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II. EL MODELO GERENCIAL-ACTUARIAL DE PENALIDAD

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En una época donde estamos asistiendo al declive del Estado Social, una de las causas más relevantes que ha propiciado el giro funcional del sistema penal ha sido la sensación social de inseguridad, tan característica de la llamada sociedad del riesgo5. Esto ha afectado de manera considerable al sistema penal, convirtiéndose esta última en reclamo para luchar contra tal percepción de inseguridad, y acentuando, más si cabe, la crisis entre la libertad y la seguridad. Esa sensación de inseguridad a la que nos venimos refiriendo, proviene de factores objetivos de peligro, pero lo relevante no es la existencia de tales factores, sino su percepción subjetiva –no racional– como riesgos. Al igual que el temor al delito no tiene que estar ligado necesariamente a un alto índice de criminalidad, la percepción subjetiva de los riesgos es también, en la mayoría de los casos, desproporcionada en relación con el alcance objetivo de dichos riesgos6. Esto puede llevarnos a disminuir significativamente nuestros niveles de tolerancia hacia los colectivos más vulnerables, o hacia aquellos que se encuentran en una situación de exclusión y marginación social, y desarrollar, por ende, una obsesión por la vigilancia y el control desmesurada7.

El hecho de utilizar términos como “miedo” o “riesgo” para definir la sociedad actual tiene consecuencias de gran calibre en varias esferas de realidad social. En efecto, esa sensación de inseguridad subjetiva incrementada ante los nuevos riesgos de la era postmoderna, que existen incluso cuando no son reales, hace que la ciudadanía reclame una seguridad efectiva frente a tales riesgos8. Ante esta situación, hay quien afirma que la expansión del Derecho penal9 como instrumento para dar respuesta a este estado de riesgo es ya una realidad. Este hecho es, a su vez, consecuencia directa de la sensación de inseguridad ciudadana a la que aludíamos previamente. Es más, esa sensación de falta de seguridad, se ve fortalecida gracias a circunstancias como el escollo con el que se encuentra el ciudadano o ciudadana de a pie para llegar a concebir el alcance real del desarrollo tecnológico y económico y los riesgos que estos conllevan –o la amenaza que suponen–10.

En cuanto a lo que aquí interesa hemos de referirnos al debate surgido en torno a las distintas prácticas, estrategias y tácticas político criminales que responden, en términos generales, a la nueva corriente adoptada por el Derecho penal actual y que en política criminal se conoce como “estrategia actuarial”11. Ésta última debe su nombre al uso de métodos estadísticos orientados a determinar el índice de criminalidad de ciertos colectivos y, se basan, a tales efectos, en características generales de un grupo, para después, aplicar a cada miembro de dicho grupo la consecuencia jurídica que le corresponde12. Se trata, en suma, de analizar el colectivo como tal, dejando a un lado las circunstancias personales de cada individuo. Cabe asumir, por tanto, que un sujeto puede considerarse de riesgo aun cuando no haya cometido ningún delito, por el simple hecho de pertenecer a ese grupo que previamente los métodos actuariales han calificado como peligroso o riesgoso, como es el caso del colectivo inmigrante.

De la misma manera, no puede tampoco desconocerse el cambio que se ha producido en nuestra respuesta social al delito. En efecto, los riesgos, inseguridades y problemas derivados de lo que se ha dado en llamar la “modernidad tardía”13 han llevado a replantearnos nuestra respuesta frente al delito14. El delito ha llegado a ser parte de nuestras vidas; hemos asumido que no cabe la superación de la delincuencia; las tasas altas de criminalidad se han convertido en un fenómeno normal y corriente de la sociedad en la que vivimos15. Frente a tal asunción, lo único que cabe es la gestión del riesgo, razón de ser del actuarialismo. Esto es, no se busca –o no tanto, al menos– reducir las tasas de criminalidad, sino disminuir la sensación de inseguridad frente al delito y la delincuencia16.

Sentado lo que antecede, debemos de aludir a la racionalidad gerencial que se ha implantado en las instituciones y políticas públicas y, más en concreto, en el sistema penal. A riesgo de simplificar, el gerencialismo, es un tipo de racionalidad que tiene presencia en la manera de organizar y ejecutar las políticas públicas, que se basa más en la eficiencia que en la eficacia. Eficiente sería que los gobiernos hagan lo que puedan, en vez de hacer todo lo que deben; y que lo que puedan, lo hagan teniendo en cuenta la mejor relación precio-coste17. En suma, ubicar unos recursos siempre escasos en aquellos ámbitos donde más beneficios puedan dar18.

En cualquier caso, al igual que sucede con el régimen de control de los flujos migratorios, la evolución gerencial de la política migratoria no puede desvincularse de la función que ciertas instituciones de la Unión Europea (UE) cumplen en materia de control migratorio. La tradición política y administrativa de la UE ha demostrado ser propensa a las políticas públicas gerenciales, lo que ha llevado, en parte, a introducir una racionalidad gerencial también en las políticas penales españolas19. A modo de ejemplo, la reordenación del régimen sancionador de las políticas de control20, la disminución de expulsiones, la restructuración selectiva del sistema de deportación y el funcionamiento de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE). En efecto, no parece aventurado confirmar que las carencias del modelo anterior han dejado al descubierto la necesidad de instalar políticas de control eficientes21.

En este apartado se han querido exponer de forma somera los cambios que ha producido el modelo gerencial-actuarial de penalidad en la política criminal española, en general, y en la política de inmigración, en concreto. Tal y como se ha podido constatar, es una cuestión compleja que requiere ser examinada en las páginas que siguen.

Contra la política criminal de tolerancia cero

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