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III.2. LA DECLARACIÓN (1985) Y LOS PRINCIPIOS Y DIRECTRICES BáSICOS (2005)

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Al lado de los instrumentos internacionales formalmente vinculantes, poco pormenorizados en este punto, dos son los textos victimológicos principales: la Declaración sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder (Res. AG 40/34, de 29 de noviembre de 1985); y los Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones, también aprobados por la Asamblea General (Res. AG 60/14) veinte años más tarde: el 16 de diciembre de 2005.

La Declaración de 1985 incluye en el concepto de víctima a “las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que no lleguen a constituir violaciones del derecho penal nacional, pero violen normas internacionalmente reconocidas relativas a los derechos humanos” (Pr. 18). Los Estados deben proscribir en su legislación interna estos abusos de poder proporcionando “remedios a las víctimas” (Pr. 19).

Como víctimas, el estatuto jurídico de las víctimas de abuso de poder se construye sobre el de las demás afirmadas víctimas de delitos: en consecuencia, además de ser consideradas como tales “independientemente de que se identifique, aprehenda, enjuicie o condene al perpetrador e independientemente de la relación familiar entre el perpetrador y la víctima” (Declaración A.2), disfrutan de sus mismos derechos más básicos9: a la información; a la asistencia gratuita, de emergencia y continuada; al resarcimiento del daño y reparación social y moral; al acceso a la justicia (y/o “mecanismos oficiosos para la solución de las controversias”); a la interdicción de toda discriminación y garantía de un trato digno; a la protección frente a la revictimización (incluidas las posibles represalias del infractor y su círculo) y frente a la victimización secundaria; a la participación; a la prevención eficaz del delito a través de la prevención de la victimización…

Un análisis comparativo del contenido de la Declaración y de los Principios y Directrices básicos pone, con todo, de manifiesto la distinta perspectiva que los inspira. La razón es clara: en el caso de los Principios y Directrices básicos, las normas violadas son precisamente aquellas que imponen internacionalmente el deber de respeto y garantía de los derechos humanos y que reclaman de los Estados la adopción de medidas efectivas tanto para la prevención, diligente investigación y persecución de las violaciones, como para dar satisfacción a las víctimas: unas obligaciones que, al lado de lo exigible a los victimarios, corresponden específicamente al Estado involucrado por la actuación de sus autoridades, funcionarios u otras personas participantes en las funciones públicas, de aquí que los estándares exigibles se vuelvan “más elevado(s)”10. Esto es particularmente evidente, entre otros, en relación con el derecho al acceso a la justicia para conocer la verdad y, muy en particular, en cuanto a la reparación de las víctimas, que los Estados están obligados a prestar, en su caso, de forma principal y directa (Pr.15), estableciendo asimismo “programas nacionales de reparación y otra asistencia” para “cuando el responsable de los daños sufridos no pueda o no quiera cumplir sus obligaciones”; y sin perjuicio de repetir sobre los responsables con objeto de recuperar las cantidades abonadas (Pr. 16).

Conforme a los Principios y directrices básicos, las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario han de ser tratadas por los Estados “con humanidad y respeto de su dignidad y sus derechos humanos”, garantizando “su seguridad, su bienestar físico y psicológico y su intimidad, así como los de sus familias”. Los Estados deben igualmente “velar por que (…) gocen de una consideración y atención especiales para que los procedimientos jurídicos y administrativos destinados a hacer justicia y conceder una reparación no den lugar a un nuevo trauma” (Pr. 10).

La reparación ha de ser “adecuada”, “efectiva”, “rápida” y “proporcional a la gravedad de las violaciones y al daño sufrido” (Pr. 15), añadiéndose a las acciones de restitución, indemnización y rehabilitación –exigidas por la Declaración para la generalidad de las víctimas–, las garantías de no repetición y la satisfacción11. Esta última demanda, junto a la apropiada sanción de los responsables: el restablecimiento oficial o judicial de la dignidad, reputación y derechos de la víctima y personas de su entorno más cercano; disculpas públicas con reconocimiento de los hechos y aceptación de responsabilidades; conmemoraciones y homenajes; referencias a las vulneraciones de derechos humanos en el material didáctico y docencia a todos los niveles… La satisfacción requiere, además, un compromiso público para impedir la continuidad de las violaciones, para asegurar la verificación de los hechos y relevación pública y completa de la verdad12, para la búsqueda de desaparecidos y/o secuestrados, y en orden a la recuperación, identificación e inhumación de los cadáveres de las personas asesinadas, respetando el deseo explícito o presunto de la víctima o las prácticas culturales de su familia y comunidad (Pr. 22).

En todo caso, los Principios y Directrices reclaman también de los Estados la lucha contra la impunidad13, lo que les obliga a comprometerse en la investigación de este tipo de violaciones “de una forma eficaz, rápida, completa e imparcial”, declarando, en su caso, su imprescriptibilidad (Pr. 6) y garantizando a las víctimas un “acceso equitativo y efectivo a la justicia” (Pr. 3).

Contra la política criminal de tolerancia cero

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