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I. PRELIMINARES

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Conozco hace muchos años a Luis María Cazorla Prieto. Inicialmente fue un conocimiento por referencias, aunque por referencias extremadamente cualificadas por la cercanía de la fuente al personaje, y por la credibilidad que siempre me mereció esa fuente. Al llegar destinado a la Fiscalía de Madrid a mediados de los años ochenta entablé con su hermana, Soledad, una cordial relación que atravesaría diversas fases en lo profesional (primero compañera más veterana, luego Jefa y Decana, de nuevo compañera en la Secretaría Técnica de la Fiscalía General y finalmente en la Fiscalía del Tribunal Supremo), pero una sola línea en ininterrumpida dirección ascendente en lo personal: amistad siempre creciente. Soledad, nos dejó abruptamente hace unos años: la recordamos tanto… y la seguimos echando de menos todos sus compañeros; los que nos jactábamos de contar con su amistad, doblemente. Muy pronto me habló de su hermano, Luis, con una admiración que se palpaba. Y a mí, que admiraba tanto a Soledad por tantas cosas, me parecía que alguien de quien Soledad hablaba con esa sincera veneración, debería atesorar muchas virtudes. Mi intuición no andaba errada Surgieron luego sobradas ocasiones para comprobarlo y constatar que el ADN de los Cazorla encierra, junto a buenas dosis de deslumbrante brillantez y genialidad, una enorme capacidad de hacerse querer, de ganarse el afecto y el aprecio de los que les rodean. He gozado y aprendido en muchas conferencias de Luis Cazorla; he disfrutado de sus novelas y relatos; esporádicamente, he consultado algunos de sus estudios o publicaciones buscando respuestas a problemas surgidos en mi devenir profesional y relacionados con su especialidad (aunque en Luis Cazorla todo lo que aborda o toca –es como un Rey Midas– parece convertirse en especialidad); he citado algunas de sus obras jurídicas (delicioso es su opúsculo El lenguaje jurídico): me brota de dentro, sin el más mínimo esfuerzo, impetuosamente, la necesidad de unirme al homenaje que encierran estas páginas, para robustecer la prueba personal de confesión (confieso que admiro a Luis profundamente), con una corroboración documental: estas breves consideraciones. El tema elegido para este libro había de que mirar a lo que ha sido el nervio central de la carrera académica de Luis Cazorla. Siendo yo penalista, se hacía patente que ambas líneas (derecho tributario, derecho penal) habían de confluir en alguna materia atinente al delito de defraudación tributaria; figura que, por otra parte, sigue proporcionando muchos temas para la reflexión e investigación.

Los arts. 305 y siguientes del Código Penal de 1995 (herederos directos de los arts. 349 y concordantes del texto anterior; e indirectos del art. 319 reformado en el año 1977), han sido muy manoseados por el legislador. Da la impresión de que no se acaba de acertar con un diseño del todo satisfactorio, y esa insatisfacción mantenida en el tiempo conduce a hacer crecer los tipos penales, para tribulación de la memoria de los opositores, hasta generar unas redacciones sobrecargadas y repetitivas, llenas de bienintencionadas aclaraciones que a veces solo logran confundir. Desde el laconismo del originario delito fiscal, estrenado a fines de los años setenta y recibido con entusiasmo por la doctrina; hasta los largos párrafos, plagados de subordinadas y puntuación poco cuidada y nada exacta, (¡Ay, Luis!: cuánto bien haría al legislador –¡y a los jueces y abogados españoles!– empaparse de las pautas que emanan de tu obrita sobre el lenguaje jurídico), que ahora integran unos artículos 305 y 305 bis que ocupan varias páginas, se han sucedido muy variadas fórmulas. A veces esas reformas surgían para construir un dique frente a interpretaciones propuestas desde algún ámbito académico o forense que llegaban a cristalizar en algún solitario pronunciamiento judicial. El legislador se creía obligado a lanzarles un anatema con formato de reforma legislativa. Eso explica, por ejemplo, que se siga hablando de la omisión, como conducta típica, lo que en rigor es innecesario; que se aclare que solo el pago efectivo puede conducir a la exoneración dimanante de una regularización, sin que baste el afloramiento de las bases ocultas; o que se proclamase que la condena de la jurisdicción penal debía incluir un pronunciamiento sobre la deuda tributaria.

En el último punto mencionado focalizaré ahora mi atención. Las últimas reformas tanto de la legislación penal (2012, básicamente) como de la tributaria (2015 y 2017), han incidido en esta cuestión. Y se han sucedido dos recientes pronunciamientos del Tribunal Supremo que comportan un cambio de perspectiva, no banal, en la forma en que se encaraba esta cuestión. Pienso en las SSTS 277/2018, de 8 de junio (asunto Noos) y 704/2018, de 15 de enero de 2019 (asunto Terra Mítica).

Estudios en homenaje al profesor Luis María Cazorla Prieto

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