en función de datos real-mente necesarios.

3. Puede también darse el caso de que la Administración solicite del obligado datos que se encuentran fuera de sus capacidades físicas o legales. Es cierto que el obligado debe de asumir la carga de pruebas aunque estas sean numerosas, y el cumplimiento de su obligación, laborioso8, pero también lo es que no se pueden tomar ciertas decisiones sin tener en cuenta las posibilidades fácticas y legales en manos del obligado9, y sin tener en cuenta, a la hora de formular el requerimiento, las facultades de la Administración para actuar y su obligación de ejercitarlas diligentemente.

Como se puede observar, (aunque sea como una consecuencia indirecta de lo que se acaba de expresar), existe un rango amplio de posibilidades de actuación, de discrecionalidad en las actuaciones concretas de la Administración. Y en el caso del ejercicio de potestades discrecionales la motivación es especial-mente importante: cuando la Administración decide entre opciones diversas, la motivación de sus decisiones es el principal argumento de justificación de la opción concreta elegida10.

Así pues, bajo la apariencia de simplicidad, la carga de la prueba admite importantes matizaciones. Una de estas es la que viene de la mano del principio de facilidad probatoria. Ahora bien, en el texto de la Ley de Enjuiciamiento Civil se tienen en cuenta dos situaciones que son distintas: disponibilidad y facilidad. La disponibilidad, física o jurídica, hace referencia a la capacidad real de tener algo al alcance, y en el seno de las relaciones entre Hacienda pública y el obligado tributario la ausencia de disponibilidad por una parte debe de ser conjugada con la existencia de ésta por la otra, con independencia de la atribución de la carga objetiva de la prueba a una, o a la otra, según el criterio primario. Y una cosa similar cabe decir con respecto a la facilidad probatoria, cuando el acceso a las fuentes de prueba es difícil para una parte y fácil para la otra11.

Si se pone en conexión lo que se acaba de mencionar con el principio de diligencia y con el hecho de que nadie puede hacer recaer sobre la otra parte las consecuencias de su inactividad, se llega a la conclusión de que en ocasiones la atribución de la obligación de probar implica matizaciones. La citada STS de mayo de 2020 es especialmente ilustrativa, también, por lo que respecta a este aspecto de la carga de la prueba. Se plantea en ella quién asume la carga de la prueba en el caso de dietas y gastos de desplazamiento no sometidos a tributación en el IRPF: ¿el contribuyente, que alega la no tributación de las percepciones, o el retenedor, que dispone de información más completa y además facilita, por mandato de la ley, información exhaustiva a la Hacienda pública al respecto? Analiza el mandato de la carga según la facilidad probatoria, y lo pone en conexión con otros datos que influyen en la decisión, con lo que muestra de forma clara la conjunción de factores que condicionan cada decisión. Pone de manifiesto que el pagador, en la relación surgida del procedimiento tributario en cuestión, es un tercero, cuestión que, como se verá más adelante, tiene su importancia, y que en consecuencia la decisión sobre la carga de la prueba no se plantea la disyuntiva entre Administración y perjudicado o beneficiado por la decisión, sino que introduce la necesidad de actuar más allá. Se refiere también la sentencia a la exhaustividad de la información que el retenedor tiene que suministrar a la Hacienda, además de proveer al perceptor con la certificación correspondiente, aportada. También al hecho de que la decisión de encargar al perceptor determinado tipo de tareas o trabajos, los que devengan las cantidades no sometidas a tributación, se basa en el poder de decisión y dirección del empresario, por lo que él es quien está en mejor situación de acreditar la realidad y necesidad de tales tareas. Hace mención al art. 34.1.h LGT, referido al derecho a no aportar documentos que ya se encuentren en poder de la Administración, o a la obligación de actividad diligente que incumbe a la Administración.

Llega a la conclusión de que “resulta un debate falso centrar la cuestión en la determinación de si la carga de la prueba de la sujeción de las retribuciones que han sido declaradas por el pagador como dietas exceptuadas de gravamen corresponde a este o al perceptor de las mismas, puesto que el debate a considerar es a quién le corresponde la carga de la prueba de la sujeción de dichas cantidades o al sujeto pasivo del impuesto o a la Administración Tributaria”.

Además, en el caso se daba otra circunstancia, la identidad entre el sujeto comprobado y el administrador de la entidad pagadora. La Administración sostenía que, dada esta identidad, el sujeto, comprobado a título personal, no como administrador, debería de haber aportado los datos que, como administrador, le constaban. El Tribunal Supremo decidió que no, y que era la Administración la que tendría que haberse dirigido al comprobado en su calidad de administrador, no de mero perceptor sujeto a Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas12. Pone así en suerte la cuestión a dilucidar, sobre la que más adelante se incidirá: la de la proscripción de la inactividad, la proporcionalidad de la actividad de la Administración, y la limitación de costes y cargas indirectas al administrado.

Estudios en homenaje al profesor Luis María Cazorla Prieto

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