Читать книгу Como si existiese el perdón - Mariana Travacio - Страница 12
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Los hermanos de Loprete volvieron a lo del Tano unos días después. Llegaron a media mañana, bastante decididos. Estábamos el Tano y yo, solos, tomando unos mates. Sentimos el galope, a lo lejos, mucho antes de que llegaran. El Tano enseguida me dijo: ahí vuelven, hablo yo. Así me dijo, tranquilo, mientras me daba el mate. Llegaron al rato.
Se bajaron de los caballos los tres juntos y lo increparon al Tano: usted no dice la verdad. El Tano le clavó los ojos al mellizo de Loprete, como si lo hubiese ofendido, y sin parpadear, lo retó: disculpe, ando un poco sordo, ¿cómo dice? Yo empecé a temblar. Tuve que apoyar el mate sobre la mesa para que no se me notara el espanto. Solo me calmaba verlo al Tano, impasible, mientras les retrucaba. En una de esas la cosa se puso fea. Yo me había distraído, con mi miedo, en alguna parte, y en eso levanto la vista y escucho: sordo lo vamos a dejar como que no nos cuente dónde lo tiene. Y el Tano seguía con la bravuconada, sereno, sin titubear: deben estar equivocados, amigos, siéntense a tomar unos mates y ponemos esto en claro. Lo agarraron al Tano ahí nomás y le rebanaron una oreja. Para que piense, amigo. Mañana nos damos una vuelta. Tal vez mañana usted recuerde que José estuvo aquí tomando unas ginebras.
Fue Juancho. Así me dijo el Tano apenas se fueron. Yo lo miraba, todavía espantado, sin reaccionar, mientras él recogía su pedazo de oreja de la tierra seca.