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V. CONCLUSIONES

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Muchos de los procedimientos administrativos que interesan al Derecho Tributario suelen configurarse mediante una estructura basada en el principio de contradicción. Aunque todas las partes implicadas colaboran a la consecución de un fin, éste se traduce en el otorgamiento o denegación de la razón a una o unas de las partes. En este sentido no son colaborativos, sino que incorporan una relación contenciosa. Debido a esto en ellos se suele actuar en defensa de una postura determinada. En esta estructura contradictoria, en la que se suele actuar como parte, tanto la Administración como los obligados tienen la obligación de colaborar al esclarecimiento de la realidad, y de hacerlo de forma clara, honesta y diligente. Ahora bien, hay unas notas que diferencian la posición de la Administración de la del obligado. Todas las partes deben de tener en cuenta el interés general, pero es la Administración la que tiene el monopolio de su representación; en esta representación, ejercita potestades, que se fundamentan en el interés público, nacen de la ley y están fuera del alcance de los particulares. La Administración, entre otras cosas, dirige el procedimiento; en los procedimientos administrativos, de esta forma, es parte interesada, directora y a la vez decisora. Dada esa dirección, dispone de muchas más opciones de actuación que el obligado. Pero también está sujeta a unos mandatos especiales.

El desenvolvimiento de los procedimientos, incluso en lo que respecta a la resolución o decisión, está afectado por una casuística muy importante. Para definir las pautas de actuación de una y otra parte, las leyes van cerrando poco a poco reglas de actuación, pero aún hoy, (puede que siempre), tienen que recurrir a la enunciación de principios y conceptos jurídicos indeterminados, e incluso cuando recurren a reglas concretas de aplicación éstas pueden ser amplias, o muy interpretables.

En los procedimientos tributarios, por otra parte, se produce una especie de funcionamiento basado en el principio de contradicción, que hace que la conducta de cada una de las partes influya, no sólo en el resultado, sino también en la actividad de la otra. Así, la negligencia del obligado implica cargas adicionales para la Administración, y el exceso de solicitudes, o la actuación poco diligente de la Administración, puede implicar cargas adicionales para el obligado. Es muy frecuente que determinados obligados, (con una cierta tendencia al incumplimiento), sean poco diligentes, pero también se puede dar el caso con respecto a la Administración. Puede ser que la actividad administrativa sea excesivamente onerosa para el sujeto, atendidos los fines que la norma pretende, y puede ser que la onerosidad para dicho sujeto venga originada por la ausencia de actuación diligente de la Administración.

La medida de la diligencia administrativa no sólo es una cuestión de tiempo de tramitación de procedimientos; las solicitudes de actuaciones al sujeto no debidamente fundamentadas, la renuencia a iniciar nuevas actuaciones, por ejemplo, frente a terceros, cuando las posibilidades de actuación del sujeto se han agotado, o la motivación insuficiente o basada en meras fórmulas repetidas en un procedimiento y otro, son también actuaciones poco diligentes, y generan una carga y unos costes indirectos con respecto al sujeto, que tiende a asumirlos ante el temor a una resolución desfavorable. La Administración, por tanto, puede condicionar tanto actuando de más como no actuando en absoluto o actuando de forma insuficiente. En ambas situaciones la proporcionalidad de la actuación se ve afectada.

Tradicionalmente se ha concebido la proporcionalidad como un test de control, tendente a impedir a la Administración excesos de actuación, pero además puede concebirse como un test que se ponga en conexión con la exigencia de un determinado nivel de diligencia, (no sólo temporal, sino también cualitativa), de forma que en ocasiones exija, o bien más actuaciones, o mayor calidad en las llevadas a cabo.

A la hora de tratar de definir cuál es la actividad proporcionalmente adecuada, una referencia inexcusable está constituida por el fin que la norma pretende. Si la actuación administrativa es innecesaria, o es insuficiente para lograr dicho fin, (cuando se pueden ejercitar otros medios), no es proporcionada. No es eficaz.

La proporcionalidad no es, tampoco, una pura y simple cuestión relacionada con el curso del procedimiento; puede afectar también a la resolución. Es verdad que en cuanto a la resolución del procedimiento los criterios de inter-pretación y aplicación de la norma adquieren un protagonismo indiscutible, pero que la resolución aplique criterios de interpretación no quiere decir que no se pueda someter a un test de proporcionalidad que relacione los hechos acreditados, los que no se han podido acreditar y hubieran podido acreditarse, la actitud de cada una de las partes en el procedimiento y el fin que la norma pretende; el “espíritu y finalidad” de la norma.

En íntima relación con todo lo que se acaba de decir se encuentra el principio de limitación de costes indirectos, que no debiera de concebirse sólo como un mandato al legislador o al autor reglamentario para que aquilaten las exigencias formales. La limitación de costes indirectos está íntimamente relacionada con algún aspecto del mandato de aplicar las normas de forma no excesivamente onerosa. El tiempo y la dedicación son también costes indirectos, que incluso se podrían evaluar económicamente.

También se encuentra en íntima relación con la debida proporcionalidad en la actuación administrativa la exigencia de motivación. La motivación no sólo debe de producirse para justificar actuaciones, sino para justificar la ausencia de actuaciones, especialmente cuando el obligado las ha solicitado; o la falta de valoración en la resolución de ciertos elementos que constan en el expediente.

Estudios en homenaje al profesor Luis María Cazorla Prieto

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