Читать книгу Como si existiese el perdón - Mariana Travacio - Страница 16
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Al principio no me acostumbraba a este pueblo. Más que pueblo parecía una ciudad. El empedrado lo retumbaba todo en un eco ensordecedor. Eso era muy malo. Había noches que no dormía solo escuchando esos ruidos. El único sonido que me calmaba era el de la lluvia goteando sobre las piedras, cuando ya no llovía tanto, cuando las ramas de los árboles dejaban caer, con el viento, las últimas gotas de agua. Ese ruido me consolaba como si pudiera dormirme en él.
La primera vez que llovió estábamos en lo de Luisa, la hermana del Tano. Llovió bastante. Mirábamos llover desde la cocina, detrás del ventanal que daba al jardín. Agua pura cayendo del cielo. No podía dejar de mirar: nunca había visto llover así, con tanta gana. Nuestras lluvias eran más bien cortas: veíamos llegar tres o cuatro nubes negras, gordas, y sabíamos que no aguantarían su peso. Al rato descargaban unas pocas gotas, que caían desgarbadas, casi por error, sobre nuestra tierra, y después seguían de largo, a llover en otra parte. En cambio acá las nubes eran más claras y parecían decididas a mojarlo todo. Cuando paró la lluvia y salimos al jardín, sentí por primera vez el olor de la tierra mojada. Me acordé de Loprete y de sus campos de agua: la tierra no vuela, queda agarrada al piso; no hay viento que la levante. No se me olvida ese olor a tierra mojada, como no se me olvidan las palabras de Loprete antes de que lo matáramos.