Читать книгу Como si existiese el perdón - Mariana Travacio - Страница 23

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Se llama Manoel por mi marido, el portugués. Esto le decía mi abuela al viejo Antonio. Este niño tiene la fuerza de su abuelo, ya verás. El viejo Antonio se instalaba en una de las mesas, allá, en lo del Tano, a contarme de mi abuela. Ella llevaba siempre un rodete, me decía, un rodete plateado, porque así eran sus pelos, plateados, y los recogía arriba de todo, sobre su cabeza, en una trenza interminable que enroscaba todas las mañanas con la parsimonia del calor. Yo lo escuchaba al viejo Antonio y me acordaba de verla trenzándose los pelos, sin apuro, frente al espejo redondo que teníamos en el baño. Se llamaba Luisa, mi abuela, igual que la hermana del Tano. Al viejo Antonio le gustaba llamarla doña Luisa. Así me decía: en casa de doña Luisa siempre había el guiso, Manoel, siempre había, para el que quisiera. Y si venían muchos, doña Luisa agregaba unas papas, o una mandioca, y con eso había para todos. Sobre todo en invierno, cuando la sequía era grande y el frío se nos pegaba a los huesos. Cuando mi abuela se enteró de que mi padre ya no volvería, lo fue a ver al viejo Antonio. Me llevaba en sus brazos. Cuénteme todo, Antonio, todo lo que sabe. Tan firme miraba doña Luisa, Manoel, que era imposible mentirle. Algún día conocerás la historia que ella supo arrancarme entera ese mismo día. Tu abuela era dura, Manoel. Y más duro era tu abuelo, al que dicen que saliste. Esto me decía el viejo Antonio, allá, en lo del Tano, sin que yo me atreviera a preguntarle más.


Como si existiese el perdón

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